Pasaron varias horas y, cuando el sol empezó a descender de su posición de mediodía, Cato decidió que ya había descansado bastante. Prasutago aún no había dado señales de vida y Cato empezó a inquietarse. Pero no podía hacer nada para acelerar el retorno del Britano; sólo podía esperar que no hubiera caído en manos de los Druidas, y que hubiera encontrado comida.
Cato echó un vistazo a los árboles más cercanos y eligió uno que tenía muchas ramas y prometía ser fácil de trepar. Alternando manos y pies fue ascendiendo por el árbol hasta que el tronco se volvió lo bastante fino como para oscilar bajo su peso. Mientras rodeaba con un brazo la áspera corteza, Cato separó las ramas más delgadas. Se había desorientado y al principio no vio la fortaleza. Luego, apoyando bien los pies, probó en otra dirección y miró hacia el césped que bordeaba el río. Vio el puente de caballete y siguió la línea que trazaba el sendero y que conducía al poblado fortificado.
Cato se sobrecogió de nuevo ante la magnitud de los terraplenes. ¿Cuántos hombres habrían trabajado durante cuántos años para crear aquel enorme monumento al poder de los Durotriges? ¿Cuántos hombres necesitaría Roma para tomar aquel fuerte cuando llegara el momento de que las legiones marcharan hacia el oeste? Naturalmente, sería su legión, la segunda, la encargada de asaltar aquellas defensas. La legión sólo había conseguido vencer a los Britanos en batallas campales. ¿Serían capaces de tomar por asalto sus formidables fortificaciones? Cato había leído sobre el arte del asedio cuando era niño, pero no le habían invitado a practicarlo desde que se unió a las águilas. La perspectiva de asaltar aquellos imponentes terraplenes de tierra lo aterrorizó.
Un fuerte golpe que sonó debajo lo sobresaltó y estuvo a punto de soltarse del tronco. Cato miró hacia abajo a través de las ramas y vio a Prasutago que lo buscaba. junto al tronco del árbol yacía el cuerpo de un cerdo muerto con un ensangrentado corte en el cuello.
– ¡Aquí arriba! -exclamó Cato. Prasutago echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír al ver a Cato. Alargó la mano hacia una de las ramas más bajas.
– No. Quédate ahí. Ya bajo. Una vez estuvo en el suelo, Cato observó el cerdo con apreciación.
– ¿De dónde lo has sacado? -¿Uh? -¿Dónde? -Cato señaló el cerdo. -¡Ah! -Prasutago apuntó el dedo a lo largo de la colina y por señas le indicó un valle y luego otra colina. Luego se detuvo y frunció el ceño mientras trataba de pensar cómo imitar lo que venía después. De repente encontró la palabra--. ¡Granja!
– ¿Te lo llevaste de una granja? Prasutago movió arriba y abajo la cabeza con una amplia sonrisa en los labios.
– ¿Dónde estaba el granjero?
Prasutago trazó una línea en su cuello con el dedo.
– ¡Vaya, estupendo! Lo que nos faltaba -dijo Cato enojado.
Prasutago levantó la mano para tranquilizarlo.
– Escondo el cuerpo. Nadie encuentra.
– Me alegro de oírlo. ¿Pero qué pasa si lo echan de menos? ¿Entonces qué, tonto?
Prasutago encogió sus enormes hombros, como si eso no fuera cosa suya. Se volvió hacia el cerdo.
– ¿Comemos? -Sí. -A cato le sonaron las tripas. Los dos se rieron al oírlo-. Comemos. Ahora.
Con una habilidad fruto de la práctica, Prasutago destripó el cerdo con su daga e hizo un reluciente montón con los órganos que no eran comestibles. Luego lo metió todo en el hueco del tronco del árbol, reservando el hígado para un posterior refrigerio. Tras limpiarse las ensangrentadas manos con pedazos de moho húmedo, empezó a reunir ramas.
– Nada de fuego -ordenó Cato. Señaló hacia arriba y después hacia el poblado fortificado-. Nada de humo.
Por lo visto, Prasutago ya se había hecho a la idea de comer cerdo asado y por un momento se mostró reacio a comérselo crudo. Pero entonces se encogió de hombros y volvió a desenvainar la daga. Cortó unas tiras de carne del lomo del gorrino y le lanzó una a Cato. La carne rosada estaba cubierta de sangre y membrana blanca, pero Cato le hincó ávidamente el diente al magro aún caliente y se obligó a masticar.
En cuanto hubieron comido hasta saciarse, Prasutago metió el cuerpo del animal en el tronco hueco y tapó el orificio con unas cuantas ramas. Luego descansaron por turnos hasta que cayó la noche y entonces bajaron por la cuesta llevándose el cerdo con ellos. Se alejaron de la colina hasta que encontraron una pequeña hondonada en la que había un roble caído que había arrancado la tierra sujeta a sus miles de raíces. Allí trabajaron duro para encender una pequeña fogata con musgo seco y unos trozos de pedernal que Cato llevaba en la mochila. Cuando finalmente prendieron las astillas, avivaron el fuego con cuidado y asaron el cerdo. Bajo el brillo rojizo de aquellas llamas que hacían entrar en calor, Cato se sentó con los brazos alrededor de las rodillas y saboreó el crepitar de la grasa y el rico aroma de la carne. Por fin Prasutago se puso en pie, trinchó la carne y dispuso un enorme montón humeante sobre una piedra junto a Cato. Se dieron un festín hasta que ya no pudieron comer ni un solo bocado más y se durmieron con las panzas calientes y llenas.
Durante los dos días siguientes se turnaron para vigilar la plaza fuerte y fueron testigos de un desfile constante de miembros tribales que se dirigían hacia allí. También había carros y pequeños rebaños de animales, incluyendo ovejas, conducidas hasta allí desde sus pastos de primavera aun cuando estaba próxima la época de parición. Sin duda los Durotriges estaban preparando a su gente para un asedio, lo cual significaba que habían recibido noticias de que un enemigo se acercaba. En aquellos momentos ese enemigo sólo podía ser Roma; la segunda legión debía de estar en camino. A Cato se le aceleró el pulso al darse cuenta de ello. Dentro de unos días, tal vez, los legionarios desplegarían un cerco de acero en torno al fuerte y los Druidas y sus prisioneros no tendrían ningún sitio adonde huir. La esposa y el hijo del general se utilizarían como baza para mejorar las condiciones de rendición del poblado fortificado, a menos que los Durotriges estuvieran igual de locos que los Druidas y optaran por resistirse a Roma hasta el final. En ese caso había pocas esperanzas para Pomponia y Elio.
Cato estuvo de acuerdo con Prasutago en que el tercer día uno de los dos debía regresar al lugar donde Boadicea se había separado de ellos; era lo más pronto que podía esperarse que volviera. De modo que, al anochecer, Cato volvió a cruzar sigilosamente el sendero y se dirigió hacia el bosque. A pesar de estar seguro de que podía recordar la ruta que Prasutago y él habían seguido, los árboles parecían extraños en la oscuridad y no pudo hallar las ruinas de la mina de plata. Trató de volver sobre sus pasos y sólo consiguió perderse aún más. A medida que iba avanzando la noche, la prudencia dio paso a la rapidez y la maleza crujía y chasqueaba a su paso. Estaba a punto de gritar llamando a Boadicea cuando una oscura figura salió de entre los árboles. Cato se echó la capa hacia atrás y desenvainó la espada.
– ¿Por qué no tocas una trompeta la próxima vez que quieras llamar la atención de alguien? -se rió Boadicea-. Creí que había encontrado uno de los elefantes perdidos de Claudio.
Por un momento Cato se quedó mirando fijamente el perfil de Boadicea y luego, con una risa nerviosa, bajó el arma y respiró profundamente.
– ¡Mierda, Boadicea, me has asustado!
– Te lo merecías. ¿Dónde está mi primo?
– Está bien. Está vigilando el fuerte. A menos que se haya ido a cazar granjeros otra vez.