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Al levantarse por la mañana, Cato se preparó para enfrentarse a su destino. Medio adormilado, masticó lo que quedaba del cerdo frío y luego trepó a la cima de la colina. Más guerreros Durotriges se dirigían en tropel hacia el poblado fortificado y él los anotó en la tablilla encerada que llevaba en el macuto. Al menos la información podría serle útil a Vespasiano si no regresaba. Boadicea se la haría llegar al legado.

Mientras Boadicea se disponía a hacer su turno de vigilancia en el árbol, Prasutago desapareció misteriosamente y durante un rato Cato se preguntó si acaso el guerrero Iceni no podía enfrentarse a la imposible tarea de aquella noche. Pero también supo al mismo tiempo que no era ése el caso. Prasutago había demostrado ser un hombre de palabra. Si le había prometido guiarlo hasta el canal de desagüe del fuerte, cumpliría su promesa.

Poco antes de que el sol se escondiera tras los árboles y sumiera al bosque en la penumbra, Prasutago regresó finalmente, llevando a cuestas una bolsa llena de raíces y hojas. Encendió un pequeño fuego y empezó a hervir las plantas en su cazo, del que emanó un intenso aroma que a Cato le irritó las fosas nasales. Llegó Boadicea y se unió a ellos.

– ¿Qué hace? -Cato señaló el borbolleante brebaje con un gesto de la cabeza.

Ella habló con Prasutago un momento y luego respondió: -Está haciendo unos tintes. Si entras en la fortaleza tendrás que parecerte todo lo posible a los miembros de la tribu. Prasutago te va a pintar y a encalar el pelo.

– Qué?

– Se trata de eso o de que te maten en cuanto te vean.

– Está bien, de acuerdo -cedió Cato. Bajo la luz y el calor del fuego se despojó de su túnica y se quedó únicamente con el taparrabos, mientras Prasutago se arrodillaba delante de él y trazaba una serie de arremolinados dibujos de color azul en su torso y brazos. Completó el trabajo con unos diseños más pequeños e intrincados en el rostro de Cato, que pintó con una intensidad de concentración que Cato nunca había visto en él. Mientras trabajaba, Boadicea preparó la cal y le embadurnó el pelo con ella. Cato se estremeció a causa del cosquilleo que sentía en el cuero cabelludo, pero se obligó a quedarse quieto cuando Boadicea chasqueó la lengua con reprobación.

Al final, los dos Iceni retrocedieron para admirar su obra.

– ¿Qué tal me veo?

Boadicea soltó una carcajada.

– Personalmente creo que serías un celta muy convincente.

– Gracias. ¿Podemos irnos ya?

– Aún no. Quítate el taparrabos. -¿Qué? -Ya me has oído. Tienes que parecer un guerrero. Ponte mi capa abrochada encima del cuerpo. Nada más.

– No recuerdo haber visto a ningún Durotrige en cueros.

Supongo que no es algo habitual.

– No lo es. Pero ha empezado la primavera. Es la época del año que nosotros los celtas llamamos la Primera Floración. En la mayoría de las tribus los hombres andan desnudos durante diez días en honor a la diosa de la Primavera.

– Y por supuesto los Iceni son una excepción -Cato miró a Prasutago.

– Por supuesto.

– Es un poco mirona, esta diosa.

– Le gusta evaluar bien el talento de las personas -explicó Boadicea en tono desenfadado-. En algunas tribus cada año se escoge a un joven por su belleza, el cual se convierte en su desposado.

– ¿Y eso cómo lo hacen?

– Los Druidas le sacan el corazón y dejan que la sangre fertilice las plantas que rodean su altar. -Boadicea sonrió al ver la expresión horrorizada del optio-. Tranquilo, he dicho que ocurre en algunas tribus, algunas de las más salvajes. Tú procura no ser demasiado atractivo.

– ¿Es que hay tribus más salvajes que los Durotriges?

– Oh, sí. Esos tipos de la colina no son nada comparados con algunas de las tribus del noroeste. Creo que vosotros, Romanos, lo descubriréis a su debido tiempo. Y ahora, tu taparrabos, por favor.

Cato lo desató y lo dejó caer al tiempo que le lanzaba una mirada avergonzada a Boadicea. Ella no pudo evitar bajar la vista un segundo y sonrió. A su lado, Prasutago soltó una risita y le susurró algo al oído a Boadicea.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Cato, enojado.

– Se pregunta si las mujeres Romanas llegan a darse cuenta de que se las están tirando.

– ¡Vaya! ¡Mira tú por dónde!

– Vamos, chicos, ya basta. Tenéis trabajo que hacer. Toma mi capa, Cato.

Él la cogió y le tendió el taparrabos. -Guárdamelo. Se abrochó el cierre del hombro y Prasutago lo examinó por última vez.

Asintió con la cabeza y le propinó un puñetazo en el hombro al optio.

– ¡Venga! ¡Vamos!

CAPÍTULO XXXII

La luna creciente ya había aparecido en el cielo cuando Prasutago y Cato abandonaron el bosque y se encaminaron hacia la Gran Fortaleza. El viento fresco arrastraba por la oscuridad salpicada de estrellas unas hebras de nubes que la luna teñía de plata. Prasutago y Cato atravesaron a todo correr los prados que rodeaban los terraplenes, echándose al suelo y arrastrándose en cuanto las nubes volvían a dejar la luna al descubierto. La inminente llegada de los primeros efectivos de la segunda legión había llevado a que todos los rebaños de ovejas de los alrededores fueran conducidos al interior del poblado fortificado y Cato agradeció que aquellos nerviosos animales no estuvieran por ahí para delatarlos; la pálida luz de la luna ya era dificultad suficiente.

Al cabo de unas dos horas, según el cálculo más aproximado que pudo hacer Cato, llegaron al otro extremo de la Gran Fortaleza. Prasutago lo condujo directamente hacia la negra mole del primer terraplén. El débil sonido de cantos y vítores descendía desde la planicie que había en lo alto del fuerte. Por delante de Cato, Prasutago avanzaba con sigilo, mirando constantemente a derecha e izquierda mientras el terreno empezaba a empinarse hacia el primero de los terraplenes.

Se detuvo y acto seguido se echó al suelo, y Cato hizo lo mismo, con los ojos y oídos bien atentos. Entonces Cato los vio: dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra el cielo estrellado patrullaban por la parte superior del primer terraplén. Su conversación se oía desde el pie de la cuesta y el tono desenfadado de la misma sugería que no estaban realizando su trabajo tan a conciencia como deberían. Estaba claro que allí no se aplicaba la severa disciplina del servicio de guardia en las legiones. Cuando la patrulla hubo pasado de largo, se levantaron del suelo y empezaron a trepar por la pendiente cubierta de hierba del terraplén. La rampa era pronunciada y Cato pronto empezó a jadear debido al esfuerzo del ascenso, y pensó en cuánto más duro sería llevando la armadura completa y todo el equipo en caso de que la segunda legión lanzara un ataque contra el poblado fortificado.

Llegaron a la cima del terraplén y volvieron a echarse al suelo. Ahora que verdaderamente se encontraba en las defensas, Cato se quedó aún más sobrecogido por su tamaño.

Un estrecho sendero recorría el primer terraplén y se extendía a ambos lados hasta allí donde le alcanzaba la vista bajo la luz de la luna. Al otro lado, el terreno caía abruptamente en declive para formar una profunda zanja antes de volver a elevarse hacia el segundo de los terraplenes. En el fondo de la zanja había unas extrañas líneas entrecruzadas que Cato no podía identificar del todo. Entonces se dio cuenta de lo que era. Una franja de afiladas estacas, clavadas en el suelo en ángulos diferentes, se hallaba a la espera de empalar a cualquier atacante que consiguiera llegar hasta allí. Sin duda el foso entre el segundo y tercer terraplén contenía más de aquellas siniestras puntas.