– ¡Vamos! -susurró Prasutago. Agachándose todo lo posible, cruzaron el camino de patrulla y bajaron por el terraplén, medio corriendo y medio deslizándose, con mucho cuidado de frenar su descenso cuando se aproximaron a las afiladas puntas que había en el fondo.
Las estacas estaban hábilmente colocadas, de modo que si uno conseguía sortear una de ellas se encontraría inmediatamente frente al extremo afilado de otra. Cualquier intento de cruzar en grupo a toda prisa acabaría en un baño de sangre, y Cato rezó para que Vespasiano tuviera la sensatez de no intentar un asalto directo. Si sobrevivía a aquella noche era vital que advirtiera al legado de los peligros a los que se iban a enfrentar sus legionarios.
Con el único impedimento de las capas que llevaban, Prasutago y Cato fueron avanzando con mucho cuidado entre las estacas y, sin hacer ruido, emprendieron el ascenso por el segundo terraplén. Era ligeramente más corto que el anterior y Cato llegó a la cima con las extremidades doloridas. Desde allí podían ver la empalizada en lo alto del tercer y último terraplén. Era difícil estar seguro en la oscuridad, pero Cato calculó que la pared de madera tenía como mínimo tres metros de altura; más que suficiente para frenar el avance de cualquier enemigo lo bastante insensato como para intentar un ataque directo. Una rápida mirada a ambos lados del camino no reveló la presencia de ningún enemigo, así que se deslizaron hacia el otro extremo y descendieron por el otro lado del terraplén, donde les esperaban más estacas al fondo. En cuanto las hubieron superado, Prasutago ya no inició el ascenso por la última pendiente, sino que fue avanzando a lo largo de su base durante un rato al tiempo que miraba continuamente hacia la empalizada.
Olieron el desagüe antes de verlo; un hediondo tufo a excrementos humanos y a residuos de comida en descomposición. Bajo sus pies, el suelo se volvió resbaladizo y se oía un ruido de succión a medida que seguían avanzando con sigilo. Alrededor de las estacas se habían formado unos negros charcos de inmundicia. Pronto los charcos dieron paso a una fétida ciénaga de desperdicios que inundaba la zanja y brillaba bajo la luz de la luna. Allí se alzaba un inmenso montón de basura y aguas residuales, como un enorme cono cuya base llenaba y desbordaba la zanja y cuyo vértice se fundía con un estrecho barranco que llegaba hasta la empalizada que se alzaba por encima de ellos.
Prasutago agarró al optio por el brazo y señaló el barranco. Cato asintió con un movimiento de la cabeza y ambos iniciaron el ascenso hacia la última línea de las defensas del poblado fortificado. Cuanto más alto trepaban, más intenso era el hedor. La atmósfera estaba tan cargada de él que Cato se atragantó al notar que la bilis le subía a la garganta. Trató desesperadamente de combatir sus ganas de vomitar, no fuera caso de que el ruido llamara la atención de alguien. Al final llegaron a la empalizada y descansaron junto al maloliente ribazo. Por encima del borde del barranco se había construido una pequeña estructura de madera que sobresalía a cierta distancia de la pared. En su base había una pequeña abertura cuadrada por la que se arrojaban las basuras y aguas residuales. No había señales de vida en lo alto de la empalizada, sólo se oía el distante barullo de los Durotriges que se estaban emborrachando. Prasutago volvió a bajar con cuidado al barranco, procurando afirmar los pies en el suelo resbaladizo. Se colocó justo debajo de la abertura, se agarró a la base de la empalizada que tenía frente a él y le hizo señas a Cato.
A Cato se le imaginó que en aquel momento se le ocurriera a algún Durotrige arrojar la basura encima del orgulloso Iceni y no pudo reprimir un bufido de risa. Prasutago lo miró furioso y señaló la abertura con la mano.
– Perdona -susurró Cato al tiempo que se abría paso hacia él-. Son los nervios.
– Quita capa -le ordenó Prasutago. Cato desabrochó el cierre y dejó caer la capa de Boadicea. Completamente desnudo en medio del aire frío, empezó a tiritar violentamente.
– ¡Arriba! -dijo Prasutago entre dientes-. Encima de mí. Cato puso las manos en los hombros del guerrero y se levantó hasta apoyar las rodillas a ambos lados de la cabeza de Prasutago. Luego se agarró con una mano al borde de la abertura. Debajo de él, Prasutago resoplaba a causa del esfuerzo que debía hacer para mantenerse erguido y por un instante se balanceó de forma alarmante. Cato alzó los brazos y se asió al armazón de madera. Lentamente fue subiendo hasta que consiguió sacar un codo por encima del borde, luego levantó rápidamente un pie. El resto fue fácil y se quedó jadeando sobre las tablas de madera, mirando fijamente hacia el corazón de la fortaleza que se extendía ante sus ojos.
Allí cerca había una amplia extensión de rediles levantados a toda prisa, llenos de ovejas y cerdos que hozaban tranquilamente en torno a la bazofia que les habían dejado amontonada en el interior de cada uno de los corrales. Un puñado de campesinos estaba atareado con la horca y metían forraje de invierno en un recinto en el que había caballos. A lo lejos, a la derecha, se alzaba todo un surtido de casas redondas con techos de paja y juncos, agrupadas en torno a una choza enorme, que estaba iluminada de manera inquietante por una inmensa hoguera que ardía en el amplio espacio abierto de enfrente. Había una gran multitud sentada en diversos grupos cerca del fuego, bebiendo y animando a un par de guerreros gigantescos que luchaban frente a las llamas y que proyectaban unas sombras alargadas que bailaban en el suelo. Mientras Cato observaba, uno de ellos fue derribado y un rugido surgió de los espectadores.
A la izquierda había un recinto aparte. A lo largo de la planicie se extendía una empalizada interior que tenía una única puerta. A cada lado de la puerta había un brasero, y de ellos emanaban unos refulgentes focos de luz. Cuatro Druidas, armados con largas lanzas de guerra, se calentaban en los braseros. A diferencia de sus aliados Durotriges, no estaban bebiendo y parecían mantenerse alerta.
Cato volvió a meter la cabeza por la abertura. -Volveré pronto. ¡Espérame aquí!
– Adiós, Romano.
– Volveré -susurró Cato con enojo.
– Adiós, Romano. Cato se puso en pie con cautela y descendió por la corta rampa que bajaba de la empalizada a los rediles de los animales. Unas cuantas ovejas levantaron la vista cuando pasó y lo observaron con el habitual recelo de una especie cuya relación con el hombre era totalmente parcial desde el punto de vista comestible. Cato vio una horca en el suelo junto a uno de los rediles y se inclinó para cogerla. El corazón le latía con fuerza y todo su ser le decía que se diera la vuelta y echara a correr.
Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para seguir adelante, abriéndose camino lentamente hacia el recinto vigilado por los Druidas al tiempo que se mantenía lo más alejado posible de los campesinos. Si alguien trataba de entablar conversación con él, estaba perdido. Cato se detuvo en cada uno de los corrales, como si comprobara el estado de las bestias, y de vez en cuando les echaba un poco de comida fresca. Si acaso los animales se desconcertaron momentáneamente por las raciones extra, pronto se recuperaron de la impresión y se pusieron a comer.
La puerta del recinto de los Druidas estaba abierta y a través de ella Cato pudo distinguir unas cuantas chozas más pequeñas y más Druidas agachados en torno a pequeñas fogatas, todos ellos envueltos en sus capas negras. Pero la entrada era pequeña y, por tanto, le limitaba la visión. Cato se fue acercando a la puerta todo lo que se atrevió, siguiendo la línea de corrales hasta que estuvo a unos cincuenta pasos del recinto. De vez en cuando se arriesgaba a echar un vistazo a la entrada, procurando que no se notara que miraba. Al principio los guardias hicieron caso omiso de él, pero luego uno de ellos debió de decidir que Cato se estaba entreteniendo demasiado. El guardia levantó la lanza y empezó a andar despacio hacia él.
Cato se volvió hacia el redil más próximo, como si no hubiera visto al hombre, y se apoyó en la horca. El corazón le latía desbocado y sintió un temblor en los brazos que nada tenía que ver con el frío. Tenía que escapar, pensó, y casi pudo notar como el helado venablo de acero del extremo de la lanza del druida hendía la noche para alcanzarlo en la espalda mientras huía. Aquella idea lo llenó de terror. Pero, ¿y si el hombre le hablaba? Seguramente el final sería el mismo.