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– Está bien. Pero-ten cuidado de no romper el tronco.

– ¿Eh? -Prasutago miró hacia arriba con un atónito ceño fruncido.

Cato señaló la fina anchura del tronco.

– Ten cuidado. Prasutago, en broma, sacudió el tronco para ponerlo a prueba, con lo que estuvo a punto de hacer caer a Cato, y luego asintió con la cabeza.

Cato apretó los dientes con irritación. Miró hacia el este, más allá de los exploradores, forzando la vista para ver si divisaba los primeros indicios de la llegada del cuerpo principal de la segunda legión.

Pasó casi una hora antes de que la vanguardia apareciera por entre la lejana neblina de las ondulantes colinas y bosques. Un débil destello ondeante señaló la presencia de las primeras cohortes cuando el sol cayó sobre los bruñidos cascos y armas. Lentamente, la cabecera de la distante legión se concretó en una larga columna, como una serpiente de múltiples escamas que se deslizara lánguidamente por el paisaje. Los oficiales de Estado Mayor a caballo subían y bajaban a medio galope a lo largo de los dos lados de la columna, para cerciorarse de que nada retrasara el disciplinado y regular ritmo del avance. En cada uno de los flancos, a cierta distancia de la legión, más exploradores prevenían cualquier ataque sorpresa por parte del enemigo. Más atrás avanzaba lenta y pesadamente la oscura concentración de los trenes de bagaje y maquinaria de guerra y, tras ellos, finalmente, la cohorte de retaguardia. Cato se sorprendió ante la gran cantidad de máquinas de asedio. Eran muchas más que la dotación que habitualmente acompañaba a una legión. De alguna forma el legado se las debía de haber arreglado para conseguir refuerzos. Eso estaba bien, pensó Cato, al tiempo que dirigía la mirada hacia el poblado fortificado. Iban a hacer muchísima falta.

– Es hora de que hablemos con Vespasiano -dijo Cato entre dientes, y acto seguido le dio unos golpecitos en la cabeza a Prasutago con la bota-. ¡Abajo, chico!

Bajaron a toda prisa de la cima de la colina para ir en busca de Boadicea y Cato le contó las noticias. Luego, salieron con cautela del bosque y se dirigieron al este, hacia la legión que se aproximaba. Pasaron junto a un puñado de pequeñas casuchas en las que, en épocas más pacíficas, los granjeros y campesinos se ganaban la vida a duras penas trabajando la tierra y criando ovejas y cerdos, tal vez incluso reses. Entonces estaban vacías, todos los granjeros, sus familias y sus animales se habían refugiado en el interior de la Gran Fortaleza para protegerse de los horrendos invasores que marchaban bajo las alas de sus águilas doradas.

Cato y sus compañeros pasaron por el lugar donde habían asaltado el carro de los Druidas pocos días antes y vieron que aún había sangre, seca y oscura, incrustada en las rodadas de la carreta. Una vez más Cato pensó en Macro y se inquietó ante la posibilidad que tendría de descubrir la suerte que había corrido el centurión cuando se reencontrara con la legión. Parecía imposible que Macro pudiera morir. El entramado de cicatrices que el centurión tenía en la piel y su ilimitada confianza en su propia indestructibilidad daban testimonio de una vida que, aunque llena de peligros, gozaba de una peculiar buena fortuna. No era difícil imaginarse a un Macro anciano y encorvado, en alguna colonia de veteranos dentro de muchos años, contando sin parar las historias de sus días en el ejército, aunque no demasiado viejo para emborracharse y disfrutar de una pelea de carcamales. Era casi imposible imaginárselo frío y sin vida. Sin embargo, la herida que tenía en la cabeza, con toda su terrible gravedad, hacía presagiar lo peor. Cato lo iba a averiguar muy pronto, y eso lo aterraba.

Los exploradores aparecieron al cruzar el puente de caballete. Un decurión con aspecto de gallito, que lucía un flamante penacho y unas botas de cuero blando que le llegaban a la rodilla, descendió por la cuesta a medio galope y se dirigió hacia ellos flanqueado por la mitad de su escuadrón. El decurión desenvainó su espada y bramó la orden de atacar.

Cato se puso delante de Boadicea y agitó los brazos. A su lado, Prasutago pareció perplejo y se dio la vuelta para ver contra quién podía estar cargando la caballería. Muy cerca del puente el centurión frenó su caballo y levantó la espada para que sus hombres, claramente desilusionados al ver que los tres vagabundos harapientos no iban a oponer resistencia, aflojaran el paso.

– ¡Soy Romano! -gritó Cato-. ¡Romano! El caballo del decurión se detuvo a unos centímetros del rostro de Cato y el aliento del animal le revolvió el pelo.

– ¿Romano? -El decurión frunció el ceño al tiempo que examinaba a Cato-. ¡No me lo creo!

Cato bajó la mirada y vio los arremolinados dibujos de Prasutago a través de la abertura frontal de su capa, luego se llevó la mano a la cara y se dio cuenta de que también debía de conservar todavía los restos del disfraz de la noche anterior.

– Ah, entiendo. No haga caso de todo esto, señor. Soy el optio de la sexta centuria, cuarta cohorte. En una misión para el legado. Necesito hablar con él enseguida.

– ¿Ah, sí? -El decurión aún distaba mucho de estar convencido pero era demasiado joven como para cargar con la responsabilidad de tomar una decisión respecto a aquel infeliz de aspecto miserable y sus dos compañeros-. Y supongo que estos dos también serán Romanos, ¿no?

– No, son exploradores Iceni, trabajan conmigo.

– ¡Hum!

– Necesito hablar urgentemente con el legado -le insistió Cato.

– Eso ya lo veremos cuando lleguemos a la legión. De momento montaréis con mis hombres.

Tres exploradores bastante descontentos se destacaron para la tarea y de mala gana ayudaron a Cato y a los demás a subir tras ellos en los caballos. El optio alargó los brazos para rodear con ellos a su jinete y el hombre soltó un gruñido.

– Pon las manos en el arzón de la silla si sabes lo que te conviene.

Cato obedeció y el decurión hizo girar a la pequeña columna y los volvió a conducir al trote cuesta arriba. Al llegar a la cima de la colina, Cato sonrió al ver lo mucho que había avanzado ya la legión a pesar de haber llegado allí tan solo una hora antes. Por delante de ellos, a una milla de distancia por lo menos, vio la línea habitual formada por los soldados de avanzada. Tras ellos, el cuerpo principal de la legión trabajaba sin descanso para construir un campamento de marcha y ya estaban apilando la tierra del foso exterior dentro del perímetro, donde se apisonaba para levantar un terraplén de defensa. Más allá del campamento los vehículos seguían avanzando lentamente para ocupar sus posiciones. Pero no había agrimensores marcando el terreno en torno a la plaza fuerte. -¿No hay circunvalación? -preguntó Cato-. ¿Por qué?

– Pregúntaselo a tu amigo el legado cuando hables con él -respondió el explorador con un gruñido.

Durante el resto del corto trayecto Cato permaneció en silencio y mantuvo también, aunque con más dificultad, el equilibrio. El decurión detuvo a la patrulla de exploradores dentro de la zona señalada para una de las cuatro puertas principales de la legión. El centurión de guardia se levantó de su escritorio de campaña y se acercó a ellos a grandes zancadas. Cato lo conocía de vista, pero no sabía cómo se llamaba.

– ¿Qué demonios traes ahí, Manlio? -Los encontré dirigiéndose al poblado fortificado, señor. Este joven dice ser Romano.

– ¿Ah, sí? -El centurión de guardia sonrió.

– Al menos habla un buen latín, señor.

– Entonces será un esclavo valioso-. El centurión le dirigió una sonrisa burlona a Cato-. Me temo que se te ha terminado eso de la tintura azul, majo.

Los soldados de la patrulla de caballería rezongaron. Cato saludó.