– Entonces, ¿ella le gusta?
– Tú lo has dicho. Le gusta demasiado.
– Nessa estiró el cuello para mirar a su amiga que, al otro lado de la estancia, estaba inclinada sobre la mesa y acunaba la mejilla de Macro en la palma de la mano. Se volvió de nuevo hacia Cato y le susurró en tono confidencial, como si Boadicea pudiera oírla de algún modo-: Entre nosotros, he oído que Prasutago está completamente enamorado de ella. Va a escoltarnos hasta nuestro pueblo en cuanto llegue la primavera. No me sorprendería que aprovechara la ocasión para pedirle permiso al padre de Boadicea para casarse con ella.
– ¿Y ella qué siente por él?
– Bueno, aceptará, por supuesto.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– No ocurre todos los días que a una chica le pida en matrimonio el próximo gobernador de los Iceni.
Cato asintió con un lento movimiento de cabeza. Boadicea no era la primera mujer que había conocido que anteponía el ascenso social a la propia satisfacción emocional. Cato decidió que no le diría nada de todo eso a su centurión. Si Boadicea iba a plantar a Macro para casarse con otro, se lo podía contar ella misma.
– Es una pena. Ella se merece algo mejor. -Por supuesto que sí. Por eso tiene un lío con tu centurión. No me extraña que quiera divertirse todo lo posible, mientras pueda. Dudo que Prasutago le dé demasiada libertad cuando estén casados.
A sus espaldas sonó un repentino estrépito. Cato y Nessa se dieron la vuelta y vieron que la puerta de la taberna se había abierto de una patada. En ella apareció uno de los hombres más corpulentos que Cato había visto nunca. Cuando el hombre se enderezó, con bastante torpeza, su cabeza topó con el techo de paja. Con una furiosa maldición en su lengua materna, agachó la testa y avanzó hasta un punto donde pudiera ponerse derecho y desde allí miró detenidamente a los clientes. Medía más de metro ochenta y su anchura iba en concordancia a su altura. Los prominentes músculos bajo la vellosa piel de sus antebrazos hicieron que Cato tragara saliva cuando, con una angustiosa sensación de indefectibilidad, supuso quién era el recién llegado.
CAPÍTULO III
– ¡Vaya por Dios! -Nessa se estremeció-. ¡Ahora sí que estamos arreglados!
Mientras Prasutago fulminaba con la mirada a los clientes, éstos guardaron silencio e intentaron evitar que sus ojos se encontraran a la vez que procuraban no perderlo de vista. Cato miró más allá del gigante Iceni. En el rincón junto a la puerta, Boadicea y Macro se encontraban fuera de la línea de visión del recién llegado, y rápidamente ella le aconsejó a Macro que se metiera debajo del banco. Él dijo que no con la cabeza. Ella señaló hacia abajo con el dedo insistentemente, pero el centurión no iba a dejarse convencer. Pasó la pierna por encima del banco, dispuesto a enfrentarse al hombre que acababa de llegar. Boadicea apuró su taza a toda prisa, se metió ella debajo del banco y se apretó contra la pared lo más lejos posible de Prasutago. Al hacerlo le dio un golpe a la mesa y la taza se cayó por el borde y se rompió en pedazos contra el suelo de piedra.
Prasutago sacó rápidamente una daga de debajo de su capa y se dio la vuelta, listo para abalanzarse sobre cualquier enemigo que se acercara sigilosamente por detrás. Ponderó el físico bajo y fornido de Macro cuando el centurión se puso en pie y luego el guerrero Iceni soltó una sonora carcajada.
– ¿De qué te ríes? -gruñó Macro.
Nessa apretó el brazo a Cato y profirió un grito ahogado. -¡Tu amigo es idiota! -No -susurró Cato-. Es tu pariente quien está en peligro. Está como una cuba y ha cabreado a Macro. Será mejor que tenga cuidado.
Prasutago le dio unas fuertes palmadas en el hombro al centurión y dijo algo conciliador en su idioma. El cuchillo volvió a desaparecer bajo su capa.
– ¡No me toques! -bramó Macro-. Puede que seas un bastardo enorme, pero yo he tumbado a hombres más duros que tú.
El guerrero no le hizo caso y se volvió hacia los demás clientes para reanudar la búsqueda de sus díscolas parientas. Nessa se había puesto en pie para ver mejor el enfrentamiento y fue demasiado lenta cuando se agachó de nuevo para que no la viera.
– ¡Ahhh! -rugió el gigante, que empezó a abrirse camino apartando bruscamente de un empujón a cualquiera que encontrara a su paso-. ¡Nessa!
Antes de que pudiera plantearse la sensatez de su acción, Cato se situó entre ellos dos con la mano levantada para impedir que el guerrero se acercara.
– ¡Déjala en paz! -Le tembló la voz al darse cuenta de la estupidez de su acto.
Prasutago lo echó a un lado de un manotazo, agarró a Nessa por los hombros y, fiel a la descripción que ella había hecho del individuo, empezó a gritarle. Cato se levantó del suelo y se abalanzó sobre el Britano. Prasutago apenas se movió. Un instante después, una mano fuerte se estampó contra un lado de la cabeza de Cato y el mundo del optio se inundó de blancos destellos antes de que cayera como una piedra, inconsciente.
junto a la puerta, Macro se soliviantó. -¡Eso ha estado muy fuera de lugar, majo! -Se abrió paso a empujones entre la multitud y fue hacia la chimenea. A sus espaldas, Boadicea salió como pudo de debajo del banco.
– ¡Macro! ¡Detente! Te matará. -Dejemos que el cabrón lo intente. -¡Detente! ¡Te lo ruego! -Corrió tras él y trató de agarrarlo de los hombros.
– ¡Suéltame, mujer! -¡Macro, por favor! Prasutago se dio cuenta del alboroto que había tras él e hizo una pausa en su dura recriminación a Nessa para echar un vistazo por encima del hombro. Inmediatamente empujó a Nessa a un lado y giró su enorme cuerpo al tiempo que a voz en cuello profería un torrente de palabras en el que se mezclaban la cólera y el alivio. Macro se detuvo a una corta distancia del gigante y miró en torno buscando algo que pudiera utilizar como arma para equilibrar las cosas. Agarró una muleta que había tirada en el suelo junto al inconsciente miembro de una tribu y la sujetó como si fuera un cuadrante de agrimensor. Pero antes de que pudiera hacer ademán de acercarse a Prasutago, un estrepitoso golpe en la parte de atrás de la cabeza lo dejó fuera de combate: Boadicea lo había derribado con una jarra de barro. Aturdido y marcado, Macro trató de ponerse de rodillas.
– ¡No te levantes! -dijo Boadicea entre dientes-. Quédate ahí y no te muevas si sabes lo que te conviene.
Ella avanzó hacia su primo, con los ojos brillantes y la boca apretada por la indignación. Prasutago continuó gritando y agitando sus enormes brazos. Boadicea se puso frente a él y le cruzó la cara de un bofetón, una y otra vez, hasta que dejó de hablar y los brazos le colgaron sin fuerza.
– ¡Na, Boadicea! -protestó-. Na! Ella volvió a golpearlo una vez más y con un dedo apuntó a su rostro, desafiándolo a que dijera una palabra más. Él tenía la mirada encendida y los dientes apretados, pero no pronunció un solo sonido. Los demás clientes esperaban en fascinado silencio el desarrollo de aquel enfrentamiento entre el guerrero descomunal y la altanera mujer que tan descaradamente lo había desafiado. Finalmente Boadicea bajó el dedo. Prasutago asintió con la cabeza y le habló en voz baja, con un imperceptible gesto hacia la puerta. Boadicea llamó a Nessa y luego se dirigió la primera hacia la calle. Prasutago se detuvo un momento y recorrió a la clientela con una mirada fulminante a ver si alguien se atrevía a reírse de él. Luego le propinó una patada en el costado al aporreado optio y abandonó precipitadamente la taberna, apresurándose a ir tras las mujeres que tenía a su cargo antes de que pudieran salir corriendo otra vez.
Todas y cada una de las personas que bebían en el establecimiento se quedaron mirando la puerta abierta por si volvía el guerrero. Mientras se reanudaba la conversación con un murmullo, el viejo galo le hizo una señal con la cabeza a su matón a sueldo y el hombre se dirigió tranquilamente hacia la puerta y la cerró. Luego, con actitud despreocupada, se acercó a Macro.