– Se presenta el optio Quinto Licinio Cato, señor. De regreso de una misión para el legado.
El centurión miró a Cato con más detenimiento y luego chasqueó los dedos cuando lo identificó.
– Tú sirves a las órdenes de ese chiflado, Macro, ¿no es así?
– Macro es mi centurión, sí, señor.
– Pobre desgraciado. Cato sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, pero antes de que pudiera preguntar por Macro el centurión de guardia ordenó al decurión que se presentara directamente en el cuartel general y despidió a la patrulla con un gesto de la mano.
Trotaron por la ancha avenida entre las hileras de indicadores que los legionarios habían dispuesto para montar sus tiendas de piel de cabra en cuanto se terminaran el foso y el terraplén del campamento. La tienda del cuartel general del legado ya estaba en pie en el centro del emplazamiento y varios caballos pertenecientes a los oficiales del Estado Mayor estaban amarrados a una improvisada baranda. El decurión dio el alto a su patrulla, desmontó y le indicó por señas a Cato y los demás que hicieran lo mismo.
– Esta gente quiere ver al legado -le anunció al comandante de la guardia personal de Vespasiano-. El centurión de guardia dijo que pasaran directamente por aquí.
– Esperad.
Momentos después, el secretario personal de Vespasiano hizo entrar a los agotados Cato, Boadicea y Prasutago. Al principio Cato parpadeó. Tras las penurias de los últimos días, no era fácil adaptarse al lujo del alojamiento del que disponía el comandante de la segunda legión. Se habían colocado unas planchas de madera en el suelo y, sobre ellas, en medio de la tienda, se hallaba la gran mesa de campaña de Vespasiano, rodeada por unos taburetes acolchados. En todas las esquinas brillaba un pequeño brasero que proporcionaba un agradable calor al interior de la tienda. Sobre una mesa baja situada a un lado había una bandeja de carnes frías y una jarra de cristal medio llena de vino. Detrás de su escritorio, Vespasiano terminó de firmar un formulario que entregó a un administrativo, al que ordenó retirarse rápidamente. Luego levantó la vista, saludó con una sonrisa y con un gesto de la mano señaló los taburetes dispuestos al otro lado de la mesa.
– Yo que tú arreglaría mi aspecto lo antes posible, optio. No querrás que algún estúpido recluta te confunda con un habitante del lugar y te clave la lanza.
– No, señor.
– Supongo que te irá bien una buena comida y alguna otra comodidad hogareña.
– Sí, señor. -Cato señaló a Prasutago y a Boadicea-. Nos irá bien a todos.
– En cuanto me rindas el informe de tu misión -replicó Vespasiano de manera cortante-. Boadicea me proporcionó algunos detalles hace unos días. Supongo que ella te ha relatado los acontecimientos sucedidos en el más ancho mundo. ¿Alguna novedad por tu parte?
– Los Druidas aún tienen a la mujer y al hijo del general en el poblado fortificado, señor. Anoche los vi.
– ¿Anoche? ¿Cómo?
– Entré ahí dentro. Por eso voy de esta guisa, señor.
– ¿Entraste dentro? ¿Estás loco, optio? ¿Sabes lo que hubiera ocurrido si te llegan a descubrir?
– Tengo una idea bastante aproximada de ello, señor. -Cato arrugó la frente al recordar la suerte que había corrido Diomedes-. Pero le prometí a mi señora Pomponia que la rescataría. Le di mi palabra, señor.
– Pues ahí te precipitaste un poco, ¿no crees?
– Sí, señor.
– No importa. Tengo intención de tomar el fuerte al asalto lo antes posible. De ese modo los rescataremos.
– Perdone, legado -interrumpió Boadicea-. Prasutago conoce a los Druidas. Me dice que no los dejarán con vida. Si ven que la legión está a punto de tomar el lugar, no tendrán ningún motivo para hacerlo.
– Es posible, pero morirán de todos modos si Plautio confirma su orden de ejecutar a nuestros prisioneros Druidas. Al menos podríamos tratar de salvarlos en medio de la confusión de un ataque.
– ¿Señor?
– ¿Sí, optio?
– Yo he visto la distribución del interior del poblado fortificado. ¿Va a realizar el asalto por la puerta principal?
– Por supuesto. -Vespasiano sonrió-. Supongo que cuento con tu aprobación.
– Señor, el complejo de los Druidas se encuentra en el otro extremo del fuerte. Descubrirían nuestras intenciones con el tiempo suficiente para regresar al recinto y matar a los rehenes. En cuanto tomemos la puerta principal estarán muertos.
– Entiendo. -Vespasiano se quedó pensando un momento-. Entonces no me queda otra elección. Tengo que esperar la respuesta de Plautio. Si ha revocado la orden de ejecución, tal vez aún podríamos negociar algún tipo de acuerdo con los Druidas.
– Yo no pondría mis esperanzas en ello -dijo Boadicea. Vespasiano la miró con el ceño fruncido y luego se volvió hacia Cato.
– Pues no pintan muy bien las cosas, ¿no?
– No, señor.
– ¿Qué puedes decirme de las condiciones dentro de la fortaleza? ¿A cuántos hombres nos enfrentamos? ¿Cómo están armados?
Cato había previsto el interrogatorio y tenía las respuestas preparadas.
– No hay más de ochocientos guerreros. El doble de no combatientes y unos ochenta Druidas, quizá. Estaban trabajando en algo que parecía ser armazones de catapulta, de modo que podría ser que tuviéramos que hacer frente a una lluvia de proyectiles bastante intensa cuando entremos, señor.
– Estaremos a su altura y más -dijo Vespasiano con satisfacción-. El general me transfirió la maquinaria de la vigésima legión. Podremos lanzar sobre sus cabezas una descarga suficiente para contenerlos mientras las cohortes de asalto se acercan a la puerta.
– Eso espero, señor -replicó Cato-. La puerta es la única opción. Las zanjas están plagadas de estacas.
– Ya me lo imaginaba. -Vespasiano se puso en pie-. No hay nada más que decir. Ordenaré que os preparen un baño y un poco de comida caliente. Es lo menos que puedo ofreceros como recompensa por el trabajo que habéis realizado.
– Gracias, señor.
– Y mi más profundo agradecimiento a ti y a tu primo. -El legado se inclinó ante Boadicea-. Los Iceni veréis que Roma no dejará de recompensar vuestra ayuda en este asunto.
– ¿Para qué están si no los aliados? -Boadicea sonrió cansinamente-. Yo esperaría que Roma hiciera lo mismo por mí si alguna vez tengo hijos y se encuentran en peligro.
– Sí, claro -asintió Vespasiano-. Por supuesto.
Los acompañó hasta la salida de la tienda y les apartó la lona de la entrada gentilmente. Cato se detuvo al salir, con una expresión preocupada en el rostro.
– Señor, una última cosa, si puede ser.
– Claro, tu centurión. Cato movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Ha… ha sobrevivido?
– Lo último que oí es que estaba vivo. -¿Está aquí, señor? -No. Mandé a nuestro enfermo de vuelta a Calleva en un convoy hace dos días. Hemos montado un hospital allí. Tu centurión recibirá los mejores cuidados posibles.
– Ah. -La renovada incertidumbre acongojó a Cato-. Supongo que es lo mejor.
– Lo es. Tendrás que perdonarme. -Vespasiano estaba a punto de darse la vuelta y volver a su escritorio cuando se apercibió de unas voces subidas de tono que provenían del exterior de su tienda de mando.
– ¿Qué demonios pasa ahí fuera? Apartó a Cato, atravesó los anchos faldones de la entrada a grandes zancadas y se fue chapoteando por el barro del exterior. Cato y los demás se apresuraron a salir tras él. No hacía falta preguntar cuál era el motivo del alboroto, todos los soldados de la segunda legión podían verlo. En la planicie de la Gran Fortaleza, algún tipo de estructura se estaba levantando lentamente por encima de la empalizada. Al oeste, el sol estaba bajo sobre el horizonte y perfilaba la enorme mole del poblado fortificado, así como aquel extraño artilugio, con un ardiente resplandor anaranjado. Se iba alzando poco a poco, maniobrado por unas manos invisibles que tiraban de una serie de cuerdas. Mientras observaba, la terrible comprensión de lo que estaba presenciando cayó sobre Cato como un golpe y se le helaron las entrañas.