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Menos de una hora después las defensas en torno a la puerta principal se habían convertido en una completa ruina, y las estacas que formaban la empalizada eran un montón de astillas con manchas carmesíes. Vespasiano le hizo una señal a su tribuno superior.

– Manda a la cohorte, Plinio. El tribuno se volvió hacia el trompeta y le ordenó que diera el toque de avance. El hombre se llevó la boquilla a los labios e hizo sonar una aguda serie de notas a un volumen creciente. Cuando el primer toque resonó en los terraplenes los centuriones de la primera cohorte dieron la orden de avanzar y los soldados empezaron a marchar hacia las rampas de acercamiento formados en dos anchas columnas. El sol aún estaba bajo en el cielo y las partes traseras de los cascos de los soldados mandaban miles de reflejos a los ojos de sus compañeros que observaban el combate desde el campamento fortificado de la legión. Una considerable reserva de hombres estaba preparada para reforzar a la primera cohorte en caso de que ésta fuera muy castigada por los Durotriges. Durante la noche la mayor parte de los soldados habían sido enviados alrededor del fuerte con la orden de que se mantuvieran a distancia, listos para interceptar cualquier intento por parte del enemigo de huir por el otro extremo de la fortaleza si la puerta era derribada. No se había dejado nada al azar.

La primera cohorte, acompañada por su destacamento de ingenieros, ascendió por la primera rampa de acercamiento e inmediatamente tuvieron que girar en paralelo al poblado fortificado y seguir subiendo en diagonal hacia la primera curva pronunciada. Los más valientes de entre los defensores ya asomaban la cabeza a lo largo de las ruinas de su empalizada y lanzaban flechas o proyectiles de honda contra las concentradas tropas de legionarios con cota de malla y las bajas Romanas empezaron a romper filas. Algunos de ellos murieron en el acto y yacieron inmóviles, tendidos en el sendero que subía el terraplén.

Por encima de las cabezas de la primera cohorte, la descarga de flechas continuaba barriendo las defensas, pero pronto las descargas de las ballestas podrían alcanzar a los propios Romanos. Vespasiano postergó la orden de detener los disparos, dispuesto a correr el riesgo de que una saeta se quedara corta antes que permitir que el enemigo irrumpiera por encima de los restos de sus defensas y descargara una lluvia de proyectiles mucho más dañina sobre los legionarios.

La cohorte llegó a la primera curva y torció la esquina, doblándose sobre sí misma al tiempo que se dirigía hacia la puerta principal. En aquellos momentos las flechas ya pasaban zumbando a menos de quince metros por encima de sus cabezas y los oficiales del Estado Mayor en torno a Vespasiano se estaban poniendo nerviosos.

– Sólo un poco más -dijo el legado entre dientes. Se oyó un ruido de astillas proveniente de la plataforma de ballestas y Vespasiano se dio la vuelta rápidamente. El brazo de una de las ballestas se había partido debido a la presión. Los oficiales del Estado Mayor dejaron escapar un fuerte coro de gruñidos. En el segundo terraplén, el proyectil de la máquina rota se había quedado corto y atravesó a una fila de legionarios, que fueron arrojados a un lado del camino en un desordenado montón. Las filas de legionarios que iban detrás flaquearon un momento hasta que un enojado centurión arremetió contra ellos con su vara de vid y el avance continuó.

– ¡Dejen de disparar! -les gritó Vespasiano a los soldados que servían las ballestas-. ¡DEJEN DE DISPARAR!

Las últimas flechas pasaron por encima de las cabezas de la primera cohorte, afortunadamente, y luego se hizo un extraño e inquietante silencio antes de que los defensores se dieran cuenta de que ya no había peligro. Rugiendo su grito de batalla salieron corriendo al descubierto y cruzaron en tropel los restos de sus defensas, por encima y alrededor de la puerta principal. Inmediatamente, una lluvia de flechas, piedras y rocas acribilló a los soldados de la primera cohorte. Su comandante, el centurión más antiguo y experimentado de la legión, dio la orden de formar en testudo y en un momento una pared de escudos rodeó a la cohorte y la cubrió por arriba. Acto seguido el ritmo del avance se hizo más lento, pero entonces los hombres estaban protegidos de los misiles que llovían sobre ellos y que golpeteaban sin causar daño sobre las anchas curvas de sus escudos. El repiqueteo de los impactos era perfectamente audible desde el lugar donde se encontraban Vespasiano y su Estado Mayor.

La primera cohorte dobló el recodo de la última curva y empezó a avanzar entre un bastión y la puerta principal. Aquél era el momento más peligroso del asalto. Los soldados se hallaban bajo los disparos provenientes de dos lados y no podían empezar a utilizar el ariete contra la puerta hasta que no se hubiera tomado el bastión. El centurión superior conocía bien su trabajo y en tonos calmados y comedidos dio la orden para que la primera centuria de la cohorte se separara del testudo. Los soldados se dieron la vuelta bruscamente y subieron por la empinada cuesta hacia el bastión. Los Durotriges que habían sobrevivido al aluvión de proyectiles se lanzaron contra sus atacantes, sacando el mayor provecho posible de la ventaja que les proporcionaba la altura. Varios legionarios esgrimieron sus armas, cayendo y deslizándose cuesta abajo. Pero los enemigos eran demasiado pocos para resistir mucho tiempo el ataque Romano y las espadas de los legionarios, con sus despiadadas arremetidas, los hicieron trizas.

En cuanto se hubo desalojado el bastión, los soldados armados con arcos compuestos subieron a él rápidamente y empezaron a disparar a los defensores de la puerta principal, agachándose para colocar la siguiente flecha tras los escudos de la centuria que había tomado el bastión. Los Durotriges cambiaron la dirección de sus disparos y los lanzaron contra la nueva amenaza, lo que disminuyó la presión sobre el testudo situado al pie de la puerta. Entonces los ingenieros subieron con el ariete y, bajo la protección del testudo, iniciaron un lento y rítmico ataque contra las sólidas vigas de madera de la puerta principal.

Los sordos golpes del ariete llegaron a oídos de Vespasiano, que pensó entonces en Cato y su pequeño grupo al otro lado del poblado fortificado. Ellos también oirían el ariete y empezarían a actuar.

Bajo el barranco de desagüe al otro lado de la fortaleza, el montón de desperdicios y aguas residuales cobró vida de repente. De haber habido un centinela en la empalizada de más arriba, tal vez le hubiera costado creer lo que veían sus ojos cuando un pequeño grupo de lo que parecían guerreros celtas salieron de entre la hedionda pila de residuos y silenciosamente subieron por las vertientes del ribazo en dirección a la abertura de madera de la empalizada.

Mientras los ingenieros estaban atareados nivelando el terreno, un pequeño grupo de legionarios, los mejores hombres de la antigua sexta centuria de la cuarta cohorte, habían rodeado sigilosamente la fortaleza bajo las órdenes de su optio y del alto guerrero Iceni que les habían presentado aquella misma noche. Desnudos y pintarrajeados con los dibujos celtas hechos con tintura azul, iban equipados con espadas largas de caballería que a simple vista podrían pasar por armas nativas.

Prasutago los había guiado por los terraplenes y a través de las zanjas llenas de estacas hacia el maloliente montón de residuos. Allí, con silenciosas expresiones de asco, se habían ocultado entre los excrementos y líquidos de desecho y esperaron, inmóviles, a que amaneciera y el ariete atacara la puerta principal.