Fue a la nevera, tomó una loncha de jamón, se la comió empujándola con los dedos, y bebió un buen trago de una frasca de tinto que allí había más que mediada. Acabó. Satisfecho, eructó suavemente y a la misma luz que salía del frigorífico abierto, lio uncaldo con calma. Encendió, cerró con el pie la puerta del armariete frío, y reemprendió el recorrido de aquel pisanco. Al cabo del paseo volvió a entrar en el despacho reliquia de don Norberto, y encendió la lámpara de bronce con tulipas en forma de tarros de botica, y empezó a pasear otra vez la mirada por cada una de las cosas de aquella pieza recargada. Sobre el sillón de la mesa, retratado al óleo con una tiesez de leño, lo miraba don Norberto. Tenía la boca fruncida, con los labios muy sólidos y acorchados para mayor gravedad de notario. Sentado, apoyaba la mano derecha sobre una mesa que parecía la misma que estaba bajo su retrato. Éste, como tantas veces ocurre con esta clase de pinturas, no parecía de don Norberto, a quien Plinio conoció muy bien, sino de una mala estatua policromada del notario que fue de Tomelloso y luego de Madrid. Los malos pintores, en trance de hacer un retrato, parece que primeramente esculpen el modelo con no sé qué clase de barro coloreado, y luego lo copian en el lienzo. Los falsos pintores como los falsos escritores, no saben ver directamente lo que desean pintar o escribir. Y lo que hacen es recordar borrosamente lo que otros pintaron o escribieron, y adecuarlo a lo que ellos quieren pintar o escribir. «A su manera, pensaba Plinio que el verdadero artista es el que sabe comunicarse con las cosas y los tipos, y luego trasladar a los demás esa comunicación. Es decir, hacérselas ver como él las vio, porque sin él, los otros -lectores y espectadores- no las verían. Y el mal artista, ni se "comunica", ni sabe comunicar a los otros si no se refiere, torpemente, a otros comunicados y comunicadores anteriores.» Remirando aquel retrato horrendo y pensando en aquellos fáciles símiles, Plinio reparó en seguida en algo que sólo a una sensibilidad sabuesa como la suya podía sorprenderle: «Aquel cuadro había sido movido últimamente». Al filo de la parte derecha de la moldura de su marco, se apreciaba una línea clara en la pared, que se estrechaba hacia arriba. La pared, oscurecida por la luz, el polvo y el humo de la calefacción, blanqueaba al hilo del marco, dibujando aquella cuñita. Plinio, después de mirarlo un poco, levantó el retrato por su base. En efecto, debajo del cuadro se veía el muro en su color prístino, en el que fue pintado. La envarada figura de don Norberto se tragó el humo, el polvo y la luz destinados a aquel recuadro de pared que el retrato cubría. Digo que vio el recuadro claro… y casi en el centro del mismo, una caja de caudales empotrada… «Coño, qué pena, si estuviese aquí don Lotario, diría que mis palpitos han llegado al no va más de la preponderancia.» «A pesar de haber dormido siesta estoy en forma. Dios mío, dame suerte por la Gregoria y por mi hija.»
Pero Dios no le dio suerte, porque el cuadro no se dejaba descolgar. No tenía, como suele ocurrir, cáncamos enganchados en una o dos alcayatas. Parecía estar prendido en la pared, con una especie de pernio, gozne o no sabía qué ingeniosidad. No había forma de apearlo. Se le cansaban los brazos de sostenerlo en alto, el cigarro iba a quemarle el labio, y tuvo que volver el cuadro a su vertical para tomar aliento y dejar la colilla. Al cabo de un ratillo tornó a alzarlo con una mano, con la otra encendió el mechero y lo metió bajo la rampa que formaba el retrato sobre el muro, por ver si columbraba alguna apoyatura. Y en seguida apreció que en el recuadro claro había dos desconchones de pintura, hechos por algo que allí rozaba con frecuencia. Y ahora, mirando la trasera del bastidor a la altura de los desconchones, descubrió que, pegadas a los listones verticales del lienzo, había dos varetas metálicas muy finas, abatibles, que al apoyarse en el muro, sobre las rozaduras precisamente, permitían que el retrato quedase despegado por la parte baja, a una distancia suficiente para poder abrir la caja de caudales.
Astuto don Norberto o astutas coloradas. La caja, muy sencilla, no tenía combinación alguna. Sólo la bocallave tapada con un disco niquelado y un pomo muy chato para tirar de la puerta. Plinio se fijó bien en el tamaño de la bocallave y rápido fue al cajón de la coqueta a ver si entre el montón de llaves que allí había, encontraba alguna aparente. Tomó los llaveros, volvió al despacho, probó y volvió a probar en vano. No era ninguna. Y hacía las probaturas con mucho tiento, procurando no tocar el pomo ni el disco de la bocallave sin la ayuda de un pañuelo, porque a lo mejor había que recurrir al latazo de las huellas digitales. Repasó todas. Nada, que ninguna iba.
– Se jodio el pálpito- dijo sentándose en el sillón del notario con todas las llaves en la mano, sin volver el cuadro a su posición vertical.
Encendió otro celta, que no tenía el pulso paracaldos, se echó el sombrero hacia el cogote y se puso a lo de siempre, a pensar. «Una de tres, o el visitante se llevó la llave, está en otro sitio que él se sabía, o se la proporcionaron las puñeteras hermanas coloradas… a gusto o por la puritica fuerza. No te creas, que como sea el Novillo el que tiene secuestradas a las hermanas coloradas, allí en las cochineras del Ministerio, sería para mingitar y no echar gramo. Que está visto que un Ministerio bien administrao vale para todo… Porque el anticachondo del sobrino, el de los sellos, estaba en París cuando el rapto de las agüelillas… Leche, ¿y si no estaba? ¿Quién te dice a ti que no fue más allá de Torrelodones? Porque en la gilipollas de la portera, en la ráfita de la asistenta o en la mirafuera de la costurera, no me parece cuerdo echar sospecha… ¿Y en el cura? Hombre, todavía hay ciases. Claro que a lo mejor estamos aquí tocando el bombardino en serio, y existe por ahí un perillán que ni hemos olido… Pero ¿quién le iba a decir a ese perillán incógnito que yo me hospedo en el Hotel Central? ¿Y si estoy o dejo de estar a determinadas horas? Le digo a usted, señor notario -siguió echando un reojo al cuadro levantado como trampilla-, que el caso se pone cada vez más cicutrino. Qué digo cicutrino, se pone precioso, relucio como un almirez. Ya estaba bien de cansinería. Pues estuviera bueno que para una vez que le dan a uno juego en Madrid fuese a ser esto la gallinica ciega…»