Y la cosa es, que me ha comunicado mi hijo, que al volver de vacaciones, se han encontrado con que habían desaparecido los bidés de todas las habitaciones.
– Qué cara se le puso al tío cuando dijo la palabra bidés -cortó el veterinario.
– Se quedó pálido -recalcó el Faraón-. Me imagino que le han debido dar la murga con este asunto.
– Le han mandado anónimos y todo -comentó Serafín.
– Se quedó pálido como digo, y entornando los párpados miró el bulto, que yo entonces tenía sobre las rodillas, con fuerza de rayos X. Yo -continué- creo, señor director, que ha hecho usted muy bien en suprimir esos recipientes que todos sabemos para qué se usan. Los castos y puros, no necesitan bidés. Yo siempre me he opuesto a ellos como a guitarras del demonio. Y cuando veo uno -donde sea- no digo que me hago la señal de la cruz, pero sí me da un repelús de repugnancia que no puedo describir… Pero fíjese usted por dónde, señor director, mi pobre hijo Serafín, necesita de ese aparato. «¿Pues qué tiene Serafín?» -preguntó con una mala leche imponente.
– ¿Leche? -se extrañó la suiza.
– Calla, chica, ya te explicaré yo eso -le dijo el Faraón-. Pues tiene… «Sí, ¿qué tiene Serafín?», volvió el tío con los ojos fuera de bolsa… Pues tiene… Bueno será mejor que se lo diga don Lotario.
Y el veterinario tomó la palabra para repetir su diagnóstico:
– No es nada contagioso, no tema. Ni de origen impuro. Es una especie de ezcema, sin duda provocado por el sudor, que padece desde niño. Y aunque hemos intentado todos los remedios posibles, sólo con baños frecuentes de agua tibia en aquella parte puede evitar las molestias. Algo alérgico, usted me comprende… Desde que vinieron del pueblo, por la falta del bidé ha pasado muy malos ratos y ha tenido que ir a lavarse a casas de gente conocida.
– Cuando el hombre escuchó esta explicación de don Lotario tan rebuena y científica -continuó el Faraón- recobró el color y se le apaciguó un punto el acero de los ojos. De todas formas, después de pensarlo unos segundos, dijo: «… Sin embargo, señores, yo no puedo permitir un bidé en una habitación y en las demás no. La medida fue muy meditada antes de llevarse a cabo y no estamos dispuestos a rectificar». Y hace usted muy bien -continuó el Faraón- le dije yo. La ley antes de todo. Y mal gobernante es el que retrocede de sus acuerdos justos. Yo lo comprendo perfectamente y si no fuese porque éste es el mejor colegio para graduados que hay en Madrid, el mejor por su pureza, santidad y vaticanismo…
– «Bueno, eso de… vaticanismo», cortó el director con cara de duda -añadió don Lotario.
– Sí, le jorobó lo de vaticanismo. Le debió oler a socialismo… Bueno, vaticanismo o no vaticanismo, arreglé yo -siguió el Faraón- dejémoslo en santidad, que en eso no le gana nadie. Y yo no me llevo a Serafín a otro sitio, porque la formación moral y rectitud que se les inculca en esta casa es para mí tan importante, que junto con aquí el doctor, hemos estado días y días dándole vueltas a la cabeza para ver cómo podíamos arreglar el negocio, sin llevarme al chico a cualquier lugar sin garantías y sin necesidad también de que el pobre pase el martirio que está pasando con el dolor de sus ingles… Y que no tenga que ir cada día a lavárselas por ahí donde Dios sepa… Por caridad, señor director, estoy seguro que la solución que traemos no puede usted rechazarla. Es un padre, el padre de hijo único el que le habla, y que ha tenido que hacer mil sacrificios para que su hijo acabe la carrera…
– Y empezó a llorar el muy sinvergüenza -colofoneó el veterinario.
Todos dieron una carcajada y los comensales volvieron la cabeza hacia ellos.
– Ya lo creo que lloré -continuó el Faraón cuando volvió el silencio- lloré como un padre. Como no llorará jamás tu padre por ti, Serafín… La solución, mire usted, -seguí con lágrimas en los ojos- es este bidé portátil, un verdadero útil sanitario en el caso que estamos, que mi hijo tendrá oculto con el mayor secreto para usarlo solamente en sus curas. «¿Oculto, dónde?», preguntó suspicaz. Yo no sé lo que pensaba el tío -añadió el Faraón con aire muy cómico- y dije: oculto en el armario, bajo llave, donde no pueda verlo absolutamente nadie, ni pueda servir de mal ejemplo a cualquier pupilo de esta casa… El tío cayó en la trampa. No tenía escape posible. Bajó los ojos y quedó pensativo… Por favor se lo pido, señor. Por Dios y todos los santos, que aquí don Lotario, si es menester, extenderá un certificado médico… Total, que alargué un poco el discurso y le puse la cosa tan lastimosa, que accedió bajo palabra de honor de nosotros y tuya, Serafín, de que jamás te dejes el armario abierto, no vaya a verlo cualquier sirvienta y sienta tentaciones; o cualquier residente y piense en favoritismos… Cuando acabó mi discurso, subimos los tres a tu habitación a depositar el violín. Pero éste no estaba.
– Hombre, ¡cómo iba a estar! Porque si los veo suelto el trapo y se arma el follón.
– ¿Follón, follón? -decía la suiza.
– Si, hija mía, follón de follar -le saltó el Faraón.
Otra vez la carcajada general inundó el lugar, mientras la suiza, parpadeaba sin entender y Celia, con los ojos muy abiertos y la boca prieta, sonreía también.
– Tú, Faraón, en eso ya estás a punto de jubilarte… Si acaso una vez a la semana.
– Llevas razón, hijo mío. Una vez a la semana… santa.
La caja de caudales
Apenas tomaron café, Plinio y don Lotario, pretextando cansancio, dejaron al Faraón con los demás comensales, que ya tenían esbozados ciertos proyectos para acabar la velada. La suiza los despidió con ojos caramelos. Salieron por la calle de Válgame Dios, y en un minuto estuvieron de nuevo en el dichoso piso de Augusto Figueroa.
– Venga, cuenta -le urgió a Plinio-, que no me ha lucido la cena pensando en lo que me ibas a decir.
– Pues va usted a tener que aguardarse otro ratico, porque más impaciente estoy yo por ver si no mentía un pálpito que tuve esta tarde en el «cuarto de los espíritus». En seguida que haga la diligencia le digo el mandado.
Fueron a la alcoba de las dos camas, sacaron el llavero de la coqueta, abrieron el cuarto de los maniquíes y Plinio, ante la curiosidad y casi baba caída de don Lotario, con las puntas de los dedos y el máximo cuidado, desabrochó el reloj de la cadena que llevaba el semeje de don Norberto en el bolsillo del chaleco; tiró de ella, y llevándola cogida con los dedos pinzados, fueron hacia el despacho. Plinio dejó la cadena sobre la mesa:
– Don Lotario, por favor, coja usted ese retrato por la parte de abajo y levántelo de la pared.
– ¿Que lo alce…? ¿Y no se saldrá?
– Pierda cuidado. Así. Un poco más.
Y metiéndose entre los brazos del albéitar, bajó las dos varetas y quedó el cuadro en la forma de trampilla que se dijo.
– Puñeto, que ingenio más curioso.
Plinio, valiéndose del pañuelo, tomó la cadena con la llave, alzó el disco que tapaba la bocallave, e intentó abrir. Fue muy fácil. Y antes de examinar lo que había dentro de la caja, miró a don Lotario y le echó una sonrisa.
– Veamos qué guardan aquí las gemelas sonrosadas.
– Las hermanas coloradas, Manuel.
– Es igual.
En primer término se veían unos talonarios de cheques. Comprobó que no estaban firmados y cada cuenta corriente estaba a nombre de ambas hermanas. Un sobre grande con acciones de varias sociedades. Un gran joyero forrado de terciopelo azul. Lo abrió. En él, sortijas, collares, pulseras, monedas de oro y relojes de distintas clases. Esta abundancia de joyas dejó a Plinio perplejo. Luego, varias carteras con pólizas de seguros, valores, testamentos de antepasados y paquetes de cartas atadas con cintas de seda.