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– ¿Qué ves, Manuel?

– Qué no veo, don Lotario.

– Ya me explicarás, hijo.

Después de examinar otra vez todo aquello y remirar por los rincones, lo volvió a su lugar. Cerró la caja utilizando el pañuelo, entró las patillas, bajó el cuadro y no se molestó en colocar la llave en el bolsillo de chaleco de pelele de don Norberto. La dejó en el fondo del cajón de la coqueta envuelta en un pañito.

Haciendo reflexiones sobre cuanto le contaba Plinio, a paso lento, como si pasearan por la calle de la Feria de Tomeiloso en una trasnochada agustina, se fueron hacia el hotel.

A las diez de la mañana del siguiente día, llegó un joven funcionario del gabinete de identificación de la Dirección General de Seguridad, que con mucho pulso y limpieza, y valiéndose de sangre de drago, manipuló con la llave y las partes más tocaderas de la caja.

Plinio y don Lotario, después de telefonear a unos y otros no vieron forma de reunir el consejo completo hasta el mediodía siguiente. La causa principal de este aplazamiento fue Novillo, el funcionario marquetero, que según su secretaria, la de la máquina de tricotar, ignoraba cuál sería su paradero hasta las siete y media u ocho de la tarde, que solía caer por el café Nacional, porque estaba repartiendo encargos.

Cuando se marchó el de las huellas, volvieron a la caja de caudales, hicieron como un inventario mental y bacinearon lo suyo en los papeles y cartas. Les llamó la atención una de éstas, tiernísima, de don Norberto, fechada en Roma el año 1931. Debió ser, probablemente, el primero y último viaje del señor notario al extranjero, y estaba escrita en puro éxtasis. Todo eran exclamaciones «por las maravillas que veíansus ojos», frasecitas en italiano y tiernísimos recuerdos para sus mocitas pelirrojas.

«¿Adonde va a parar el cariño que tenemos a nuestros convivos cuando llega la muerte? ¿En qué rincón se encierra el amor del que ya no existe? -pensó Plinio de pronto-. Aquellas cartas de don Norberto, a pesar de su jarabe sentimental y palabrillos toscanos, amor tenían; amor denso y caliente de un corazón sin recámara. Amor criado en esta torva vida a fuerza de ojeos, caricias… y lanzadas. Amor más poderoso que la tierra, ¿dónde vas? ¿Sería posible que el reducido notario, entre las paredes minerales y vegetales de su sepultura, ya no sintiese nada? ¿Es posible que todo fuese un regurgitar de químicas cerebrales? ¿Es pensable que en el trance final se rompa el dulce cruzar de las espadas y sólo quede al aire y viva, esgrimiéndose única, la espada del amor que vive, mientras la otra, la oponente, la espichada, callada, sorda y fea se oxida y pudre con aquella osamenta, ios botones de hueso del chaleco, el diente y la verruga, abatida entre cardos y hierbas tenebrosas, entre gusanos sin luz y sin camino? ¿Es creíble que esa rara esencia que es el amor, la inclinación sin freno, la querencia suavísima, el hondo jugo de la vida, el ahorro de nuestro mejor vino, la sed más rica, el hambre más sin sacio, el beso siempre pensado, completísimo, se hagan agua, caldo putrefacto, tapicería de los nichos, dejando a los otros, a los amores correspondientes aquí fuera, banderas solas sin vientos que las batan, hasta la hora de la conclusión completa de estos otros amores ya sin eco?»

Se imaginaba a las hermanas coloradas pasando y repasando, en sus tardes cansinas, aquellas cartas, aquellas caricias desde lejos, aquel corazón inabrazable. «Pobre amor sin destino. Puro amor dirigido a la nube. Pobre amor y pobre todo lo que cuece el hombre,siempre tan de puntillas, papando engaños y nubes chorovitas.»

Había cartas de los abuelos de las Peláez, de varios parientes, amigos y amigas, y ¿cómo no?, en un paquete breve, las de Puchades, el novio republicano de María. Las miraron por encima. Una de ellas tenía este verso de tarjeta postaclass="underline" «Dijo no sé qué amador para enamorarlas, verlas. Tú la viste y el amor ha convertido al autor en un pescador de perlas». Y luego: «Te pienso en la butaca del teatro junto a mí, respirando suave, con la luz del escenario en tu frente y tu mano blanca entre las mías». Y en otra: «Las ideas de tu padre y los que son como él -que yo respeto por supuesto- es conservar lo que hay, lo que tienen, lo suyo. Mi idea es procurar la felicidad de todos, que un día todos tengan "lo suyo", algo que conservar, incluso una dignidad, un derecho humano común, un respeto de todos y para todos, una libertad.;No ves como no soy tan malo como dice don Jacinto?»

A Plinio se le llenó su cara, casi siempre inexpresiva, con delgados sudores de ternura, de arrebol, de nostalgia: «Los derechos del hombre. Pobres míos. Pobres viejos liberales, con el corazón encima del bolsillo y aquella lírica, santurrona ingenuidad, de creer en un derecho para todos. Qué risa, macho, qué risa y qué retorcimiento de chilindrines. Al que dijo paz y pan, la palabra y la regla para todos, para los ricos también, desde que el mundo es mundo, le clavaron al aspa. La orden y la ley… bien fabricadas, manipulosamente fabricadas, auñando en el tesoro, lo guindó siempre. Pobres tiernos, temblorosos y palabreros liberales. Siempre llega la cincha, ¡y tras!, a hacer puñetas. Y recordaba a los republicanos de su pueblo. Aquel de la chalina, la breve melena, el libro de Blasco Ibáñez bajo el brazo, explicando en el casino, entre un corro de sonrisas cachondas, el paraíso cercano de la igualdad, la fraternidad, la legalidad. Ay, qué coño de hombre. Qué ternura y tragedia al remate. Puchades, aquel novio desaparecido de las hermanas coloradas, debió andar también por los cafés famosos de Madrid leyendo sus trozos de Blasco Ibáñez y de Dicenta; con el pecho inflamado por la buena nueva de la República segunda; seguro de que acabaría por convencer hasta a don Norberto. ¿Quién podía negarse a tanta hermosura de programa?».

Cerraron la caja y marcharon a comer al hotel. Excitado por estas leves meditaciones, fueron rememorando los días de la República en Tomelloso, que Paquito García Pavón, el nieto del hermano Luis el de El Infierno, pintó en susCuentos republicanos y en Los liberales.

Por la tarde, sin faena a la vista, decidieron echar una partida de damas sobre un tablero bruno y antiquísimo que había en la casa. Hacía mucho tiempo que no jugaban. Antaño, recién acabada la guerra, en el Casino de Tomelloso, entonces Hogar del productor, más antes Bar Popular y de origen Círculo Liberal -que así cambian de apellido las cosas según la política que sopla y las pasiones del día-, «se daban unas caldas que pa' qué» -como decía la mujer de Plinio-. Pero con el tiempo, cansados de tanto cuadrito y monotonía, se pasaron al tresillo con Pérez Bermúdez, don Gerardo el boticario y Cornejo, el valdepeñero que fue torero nombrado.

Dándole a las fichas estuvieron hasta cerca de las siete, que apareció Antonio elFaraón. Liaron un cigarro y Plinio les dijo que marcharan a echar el trasnoche y ya se verían a la hora de la cena. Que él pensaba darse un garbeo por el Nacional a ver si localizaba al funcionario marquetero. Al Faraón y a don Lotario no les disgustó la combinación. La verdad es que Plinio siempre les imponía un poco. Y quedaron en juntarse en Gayangos o La chuleta donde casi todas las noches recalaban los estudiantes y las extranjeras «buenismas».

Antes de marchar, Antonio elFaraón recordó algo y como la tarde anterior pidió permiso para dar un telefonazo. Trajo del recibidor todas las guías, y con las gafas puestas, que resultaban pequeñísimas en su caramundi, empezó a buscar en ellas sobre la mesa camilla de los jugadores de damas. Veterinario y guardia miraban al Faraón con cara de guasa por la cachaza con que pasaba las hojas del listín. Por cierto, que al dejar uno de los tomos telefónicos con la contraportada hacia arriba, los ojos casi siempre entornados de Plinio se fijaron obstinadamente en unas letras grandes y temblorosas escritas a lápiz sobre un anuncio de cerveza. Se caló las gafas y se acercó al tomo. Empezó a examinar aquel especie de jeroglífico. El Faraón marchó al teléfono repitiendo el número a media voz, y don Lotario, por encima del hombro del grande de la G.M.T., también con las gafas puestas, miró donde el Jefe leía.