– Parece que pone «Villa Esperanza Chole. Calamanchel Al» -recitó el guardia.
– Villa Esperanza Chole… Eso es muy raro -explicó el veterinario sin previa consulta-. Lo de abajo debe ser Carabanchel Alto.
– Sí… pero ¿lo de Chole?
– ¿Qué miráis con tanto afán? -preguntó el Faraón de vuelta de su llamada.
– Oye, a ver qué lees tú aquí -le dijo Plinio-. Esto parece Villa Esperanza y esto otro Carabanchel Alto. Pero ¿esto de Chole?
Se inclinó sobre la lista apoyándose en sus bracetas y en seguida aclaró:
– Eso está clarísimo, so virulos -anunció quitándose las gafas con suficiencia-. Dice: «Villa Esperanza. Chalet. Carabanchel Alto».
– ¡Qué tío más sagaz! -exclamó el veterinario.
– Sí, señor, algunas veces da lumbre -abundó el guardia.
– Claro, paisanos, si eso está tirao -se coreó el gordo muy satisfecho-. Todos los chalés se llaman villa algo y por los Carabancheles todavía quedan muchos.
Plinio, fijo en la anotación, les repartiócaldos sin mirarlos. Cuando ya echaban humo, le preguntó el veterinario:
– ¿Qué piensas, Manuel, que te has quedao con esa cara de ensimismo?
– Pienso, hermano Lotario -dijo rascándose la calva-, que esta apuntación parece hecha precipitadamente, en el primer papel que se halló a mano… tal vez mientras hablaban por teléfono.
– ¿Tú crees entonces…?
– Creer… Eso de creer es grave, puñeta. Se me ocurre nada más.
Don Lotario, lleno de contento por la presunción de Plinio, entornó los ojos, infló las narices y quedó mirándolo como si fuese el César Imperator.
– Manuel, estoy seguro de que éste es uno de tus famosos palpitos, y que hemos llegado o estamos llegando al epicentro Peláez.
– Calma, don Lotario de mis entrehilos, que en el mundo de las conjeturas del obrar ajeno (como usted sabe tan bien como yo) puede uno errar a cada paso.
– Coño, Plinio. ¿Y por qué no nos das una oportunidad aquí al señor albéitar y al que habla, para que hasta la hora de la cena nos demos un garbeíto por ese chalet Villa Esperanza a ver qué se cuaja?
– Pero puñeto, Antonio, ¿es que tú también quieres incorporarte a la G.M.T?
– Hombre, yo nunca tuve esas aspiraciones, ni mis aficiones fueron jamás detectivescas, pero así, metió en el ambiente, siento una miaja de tentación… Además, imagínate que esta pista es falsa, pues tú no comprometes tu fama. Vamos don Lotario y yo, que somos particulares, echamos un vistazo, giramos la visitica si hay lugar, y si es la clave te damos un telefonazo al Nacional, y allí que te presentas tú con la brigada acorazada. Que no lo es, pues todo queda en un paseíco por Madrid, que en el otoño es dulce como las pasas.
– De acuerdo, gordo. A ver si te podemos hacer cabo honorario de la G.M.T. Yo os espero en el Nacional, que os pilla de camino… Pero anden con cuidaíco, no vayan a pasarse.
– Descuida, Manuel. Voy yo -lo encalmó el veterinario con gravedad.
– Olé los jefes del Tomelloso.
– Hecho y andando. Vamos.
Salieron los tres y se detuvieron junto al Hotel Central para que don Lotario tomase su revólver, por si las moscas, y siguieron hasta el Hotel Nacional, donde se apeó Plinio del taxi para entrar al café. Antes de seguir, el Jefe, de burla, les echó una bendición.
Pasó Plinio al amplísimo café y no localizó a Novillo el del Ministerio. Era demasiado temprano. No se encontraba con ganas de sentarse solo en una mesa. Decidió dar una vuelta por el barrio para hacer hora. Cruzó hasta la Cuesta de Moyano. El último sol rojiblanco le daba de espaldas. Con paso caído anduvo cuesta arriba, junto a las casetas de libros de lance, ya cerradas, y pintadas de azul claro desleído; escalonadas como pequeños tablados de un teatro de guiñol. Paseaban algunas parejas de novios cogidos de la mano o del bracete, con el sol penitente por mochila. Plinio pensó en las viejas casetas de la Feria de su pueblo. Casetas con turrón y juguetes, alineadas a ambos lados del paseo de la Estación.
Un mendigo con capote de soldado pasado de moda y salpicado de cal, apoyado en la pared, fumaba una punta de puro con mucha aplicación. Plinio, distraído, se paró a contemplarlo. El mendigo, con cara de mala uva le hizo la higa y miró retador. Continuó riéndose. Había dos perros abúlicos que husmeaban junto a las casetas. Parecían viejos amigos y muy parejos de movimientos y carreritas.
Volvió por la otra acera. Junto a la Estación de Atocha había un puesto de castañas asadas. Para protegerse del sol la castañera tenía una sombrilla playera de colores chillones. Los últimos rojos del crepúsculo disfrazaban de reflejos el edificio de la estación.
Una indostaní con el traje típico y un pez tatuado en cada mano, gorda y vieja, parada junto a la estación, se reía muchísimo por lo que le decía otra india más joven vestida a la europea.
En la glorieta, a aquella hora, la gente acudía y se arremolinaba por todos sitios. Había unos chicos modestos, con pinta de menestrales, pero con melenas y patillas, que fumeteaban y charlaban entre sí haciendo corro. Plinio observó que entre la gente joven de todas clases abundaban los trajes color beige, color cacurria como diría su compadre Braulio. Venga y venga de pantalones y chaquetas color mostaza, mostacilla, orégano, cajón de mula, miel pocha y mies vieja. Y entre los mozos peor vestidos, zapatos agudos de «chúpame la punta», como dicen los chicos.
Siguió por Delicias, como añorante, hasta la calle Tortosa, donde estaba la salida de los coches de línea que van a Tomelloso. Ya hacía rato que llegó el último coche del pueblo y no se veía gente conocida. Se paró en la esquina donde está el bar Ferroviario para echar un ojeo. Decidió entrary tomarse una cerveza. Había poca gente. Le llamó la atención una chica muy joven y pintada, con botas altas doradas. Los pocos clientes del Ferroviario miraban a la de las botas. Ella no se estaba quieta. Se meneaba y remeneaba para no agotar la atención de los admiradores. Un hombre gordo con pinta de ferroviario que bebía solo, se sonreía con cara de guasa sin quitar los ojos de las botas de oro. La chica hablaba con una vendedora de lotería, pero más atenta a su público que a la vieja.
Plinio se cruzó al bar El Andén, donde siempre recalaban tomelloseros residentes en Madrid, que añorantes de su pueblo y vecinos, acudían por allí a la hora de salida y llegada de los coches para ver el paisanaje.
No vio a nadie conocido y se sentó en la única mesa que había encajada en un rincóny pidió un tinto. Había junto a la barra hombres y mujeres de medio pelo que hablaban a estilo pueblo.
Los chicos que servían ponían las botellitas de cerveza con mucho ímpetu, como si quisieran herir o al menos mojar a la parroquia. Entró un negro joven y guapo con una española pequeñita y patizamba. Iban muy amartelados. Pidieron de beber. La negra parecía ella. Aquella mezcla de cosas cosmopolitas y de pueblo le gustaba a Manuel. España, sin perder su faz esperpéntica, alegre y triste a la vez, se aviene con este cosmopolitismo pintoresco que trae el tiempo.
La chica de las katiuskas doradas que pierneaba en el bar Ferroviario y ahora la que iba con el negro, le llevaron el pensamiento, tal vez por la fuerza del contraste, a su hija, a su única hija, a aquella varada y tierna prolongación de su genealogía. «No había tenido suerte con la pobre. Más de treinta años y soltera. Pegada a la madre, entre aquellas paredes blancas. Junto al pozo, la parra y la higuera. Era «su» otra mujer, siempre pendiente de él. La verdad es que nunca demostró grandes ganas de casarse. Cuando todas se iban de paseo o al cine, ella se quedaba con su madre, sentada en la puerta si hacía buen tiempo; oyendo la radio o cosiendo en invierno. Nunca le dio disgustos ni grandes alegrías. Parecía venida para no hacer bulto, para no desbarajar nada. Que todo lo aceptaba tal cual era, conforme con su rutina, con su vivir donde nació, con su cuerpo y con su sombra. Todo lo de fuera de su casa le parecía muy ajeno. Cantaba sola, entraba y salía. Lo hacía todo con medida y aparente lentitud, relimpia como su madre. No quería ser notada. Conforme con la vida como es… Y tal vez deseando marcharse pronto, sin dejar huella ni hueco, como un pámpano más que en su momento despega el aire y se va al socavón de las nadas. Cuando la animaban al matrimonio hacía un gesto de suave resignación y seguía en sus cosas. Hay gentes que por natura parecen no querer nada con la vida. Nada con la vida ni contra la vida. Se resignan con su compromiso, con su contrato de hospedería, como algo forzado, pero que no duele. Gentes que no pesan en la vida. Que no pesan a nadie, ni a ellos mismos… Claro que la vida -repensaba Plinio- lo mismo puede ser una cosa que otra. Lo importante es pasarla con la menor pena posible, casi notándola. Es una temporada. Todo es pasar. ¿Qué más da que el camino sea entre las cales de una casa de pueblo que en otro sitio? Lo que hace falta es notarla poco -se repetía-. Tener un aligui siempre en la cabeza que te permita discurrirla distraído. Conseguir cada cual aprenderse bien su tocata y estarse en ella hasta el silencio final. Mi tocata ha sido ésta de la justicia. La de ella, la paz de sus tiestos y de sus lumbres; la claridad de su enjalbiegue. Hay quien para vivir necesita la guerra, la mudanza y el susto. Como si sólo vivieran ellos. Ella, mi pobre ella, sus silencios, su ir y venir, su placidez, sus cubos de agua, su holgada modestia, sus cancioncillas y el repensar de cada noche. Todos, furiosos y pacíficos, acabamos por hacer de nuestra vida una rutina de furias o paces, de resuellos o suspiros, de caricias o palos; de silencios delgados o ademanes desde el balcón, desde los bardales, desde la cocina silenciosa. Salvo aquellos apretones que nos da la sociedad de los hombres, y que la mayoría no advierte, cada uno es lo que lleva dentro, la cadena de sus minucias y apetitejos, de sus imaginaciones y tristuras. Cada cual en su pequeño mundo, en su pequeña mentira para distraer la temporada hasta el momento de volver al suelo y ser tan nada como antes de haber sido esto. Yo, con otros medios, sería comisario de policía en Madrid, o en Barcelona, pero no sería arquitecto ni músico. Siempre con chaqueta o guerrera, sería el que soy. En más culto o más agreste, el que ahora soy. Con este colador de cabeza imposible de cambiar de molde. Y si mi mujer y mi chica en vez de removerse en el patio se asomasen a un mirador de una calle señorita de Madrid o Barcelona, ¿qué más da?, ninguna iba a ser otra en la más pura angostura de su ser. Los padres se acaban muy presto. Y ios hermanos, en seguida son otra grey. La mujer -una que cierto día encontramos en la calle y nos da el golpetazo en el riñón- y los hijos, que vienen como Dios quiere, acaban siendo el más duradero molde de nuestro ser. La familia de nuestra madurez, vejez y muerte.» Para Plinio, sus padres eran ya unas pocas, poquísimas imágenes sueltas, algunas frases incompletas, un cierto olor soñado, y la fotografía color canela que había sobre la chimenea del comedor. Apenas nada. La mujer y la hija eran su ajuar completo. Lo que está tan presente que nunca se sale. Lo que está tan dentro que son nosotros mismos. «Nunca estoy solo -se decía- porque cuando cierro los ojos las veo en mi patio cuidando las albahacas, echándole granos al averío, oliendo los humos del puchero. Las cosas de mi casa, que casi todas fueron las cosas de la casa de mis padres, las siento siempre encerradas en mi cabeza, en todos los pespuntes de mi cuerpo. Yo soy trozos de aquellas camas altas con bolillos, de aquellas jofainas con ramillas verdes, de aquella cómoda donde mi madre, y ahora la Gregoria, guarda los abrigos…; de los morillos chatos de la chimenea. Toda la vida, tires por donde tires, hay que pasarla entre el zuru-zuru de las mujeres. Entre tetas lechales y lechonas, entre orinalitos y baberos, entre quejas y soliloquios. Las mujeres son la misma tierra hecha figura, siempre a ras de plato, de sábana, de sangre y leche. Son nuestra cobertura, nuestro amasijo, pasto, placenta, pez, pececilla negra, compresa, lavadero, vendaje; carne hecha figura que rasea la tierra. Son manta, bufanda, plancha; siempre cosas calientes y olorosas. Líquidos, comidas, paños, repintura de la casa, aceite, manteca, queso… Siempre su zuru-zuru, desde ser paridos hasta la mortaja. Entraña, humedad gritona, tierna, hosca, dura, y blandísima, de la vida húmeda en la misma tierra que te pare y traga. Andamos con los altivos pensamientos, las abstracciones, la música purísima, lo absoluto, pero siempre debajo o encima de ellas, siempre a la par de sus nalgas y resuello, de sus cansinos sacrificios, de su zuru-zuru que nos encadena a esta pobre tierra en la que andamos un ratillo del mundo. Y se ponen galas, y joyas y colonias para disimular, para disimularse su condición de tierra hecha figura, de nuestra tierra hecha abuela, madre, mujer, hija, sirvienta, ama. Son el colchón pegajoso, caliente, frío; lana piedra hecha fuego, tierra de la que no podemos -ni debemos si queremos ser completos- despegarnos nunca. Ellas son las que nos hacen y nos deshacen la vida cada día; las que nos hacen ser; crían, prolongan, alimentan, cantan y torturan con el son de su lluvia hervida que nunca nunca cesa; y nos amortajan, lloran y babosean, estrechan, ensanchan, lloran y ríen; nos engañan y se postran como el tiempo mismo que cambia, pero no se va y nos tiene siempre quemándonos, mojados, ateridos, relucientes, hermosos o con la última baba.»