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– Según esa cuenta -saltó Plinio aparentando mucha seriedad- igual da ser bueno que malo, listo que tonto, engañado que engañador…

– Al remate, igualico, Plinio. Te digo que igualico. Todo conduce al olvido total bajo el terrón de la sepultura. Todo es tan irrecordable y sin obra como el viento que hoy hace un año peinó los árboles del cementerio.

– Ya salió la sin dientes -dijo la Rocío con mohín supersticioso-. No crea usted que no hace falta resistencia para tener que oír todas las mañanas al dichoso Braulio hablar de la bicha.

– Claro, Rocío, porque es el único tema de conversación que existe. La única preocupación de verdad… Todo lo demás, aserrines y viruta.

– Pues a mí la muerte me tié sin cuidao, filósofo.

– Mentira y podrida, buñolera.

Braulio, con la boina un poco derribada hacia el cogote, sin corbata y el rostro entre de picholero y destilador, hablaba siempre mirando con mucha fijeza al interlocutor de turno, y el índice derecho en danza suave como si con él acariciase el perfil de las ideas en ruedo.

– Lo que ocurre es que las mujeres, como estáis más próximas a la condición de los irracionales, tenéis indolencia para pensar en la putrefacta. No queréis saber de ella. Sois más terruñeras, más coseras, más carnestolenderas y más reacias a la empinación del pensamiento que nosotros, los cerebros varones.

– Bravo, leche -saltó don Lotario-. Ese párrafo te ha salido arrope solo, a lo Cicerón del Guadiana. Braulio, si hubieses estudiado escribirías en laRevista de Occidente… Aunque a decir verdad los que piensan tan hondo como tú no precisan de la escritura. Su pensamiento tiembla en el aire de por siglos.

– ¿Y el amor? -volvió la Rocío que había quedado mohína con la oración de Braulio-. ¿Es que el amor no vale nada? ¿Es que no es cosa de conversación como usted dice?

Braulio, cuya satisfacción no se había remansado todavía por los piropos del veterinario, volvió en seguida a su pentagrama con afectado gesto de concentración:

– … El amor es una escapadera, un hipo, una congestión de la cabeza o del bajo vientre, que dura menos que un sábado… Nos pasamos la vida inventando cosas, desaguaderos del caletre, acequias del pecho lloroso, para no pensar en lo único que de verdad es.

De pronto se enracimó tanta parroquia en la buñolería, y los dialogantes quedaron tan apretados en su rincón, que se impuso despejar el ágora. Don Lotario miró el reloj e inició la marcha.

– Bueno, señores, abur. Tengo que ir a la bodega. Si te hago falta ya sabes dónde estoy, Manuel.

Y sin más palabras, abriéndose paso con su andar nervioso y encorvadillo, salió de la buñolería.

Plinio y Braulio, entre codazos y golpes de cestas, aceptaron de la Rocío una copa de cazalla, y en voz más baja y no sin graves interrupciones, permanecieron un rato más tratando de la «flatulencia» -palabra del filósofo- que son las cosas humanas, hasta que boqueó el capítulo, y el uno con su cesta al brazo y el otro limpiándose la ceniza del cigarro que le manchaba la guerrera, salieron del establecimiento.

– Ande con Dios la justicia y el predicador de calaveras- les despidió la Rocío mientras se secaba con la mano el sudor de la frente, conseguido por tan insistente trabajo.

Plinio dio unos cuantos paseos por la glorieta de la Plaza, según su costumbre, antes de volver al despacho. Saludó a algunos de los que entraban en la iglesia a oír misa funeral de don Antonio Salicio, muerto el día anterior en un sanatorio de Madrid; vio cómo con los balcones y ventanas abiertos limpioteaban bajos y altos del casino de San Fernando; contempló el paso de una cisterna de alcohol gigantesca; fue luego a casa de Felipe Romero a decir que enviase una arroba de aceite a su casa; compró elLanza, periódico de la provincia, en casa de Quinito, y volvió a su despacho de la G.M.T. sin ninguna perspectiva de amenidad para aquella mañana. Leyendo el Lanza que hablaba muy por menudo de los partidos de fútbol jugados el día anterior en todos los pueblos de la provincia, según costumbre de la prensa de este país, que por algo se dice que vivimos en un régimen de partido único, y papeleando un poco, le dieron las once de la mañana, y llegó el primer correo, consistente -entre otros mensajes sin importancia, tales como la revista de los guardias municipales de España, la oferta de una enciclopedia, un anónimo contra un concejal y propaganda de una casa de pistolas- en una carta en cuyo membrete se leía: Dirección General de Seguridad. Brigada de Investigación Criminal. Madrid.

Al verla, Plinio aguzó los ojos, tensó los músculos de la cara, como si quisiera adivinar su causa y contenido, y después de palparla y darle un par de vueltas para mayor goce y suspensión, abrió el sobre lentamente.

En los tiempos que en aquellos campos de San Juan y Montiel, el acarreo, la arada y transporte se hacía con muías, don Lotario traía siempre un sin vivir que para qué. Pero desde que se enmaquiríó el campo, como el albéitar decía, si no salía algún caso de crimen, robo mayor o escándalo público que compartir con la G.M.T. se aburría, se aburría como un carnicero en cuaresma en los compartimentos de su «clínica», que ahora, desde la jubilación mular, prefería llamarle «bodega». Cierto que el caserón que don Lotario poseía en la calle de la Vera Cruz, siempre sirvió para ambas cosas. Allí hervían los mostos en octubre y se curaban bestias todo el año. Nada más entrar por la gran portada, en lo que diríamos el zaguán, estuvo el herradero. De aquella gloria de coces, relinchos, martillazos y voces arrieras, sólo quedaba un yunque oxidado y media docena de herraduras colgadas como en museo. Al fondo a la izquierda, estaba su despacho y laboratorio. A la derecha el jaraíz, y debajo la bodega subterránea o cueva, que sólo entraban en actividad los días de la vendimia y aquellos otros de sacar el vino. Antes daba gusto ir a la «clínica» de don Lotario. Cuánta entrada y salida de animales y hombres. Cuánta mula coja o mal calzada. Cuánta blusa, calzón de pana, arres, jos, bos, sos, tacos, chisqueros de mecha, chorretones de meaos muleros, y dientes amarillos. Allí solía verse al veterinario embutido en su bata blanca, con ademanes nerviosos y casi pintorescos, poner lavativas gigantescas, sajar, coser, inyectar y palpar barrigas. Ahora, acabada la vendimia, todo era silencio y melancolía de cochera desahuciada. A eso de las once de la mañana, con aire caidón extendía ciertos partes sanitarios y otros papeleos de su menester ya casi burocrático. De vez en cuando, con ojos añorantes, echaba un vistazo a los anaqueles de su despacho, llenos de antiguos libros de medicina pecuaria y a la mesa blanca con probetas, frascos, balanza, tubos de ensayo y el dorado microscopio, que como pájaro encantado reposaba bajo su campana de cristal. En las partes libres de los muros, quedaban, cubiertos de polvo suave y otoñero, dibujos de anatomías animales, fotografías de caballos ejemplares y la orla de su promoción sobre la mesa, carpetas abarquilladas, libros de cuentas y el teléfono.

Pero la verdad es que don Lotario, más todavía que sus glorias y trajines profesionales, lo que solía añorar cuando se quedaba con la barbilla en la mano y los ojos en el ventanal, eran las famosas aventuras policiacas que le tocó correr con el gran Plinio, hacía ya tantos años… Y más que añorar, con el corazón todavía repleto de esperanzas y el caletre bullidor, imaginaba, en muchos ratos de sus mañanas burocráticas, las capitales aventuras que aún cabían en la historia de la G.M.T., y que cierto seguro, guiado por la fenomenal pericia de Manuel González, de su Manuel, descubriría para mayor gloria de ambos y de su pueblo, Tomelloso… Cada día solía soñarse un caso penosísimo que descubrir. Y en la mañana que digo, en el mismo momento que su cerebro empezaba a dibujar los prolegómenos misteriosísimos de la muerte de siete hombres importantes del Casino de Tomelloso, sonó el teléfono que tenía junto al codo.