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– Eso tiene más gracia.

– Le llamamos «el héroe».

– ¿Y qué oficio tiene?

– Fumista.

– Qué vida, Dios mío, qué vida -exclamó Plinio rascándose la calva.

– Y crea usted, González, que con las de Peláez sólo me une vieja amistad y mutuos favores. Desde que su señor padre influyó para que me diesen el destino que tengo… por oposición, nos hemos llevado muy bien. Y por más que pienso, no caigo en la causa de su desaparición.

– No lo dudo, Novillo, no lo dudo.

El funcionario Novillo, después de esta reiterada aclaración, quedó como ensimismado. Operada la descarga de su confesión, el hombre se relajaba por momentos y con disimulo miraba el periódico que dejó sobre el mármol.

La jovencita, sin duda cansada de la mano tonta del viejo, se había sentado en la silla frontera y ahora hablaban amigablemente. La vieja del cuello afeitado, la de las dos pensiones, jugaba a los chinos con sus acompañantas.

A Plinio le daba la impresión de que Novillo, ya sin platicar, se parecía a la antigua y descansada máquina de escribir que tenía en su oficina. No sabría decir qué inercias, aburrimientos y desganas le cundían por todo el cuerpo y semejaban a un objeto en desuso. Y se acordó de cierto sujeto de Tomelloso que en su vida hizo nada, que siempre estuvo sentado en el San Fernando, y si lo mirabas con fijeza, «tenía cara de casino, de cacho de casino con billares, dominós y toda la órdiga. Cada cual tiene cara de lo que hace. A las putas se les nota a la legua que son del ramo del jergón. Y un seminarista se parece a un delantero del Atlético como un huevo a una estilográfica. Había un escribiente en el Ayuntamiento del pueblo, que aunque fuese de paseo por la calle de la Feria, parecía que estaba asomado a la ventanilla. Y el pobre Paco el sacristán, toda la vida meneó los brazos como si estuviera campaneando al incensario. El Faraón, sin ir más lejos, siempre parece recién acabado de comer. Y don Santos Carrero, el que fue maestro de la Banda Municipal tantos años, a todas horas oteaba en redondo sobre los lentes, como cuando dirigía un concierto. Los sastres, lo primero que miran es el traje que llevamos. Nos hablan de su familia o de lo que sea, pero sin quitarnos el ojo de las prendas de vestir. Había un carretonero muy gordete y pequeño, que así que se descuidaba, aunque estuviese en un entierro, pongo por caso, ponía los bracetes en vilo cual si llevase las ramaleras. Y en el fútbol o en los toros, a Plinio le daba mucho gusto mirarlo, porque cuando las cosas se ponían cicutrinas, el hombre encogía los brazos, "tirando" de las riendas, para así -según la fiesta- evitar gol o cornada. Y estiraba el brazo derecho "esgrimiendo" el látigo si quería sangre o tanteo. La hermana Rovira toda la vidisma de Dios fue castísima y devota, y cuando en las postrimerías tuvieron que ponerle inyecciones en el culamen, se abrió una ventanilla en las ropas bajeras para que por allí pinchase el practicante sin necesidad de verle las carnestolendas. Ya digo -repensaba Plinio mirando a Novillo tan parejo a su marquetera parada o a la máquina de escribir sin actividad desde la Dictadura- cada uno se parece a lo que hace. Y no digamos en cuestiones de carácter y sentimientos. Él, nada más echarle el ojo encima a un forastero, sabía de qué pie cojeaba. Los mansos de corazón tienen los ojos muy francos y la sonrisa leal. A los turbios se les califica por la manera de entrecerrar los ojos y el pulso en medir las palabras. Los inteligentes son confiados y no temen el ridículo. Los toritos suelen ser muy cortesesy callados. Los traidores amables… La verdad es que hay muchas variaciones porque a veces la estampilla se nota, más que en los ademanes, en no sé qué sombras del rostro e incluso en la manera de andar. Las manos también son muy buen exponente. Las de los ruines son de dedos cortos y uñas muy canijas; nunca hacen movimientos tajantes. Hay hombres cuyas manos no parecen de su cuerpo, y sí herencia de un antepasado de distinta biología. Las manos así resulta muy difícil saber de lo que son capaces. Los maquinadores e intrigantes se denuncian por la pasividad de sus manos. Mientras el cerebro pergeña el engaño tienen los dedos caidones y todo lo manejan con mucha pausa. En las manos se refleja muy bien la nobleza y frescura de sentimientos. Las timideces y osadías acaban y empiezan en la punta de los dedos. Cuando se habla con un sujeto de cuidado hay que mirarle algo a los ojos, bastante a los gestos y muchísimo a las manos. Suelen controlar bien el cerebro, pero las ideas apresadas a lo mejor se les derraman por los chorros de las manos. En ciertos oficios las manos funcionan solas, por su cuenta, aunque la mente esté en otro sitio».

Plinio, ya impaciente por la tardanza del Faraón y don Lotario, miró al reloj y volvió los ojos sobre aquella multitud de mesas. Tras las vidrieras se veía el scalextric de la glorieta de Atocha, y sobre él los coches parecían gusanos de luz. Dos chicas modestas, que olían a cocina, tomaban café en una mesa cercana y se hablaban con caras de mucha lástima. Entre las ventanas del local había hornacinas con cactus verdes de dudoso gusto. Abundaban las parejas de novios tristones con sus tazas o botellas sobre la mesa. Un camarero arrastraba los pies y hablaba solo. Novillo estaba enfrascado en la lectura del periódico. Y movía el papel sobre la mesa con movimientos precisos de marquetero. Plinio llamó al camarero y pagó la cuenta ante la impasibilidad del funcionario. No le extrañó. Cansado del local y la compañía decidió esperar en la puerta a sus amigos, pero aparecieron en aquel momento. Se puso de pie, recordó a Novillo la reunión del día siguiente, volvió a prometerle guardar su secreto, y con paso leve y ademán de ceñirse el correaje que se quedó en Tomelloso, fue hacia los que entraban.

– Venga, Manuel, que tenemos un taxi esperando -le dijo el Faraón con aire grave,

– ¿Qué pasa? -consultó a don Lotario con los ojos.

Éste hizo un gesto ambiguo, también con mucha seriedad.

– Tú vente -insistió el Faraón-, que la cosa se pone brava.

Salieron, se metieron en el coche, y quedaron callados. El taxista, como nada decían, preguntó:

– ¿Dónde vamos, señores?

– A un restaurante bueno que esté muy cerca del teatro Martín, que tenemos ganas de ver una gavilla de piernas- y soltó, coreado por don Lotario, la risa a todo trapo.

– Vaya, ya estamos con las bromas -comentó el Jefe-. Bueno, ¿qué pasa en Villa Esperanza?

– Te doy mil duros, Manuel, si adivinas quién vive en ese chalet -le retó Antonio, el corredor.

Plinio hizo un gesto de duda.

– No hay forma de que te lo imagines, macho. Dígaselo usted, don Lotario, por si cree que es otra broma.

– Allí vive, Manuel, nuestra paisana doña María de los Remedios la Barona, la que vino junto a ti en el coche de línea. Fíjate si este mundo es un comino.

A Plinio se le quedaron los ojos entornados y la boca prieta.

– Sí señor, allí vive con su mamá.

– ¿Y qué dijo cuando os vio?

– Nada. Le explicamos que pasábamos por allí, y que al acordarnos de que aquélla era su casa, decidimos hacerle una visitica… Sí se ¡o creyó o no, es otro cantar.

– ¿Le hablaron ustedes del asunto?

– Ni palabra -respondió don Lotario-. No lo consideré oportuno. Preferí que tú decidieses.

– Hicieron muy bien.

– No ves, Antonio -dijo don Lotario-, como yo conozco a mis clásicos.

– La mujer -siguió el Faraón-, invitó a un cafetito y nos enseñó el chalet que es enorme y hoy debe valer una millonada. Estuvo simpatiquísima, ésa es la verdad. Por cierto que nos dio muchos recuerdos para ti.

– Preguntamos a unos vecinos quién vivía allí, y cuando dijeron que la Barona decidimos entrar por curiosidad pero sin mentar nada del negocio. ¿Y qué tendrá que ver la Barona con las Peláez?, me pregunto.