– Hombre, al fin y al cabo es del pueblo… -Eso mismo le he dicho yo a don Lotario.
El careo
Desde las once de la mañana hasta el filo del mediodía que empezaron a llegar los convocados, Plinio y don Lotario permanecieron en el cuarto de estar, viendo periódicos, fumeteando y releyendo una carta del filósofo Braulio que aquella misma mañana llegó al hotel y decía así poco más o menos:
«Mis queridos compadres y vecinos don Lotario y Manueclass="underline" Como pasan los días y no llegan noticias vuestras, me determino a escribir. Estoy atento a los periódicos por si viene algo de vuestras aventuras y descubrimientos, pero en vano. Una de dos -pienso-: o lleváis la cosa muy en secreto o todavía no veis bastante claridad como para echar las campanas al vuelo. Sea como fuere estoy seguro que saldréis airosos y con el mingo puesto. De todas formas, decidme algo aunque sea en corto, que no me gusta tan larga ignorancia de los amiguetes.
»Por aquí nada de particular. Siguen con las obras del Casino de San Fernando, que va a ser el cuento de nunca acabar; y cada día hay más autos y conversaciones de fútbol. Lo de los coches me lo explico, porque es una cosa muy aparente para que los seres se hagan la idea de que viven más y mejor. El moverse de prisa y despatarrado sobre un motor permite a los cimas creerse superiores y señoritos de antes. Luego, la verdad es que no tienen donde ir, pero parece que cambiando de sitio se cambia de dolor. Lo del fútbol lo entiendo menos. He visto en mi vida cuatro o cinco partidos cuando jugaban en el campo de Peinado, y me parecieron la misma comedia, sosísima, representada por parecidos actores. No me explico cómo los españoles, tan aficionados a cosas de bulto y colorido, se apasionan por espectáculo tan liso. Pocos inquilinos deben tener en la cabeza quienes se chupan las semanas enteras con la monserga del fútbol. El emplear la vida, tan corta, en negocios tan sin gracia ni provecho declara la falta de imaginación de la mayor parte de los cerebros que pela barbero y cubre boina. Y se me alcanza que la gente es tan así que no sabe lo que ve ni a ciencia cierta lo que le gusta. Y sólo ve, oye y dice lo que le dicen que vea, oiga y diga. Los de izquierdas acusan a los gobiernos de fomentar esta pamema del fútbol para tener a la gente enajenada de asuntos recios y capitales. Ignoro si será verdad del todo, pero si no lo es parece mentira, porque con un fútbol bien administrado por toda clase de voces, figuras y letras, se puede conseguir que en unas elecciones salga triunfante don Práxedes Mateo Sagasta, pongo por caso de político enterrado hace muchos años. Cuando Eugenio Noel, aquella lumbrera, dio la conferencia famosa en el Círculo Liberal el año dieciséis, dijo que los españoles estaban entonces engatusados con pan y toros. Más toros que pan, se entiende. Y añadió que los romanos lo hacían con pan y circo. Pues siendo tan manejable la mentalidad de la gente, porque infinito es el número de sinsustancias, entiendo yo que gobernar está tirao y ahora más que nunca con televisores y radios. Y si a los más se les da fútbol, a unos cuantos cuartos y a otros cuantos un poco de palo, todo queda como una malva y el reinado que sea puede durar mil años, siempre a base, claro, de que no cesen ligas, copas y los campeonatos mundiales… Bien es verdad -y en parte vuelvo de mi acuerdo- que desde que el mundo es mundo, las pocas cosas que de verdad se piensan y hacen, son labor de muy pocos, ya que la mayoría, aparte de querer cuartos y salud, no se aclara. Por aquí lo que mayormente hay son novedades mortales. Ya sabéis lo que decía el médico don Gonzalo, y que yo, cansinismo, tantas veces repito: "En septiembre se tiemble". Y bien que hay que temblar en esta otoñada pues cunde un desvieje de padre y muy señor mío. Desde que tomasteis soleta, la espichó Pepe Rasura en pocas horas. Se acostó con dolor de cabeza y a la tarde siguiente lo llevamos al camposanto muy aparente de mortaja, pero más quieto que un canto. El pobre Clemente Pozuelo acabó ayer sus sufrimientos de tantos años; y don Anastasio Córdoba está ya con los últimos resuellos. Por cierto que hace dos días fui a verlo. Todavía estaba levantado pero con la cabeza como una regadera. Y na más vernos a mí y al que venía conmigo, se levantó muy fino del sillón y nos dijo: "Señores, les quedo muy agradecido por haber venido a mi entierro. Es cosa de unos momentos. En seguida que traigan el cofre y la carroza os dejaré para el resto del calendario". Y dicho esto, se sentó en su sillón muy tieso y cerró los ojos como si ya estuviera en el tránsito. No creáis que… Ha pasado otros dos días diciendo desatinos y sin conocer a nadie, y esta mañana me dicen que ya se encuentra en los rabos de la agonía. En fin, qué os voy a decir, la muerte es mi tema y por ella me espizco. Esperemos que llegue pronto y con educación.
»Esto hay en el capítulo de muertos. En el de cuernos, nada nuevo. Siguen los viejos chismes que nunca se confirman, como es natural en esta clase de tutes. De maricones tampoco hay mayores noticias. Al parecer no aumentó el censo o nada llegó a mis oídos. De curas sí ha habido algo. Por lo visto llegó uno muy moderno que ha dicho en el pulpito no sé cuántas cosas de la justicia social y contra los ricos, e incluso indirectillas contra el gobierno. No te quiero decir cómo ha sentado en las fuerzas vivillas y en el mismo clero estacionario. Sería grande que por primera vez en la historia los curas españoles se diesen de guantás. A mí me gusta que por una vez se arrimen a los pobres, aunque sea con su cuenta y razón, que bastanticos siglos estuvieron a la sopa boba de los que tenían y mandaban. Comentando el sermón del nuevo, decía don José, el director del banco: "Este cura no se da cuenta de que cuando Jesucristo decía 'bienaventurados los pobres', se refería a los pobres de espíritu, porque los pobres de dinero, la verdad sea dicha, nunca han gozado de la menor garantía". Lo que puede el oficio, leche.
»De nacimientos y bautizos no os hablo porque eso ya nos queda muy lejos. Tampoco tengo interés en saber de los que empiezan a pollear. Bastantes trabajos les quedan. Todos los días la Rocío me habla de vosotros. Dice que estáis echando la última cana al aire. En fin, muchachos, supongo que el Faraón os dará algún buen rato que otro. Ganas me dan de ir a veros, pero me empereza pensar en otra cama y en otro retrete. Uno está hecho a lo suyo y no hay manera más dulce de irse yendo que sobre el carro de la rutina. Que traigáis muchas cosas que contar y un algo para la Rocío, que bien se lo merece por el apego que os tiene. Abur, justicias, y un abracete de este que lo es. Braulio.»
Plinio mandó a la Gertrudis que limpiase bien el comedor para celebrar allí la reunión y que preparase café para todos.
Don Lotario compró unos sobres grandes en una papelería de la calle del Barquillo y en cada cual de ellos pusieron el nombre de uno de los asistentes al consejo. Hacia las once y media, pasaron revista al comedor destinado como lugar de consejos.
– ¿Está todo a su gusto, Manuel? -le preguntó la Gertrudis.
– Sólo faltan las tazas y las cucharillas.
– Al contao las traigo. Pero la cafetera la dejaré en la cocina.
– Claro… Y tráete también un paño bien limpio.
Cuando estuvieron los servicios de café sobre la mesa y el paño limpio en poder del Jefe, éste pidió a don Lotario que vigilase la puerta del comedor, no fuese a ser que a la puñetera asistenta, intrigada por la petición del paño le diese por observar. Mientras, Plinio, con minuciosidad, limpió cada una de las tazas, cucharillas y platos.
– Coño, Manuel, y qué gracia me hace verte ocupado en huellas digitales. Tú que siempre fuiste tan heterodoxo en materia científica.
– Los tiempos mandan, don Lotario.
A las doce menos cuarto empezaron a llegar los invitados. Plinio, decidido a echarle a la ceremonia mucha solemnidad y suspensión, los fue recibiendo junto a la puerta del piso. Pocas palabras, gesto grave y fumeteo despacioso. El señor cura, don Jacinto, de vez en cuando echaba la cabeza hacia atrás para poder ver el panorama por las rendijas que le dejaban sus párpados gandules. José María, el filatélico, sin enterarse de nada al parecer y con las manos en el riñon, miraba lejano. Novillo, el funcionario, llegó oliendo a aserrín, que aserrín le empolvaba las cejas, la chaquetilla del año del hambre -debía venir desde la misma marquetera sin tiempo para cambiarse- y la montura de las gafas color chupachú. La portera, un poco arrinconada con ambas manos sobre el anaquelillo que le hacía la tripa y suspirando a la segoviana como le era uso aunque era tomellosera: «Ay, Virgen Santa de la Fuencisla y qué bochorno que hace todavía, mire usted, que ya sería menester que arrefriase un poco, que no es bueno para los cuerpos tanta calentura». La Gertrudis, con su cara de astuta, piernecillas de rama y mirar sin fatiga, hacía los honores y abría la puerta cada vez que sonaba el timbre. La última en llegar fue la costurera, porque tenía su corte en barrio lejano y había tenido que tomar no sé cuántos autobuses para llegar a Augusto Figueroa, según dijo con su voz monótona y mirando siempre alrededor del interlocutor.