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– Ya estamos todos -anunció don Lotario con aire no menos suspensivo que Plinio.

– Pues podemos pasar al comedor -respondió el guardia.

Estaban abiertos los contrabalcones y una hermosa claridad avivaba la plata, los barnices y los servicios de café sobre la mesa. Todos, cada cual en su estilo, parecían un poco envarados, no sabiendo cuáles eran los propósitos de aquel guardia de pueblo.

Plinio les ofreció asiento en torno a la mesa ovalada, mientras retiraba el gran centro de plata para mejor verse las caras. Tomó asiento en una cabecera, y cruzó las manos sobre el tablero de brillante caoba. Todos lo miraban e imitaron su postura, de suerte que en seguida la superficie de la mesa se vio cubierta por reflejos de manos, junto a los de las tazas y azucareros.

– Pues será menester traer unos ceniceretes -saltó la portera entre nerviosa y ausente de la situación, cuando todos esperaban que hablase Plinio- porque los hombres, ya se sabe, en seguida empiezan con el fumeteo.

– Deja, yo iré -dijo Gertrudis dejando a la otra en pie y con el gesto vacío.

La tensión de los concurrentes se aflojó un poco por aquel paso imprevisto y no volvió a su ser hasta que, resentada la Gertrudis y colocados los ceniceros en su lugar, todos tornaron las manos sobre la rutilante caoba y los ojos hacia Plinio. Éste, como siempre que iba a hablar a varios, pensó un momento, apretó los labios, pasó la mano derecha sobre el tablero de la mesa como para quitar una mota, y dijo al fin:

– Durante estos días, todos ustedes, que tanto trato tienen con las hermanas Peláez, han respondido a mis preguntas sobre la posible causa de su desaparición. Yo estoy seguro que me han dicho cuanto sabían, sin embargo, nada he podido sacar en claro. Así las cosas, los he reunido aquí con la esperanza de que al reconstruir los hechos de acuerdo con sus declaraciones, podamos llegar a alguna conclusión.

Hizo una pausa y miró con mucha lentitud a todos y cada uno de los comensales.

– ¡Ay Virgen Santa de la Fuencisla! -suspiró la portera.

La costurera rebulló su estrechísimo culo sobre la silla isabelina y giró un rápido examen con sus ojos sin puntería.

– Éstos son los hechos -continuó Plinio- según los testimonios recibidos. El día de autos, cuando acabaron de comer las amas de esta casa, usted, Dolores Arniches, cosía en el cuarto de labor. Las señoritas Peláez, que durante toda la mañana habían hecho su vida normal, reposaban en el gabinete. Nadie más había en la casa. A eso de las tres y media de la tarde sonó el teléfono. Lo atendió una de ellas. No sabemos cuál. ¿Es así, Dolores?

– Sí señor. Ya le dije que me pareció la señorita Alicia, pero sin certeza.

– En seguida notó Dolores, a pesar de la distancia a que estaba del teléfono, que la señorita Alicia o la que fuese, hablaba con alguien inesperado y que algo especial le decían. ¿Voy bien, Dolores?

– Sí señor.

– Se extrañó, hizo ausiones, preguntas aceleradas y lo más seguro es que pasó el teléfono, si no le fue arrebatado, a su hermana María, que continuó la conversación con idéntica alteración. Exclamaciones y preguntas apresuradas que debido a la distancia que estaba del cuarto de costura, Dolores no pudo entender tampoco…

– ¿Y no salió usted al pasillo tentada por la curiosidad? -preguntó de pronto José María, el primo, con voz desmayada.

– No señor -contestó la costurera muy sofocada-; ganas me dieron, pero estaba abierta la puerta del recibidor, donde está el teléfono, y me podían ver.

– Ah, vamos.

– Pero algo concreto sí que oiría -insistió el filatélico.

– No señor, ya se lo dije aquí al policía Plinio. Sólo noté que estaban nerviosas y que hacían muchas preguntas, como si quisieran saber dónde estaba alguien o algo.

– Eso no me lo dijo usted a mí -le cortó Plinio.

– No señor, di en ello después de hablar con usted la última vez. Yo diría que preguntaban cosas así como «¿Dónde estás? o ¿Dónde vas? o ¿Qué vas a hacer?» Algo de esa manera, ustedes me deben entender.

– Bien… -continuó Plinio-, sigo la relación. De pronto dejaron de hablar por teléfono y seguido seguido, sin pausa alguna, fueron al dormitorio, al baño, se arreglaron y a toda prisa, tomaron la pistola que había bajo el colchón de la cama de la señorita Alicia. La guardó una de ellas, lo más probable, en el bolso de mano, y a toda prisa, se asoma Alicia al cuarto de la costura, y dice a Dolores que se marchan y que ella haga lo propio cuando termine la faena. Que tenían que salir con mucha urgencia… ¿Es exacto así, Dolores?

– Sí señor.

– ¿Y usted no le preguntó nada a la prima Alicia? -volvió José María con voz opaca.

– Pues sí señor, claro que sí. Le pregunté que dónde iban con tanta prisa (ya se lo dije al señor González) y me dijo que a un negocio. Lo recuerdo muy bien, dijo la palabra «negocio», negocio urgente para más señas. Dejó la merienda y el jornal, se despidió hasta el lunes (y para mí que la otra no entró porque lloraba) y las oí salir a toda marcha.

– ¿De modo que la prima María quedó en el pasillo llorando?

– Eso es…

– Pues eso tampoco me lo dijo usted a mí -volvió a saltar Plinio.

– ¿Conque no le dije a usted que se quedó fuera?

– Sí que se quedó fuera, pero no llorando.

– Pues usted dispense, sería un olvido con el nerviosismo del interrogatorio. Que a mí nunca me preguntó policía ni juez.

– Bien, sigo: bajan corriendo la escalera y según la portera, se detienen impacientes en la puerta de la calle, y toman el primer taxi que pasó ante ellas. ¿Fue así?

– Sí señor, igual, igual que usted lo relata. Yo estaba, sabe usted, un poco traspuesta, porque a esa hora, como mi pobre padre decía, pues que me pica el modorro… Pero oiga usted, al sentir aquel taconeo acelerado por las escaleras, pues que me sobresalté. Y me asomé, claro, pero como ellas no me dijeron nadica, pues que no salí de la portería. «¿Dónde irán las señoritas tan apresurás?», dije. Y luego más y más, cuando las vide tomar un taxi, así al vuelo, me volví a pensar: «¡Válgame Dios y que se les habrá roto para ir en auto y toa la pesca!»… Y al poquito de irsen, sabe usted, pues que se me olvidó el trance y volví a mi modorro.

– Bien -concluyó Plinio el monólogo de la portera-, éstos son los hechos que sabemos poco más o menos. ¿Alguno de ustedes tiene que hacer alguna observación más?

Todos se miraron entre sí sin ánimo de hablar.

– ¿Usted, padre? -preguntó a don Jacinto.

– No. Sólo que no entiendo nada. Parece que me están hablando de otras gentes. No puedo imaginarme esos apresuramientos, pistolas y marcha en las hermanas Peláez.