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Y quedó callado con las manos y ojos fijos en el tablero de la mesa ovalada.

Plinio, en vista de la falta de nuevas intervenciones, luego de hacer oído inútilmente un ratillo, dijo extendiendo los brazos y agachando la cabeza:

– Entonces, mi pregunta es ésta: ¿Por qué cosa o persona en el mundo creen ustedes que las hermanas Peláez podrían salir tan deprisa de su casa con una pistola en el bolso? Temo que si nadie atina a responderme, esta investigación, como tantas en el trajín policiaco, habría que darla por concluida…

Y sin decir más, con cierto nerviosismo, sacó el paquete delcaldo y empezó a liar.

Don Lotario lo miraba casi dramático. Aquello de que Manuel estuviese a punto de abandonar el caso, no le gustó nada. Manuel se caracterizaba por terco y triunfador. Manuel iba siempre por sus especiales caminos y no marraba.

– Tal vez para hacer una obra de caridad… son unas santas -sonó lejana la voz del cura.

– No sé qué obra de caridad se pueda hacer con una pistola encima -respondió súbito el veterinario.

Don Jacinto, ni lo miró ni respondió. Se limitó a hacer un gesto ambiguo.

– Yo digo, y ustedes perdonen -dijo la costurera con voz parecida a la de Plinio y sin levantar los ojos- que salir, salir, lo que se dice salir para hacer una obra de caridad con la pistola en la faltriquera, puede ser, nunca se sabe. Pero lo de no volver, es lo peor. ¿Qué obras de caridad hay que no dejen a dos santas volver a su casa?

«Mala leche tiene la costurera de los ojos sin puntería», pensó Plinio.

– Quien dice a hacer una obra de caridad, dice para salvar de peligro grave a un ser querido -se corrigió el clérigo mirando a todos tras el pespunte de sus pestañas.

– Eso está mejor -aclaró Plinio con sinceridad-. ¿Y quién de las amistades o parientes de las señoritas Peláez pudo estar en tan grave peligro ese día?

– Nadie -saltó Novillo, el funcionario, muy seguro de sí-. Vamos, nadie que se pueda saber. Ellas, sin más familia que José María, el primo aquí presente, son mujeres sin pasiones ya, con una vida muy recortada y en orden. Si viviera su madre… o su padre, o Norbertito, el hermano que no llegó arriba, cabría esa desazón, ese comportamiento tan raro y prisoso para sacarlos de algún atolladero. Pero de no ser ellos, que fueron su historia, la razón de su vida toda, ¿quién, eh?, ¿quién?

Y quedó de codos, estrecho como un pájaro, tras el brillo de sus gafas color chupachú.

– No ha citado usted, Novillo, a una persona muy importante -dijo José María con voz opaca y como si la frase se escurriese de sus labios casi grises.

– ¿Quién? -preguntó el funcionario con quirio de cabreo.

– … Una persona que marcó para siempre la vida de María -añadió mirando a Novillo con su cara inexpresiva, pero en aquel momento levemente animada.

El funcionario, luego de meditar un momento, pareció caer en la cuenta:

– … Ya. Se refiere usted al novio famoso.

José María asintió con la cabeza y pronunció muy bien estas palabras:

– Exactamente. Me refiero a Manolo Puchades.

Hubo otro silencio y un intercambio de miradas y observaciones muy variado.

– Ese señor desapareció hace treinta años -dijo el cura sin convicción.

– Pero una cosa es desaparecer y otra es morirse -volvió el primero con esa fatiga del hombre que dice cosas muy resabidas. Y siguió con sonrisa de guasa atenuada-: Todos los muertos desaparecen, pero no todos los desaparecidos están muertos… Estos días, con motivo del cumplimiento penal de lo ocurrido hace treinta años, han aparecido varios «muertos» del año treinta y nueve.

– Sí, pero si fuera lo que usted dice -replicó el funcionario- el ir a verlo con pistola y sin retorno tampoco casa.

– Yo me he limitado a contestar la pregunta del Jefe -añadió José María displicente-. Manolo Puchades es la otra persona, aparte de las citadas, que podía conmover la vida de mis primas, especialmente la de María. Como no es seguro que esté muerto, creo que cumplo con mi deber aportando esta sugerencia.

Otra pausa de meditación general. Plinio miraba con simpatía por vez primera al ceniciento filatélico. Éste, con la barbilla clavada en el pecho, jugaba entre los dedos una bolita de papel o una pildora de nariz. Vaya usted a saber.

Acabada la agradecida contemplación, el Jefe se mesó la cureña, se le notó que afiló la argucia mental y retomó la palabra:

– ¿Alguien de ustedes ha oído hablar alguna vez de una señora de Tomelloso, que vive en Carabanchel Alto desde antes de la guerra, llamada María Remedios del Barón?

Nadie contestó.

– Doña María de los Remedios del Barón -repitió como un maestro de escuela- que vive en Carabanchel Alto, en un chalet antiguo llamado Villa Esperanza… ¿Usted, señor cura?

– No. Ni idea.

– ¿Usted don José María?

Negó con la cabeza y el morro salidoy preguntó escéptico:

– ¿Qué tiene que ver esa señora en este asunto?

Don Lotario quedó totalmente lelo. El que Plinio diese de pronto importancia a su visita con el Faraón a la Barona, le revelaba una vez más la prodigiosa imaginación de su querido amigo y siempre maestro.

– No lo sé. Pero su dirección está escrita precipitadamente en la cubierta de una de las listas telefónicas. Don Lotario, por favor, traiga la lista que digo.

Hasta que volvió el veterinario todos callaron.

La costurera, que fue la primera en ver el escrito, comentó:

– Mire usted que es raro que ellas tan ordenadísimas y siempre con su letra picuda de colegio de monjas, escribieran ahí y así.

– Sin embargo, aunque deformada, parece letra de una de ellas -certificó el cura que miraba las grafías con los ojos muy echados sobre la lista-. No sé decir de cuál, porque todo lo hacen muy semejante.

– En su vida han escrito ellas en papel que no fuese de ley -coreó monologante y sonámbula la portera.

– Y bien puedes decirlo -recantó la Gertrudis- que tenían orden hasta para lo más puerco y con perdón… Yo, claro que conozco a las Baronas de verlas por el pueblo, pero nunca oí hablar de ellas a las señoritas.

– Pues no me extrañaría nada que esta dirección la apuntaran mientras hablaban por teléfono -confirmó Plinio, como ausente.

Siguieron un poco más las divagaciones sobre lo escrito en la lista telefónica y la posible relación de la Barona con el caso, y cuando Plinio vio que falto de tensión el concilio amenazaba quiebra, dijo de pronto con tono joviaclass="underline"

– Pero bueno, Gertrudis, ¿para qué nos has puesto aquí estas tazas si no les echas dentro el café?

La mujer, de momento, quedó confusa, ya que Plinio le había advertido que no sirviese hasta que él se lo ordenase. Pero rauda cayó en la cuenta de que en la intención del Jefe había doblete, y luego de replicar:

– Si señor, lleva usted razón y qué cabeza la mía -marchó a la cocina muy telenda.

En un carrito con ruedas trajo los jarros y azucareros, y empezando por las mujeres y el señor cura, según le tenían enseñado, fue sirviendo café y leche en las proporciones que cada bebensal deseaba.

Y así que acabó el cucharilleo, sorbeteo, limpieza de labios y alguna que otra relamidez, los conciliados quedaron, poco más o menos, mirando a Plinio y con una cara que venía a decir: ¿y ahora qué?

Manuel González, el Jefe de la G.M.T., consciente de aquella suspensión o amago de aburrimiento, con la solemnidad que él se sabía y gesto impenetrable, empezó a liar sucaldo con precisa artesanía y manipulación.

Durante la espera, la Gertrudis parpadeaba. La portera se quitó de la toquilla unas migajas inexistentes. La costurera giraba lentamente hacia unos y otros sus ojos infiables. El cura bostezó sin poderlo remediar con dinámica furibunda. Novillo, a todas luces impaciente, y sentado en el borde de la silla, tamborileaba con los dedos sobre la superficie espejeante de la mesa. Y el primo José María, aburrido, con los brazos estirados entre las piernas y unidas las manos muchísimo más abajo de la bragueta, se balanceaba rítmicamente con un gesto sonso y los ojos cenicientos clavados en la tacilla del café.