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– Mañana te tienes que encargar el traje.

– ¡Miau!

– Pero bueno, Manuel, ya estás otra vez con tus pesimismos famosos. Cuando no te salen las cosas tan rápidas como tú quieres, la rabieta y cataplum, todo a tierra.

– Que rabietas ni qué cuernos, si es que aquí no hay nada que hacer. No ve usted qué familia. A las gilipollas esas a lo mejor les dio el telele extravagante de irse a la India a curar leprosos y nos estamos aquí tocando el violón hasta el siglo futuro… Te parece si la que nos ha armao el pasmao ese con los sellos… La vergüenza que me da a mí ahora pensar en las tazas y en las cucharillas metidas en los sobres, cada una con su nombrecito… Le digo que…

– Ay Manuel, que me troncho. Que sólo tienes gracia de verdad cuando te cabreas.

– Y a ver con qué jeta voy a decirle yo ahora al comisario que tanto aparato de huellas «datilarias», como dice la Gertrudis, sólo ha servido para encontrar cuatro sellos de «doce cuartos»… Si es que tengo la negra con las huellas digitales. Cada vez que las tomo en cuenta, ¡zurrapa!

Don Lotario se reía tanto y con tales aspavientos, que algunos transeúntes lo miraban con gusto.

– Lo que más gracia me ha hecho es eso de imaginarte los sobres con el rotulillo y la taza dentro.

– La taza, el plato y la cuchara. Leche. ¡Qué ridículo!

– Anda, por favor, calla, que no puedo más.

Cuando se serenaron los ánimos de uno y las risas del otro, tomaron un taxi y marcharon al Mesón del Mosto donde habían quedado con el Faraón.

Los esperaba en la barra hablando con la dueña y entreverando el vino blanco de Tomelloso con asadurillas fritas con ajos. Tenía el morro aceitoso y comía con mucha degustación y movimiento de carrillos.

– ¡Coño, ya están aquí los de la justicia! -exclamó al verlos-. Ponles primero cerveza para regar la plaza y asadurillas abondo, que siempre fueron estos golosos de fritanga.

Después de saludar a los de la barra y leer los carteles alusivos a Tomelloso que allí había, Plinio preguntó si estaban ya preparados los galianos con liebre que les prometió Antonio elFaraón.

– Sí señor -dijo la dueña-, que esta mañana llegaron las tortas de pastores en el coche de línea y dentro de unos minutos, como me pidió aquí el señor Antonio, estarán listos.

En éstas estaban cuando unas bocas asomadas en la puerta empezaron a cantar:

Somos manchegos,

tomellosanos,

los que cantamos

con frenesí,

a la victoria

que conquistaron

quien nos legaron

tan rica vid…

– ¡Pero bueno, de dónde salís vosotros, gavilla de camastrones! -les gritó el Faraón.

Y los cantores, desafinados, Luis Torres, Jacinto Espinosa y Manolo Velasco, continuaron con el «frenesí» que pedía la letra. Mejor dicho, sólo cantaban Luis y Jacinto, porque Velasquete se limitaba a sonreír con timidez.

… Hidalgo pueblo,

por laborioso,

bien te mereces

este laurel.

Tus fieles hijos

de Tomelloso,

de ti seremos

heraldo fiel.

– Venga, cansinos, entrar de una vez y dejaros el himno en la puerta -insistió el Faraón. Pero los líricos, que venían terquísimos y un poco chateados, seguían sin destapar la puerta y enlazados por los hombros:

En lo que fue infecundo

del Tomillar del Oso

levántase imperiosa

nuestra gran población.

Emporio de riqueza

es nuestro Tomelloso,

que a bravas mocedades

debemos su creación.

Po, Po, Po, Po…

Somos manchegos…

– Pero ¿vais a empezar otra vez, so virulos? Ya ha estao bien de himno patrio. Venga, entrad y tomad algo.

– Si está aquí el agente Cipol de Tomelloso -exclamó Luis Torres dirigiéndose a Plinio con la mano tendida.

– Y el Cipol don Lotario… y el Faraón. El no va más en nuestro pueblo en materia de crímenes, robos y cachondeo. Y esto último va sólo por Antonio -completó Jacinto echándoles las manos.

Así que pasó un poco la euforia de los saludos, se añadieron al vino, a la asadurilla y otras golosinas del diente y el galillo que allí preparan para facilitar el trago.

– No hay como estar contento -dijo de pronto Luis Torres, dándole al Faraón en la espalda.

– El vino ayuda mucho a la contentación y al cipoteo. Eso es viejo -glosó el gordo.

– Tú estás muchas veces contento, ¿eh, Faraón? -le preguntó Jacinto.

– Yo, pase lo que pase, toas las fiestas, vísperas de fiesta, jueves y demás días de entre semana. No tengas cargo que me voy a morir de un berrinche por cualquier cosa. La vida dura menos que un gargarismo y siempre que no puedas montar gamberras güenísimas, no hay como apescarse a la barra de un bar con cuatro amigos juguetones, y ensilar hasta que el ombligo se ponga rojo-peligro. Todo lo demás, leche y picón.

– No hay como estar contento, sí, señor -repitió Luis-. Venga, Adela, echa otra ronda, pero sin pulso. ¿Usted está contento, Manuel?

– Yo no soy muy extremista. Ni me enserio mucho ni me río demasiado. Todo lo llevo con aire un poco distante y de buen conformar.

– Éste es vino con sifón, pero con mucho aguante -reforzó el Faraón-. Sin embargo, don Lotario, cuando se pone frenetiquillo, arpeo prisosísimo…

– De todo hay en la viña del Señor -dijo don Lotario mirando a Plinio.

Velasco se rio dulce mirando al veterinario y éste hizo un gesto ambiguo como si no le gustara hablar ante Plinio de sus euforias extraoficiales.

– Ustedes, como están en Madrid varios días, no se han enterado de la guerra de las boinas -dijo Luis con aire sentencioso y decisivo.

– Ni palabra. No llegan correos -contestó el Faraón.

– Hombre, aquello ha sido el rematín -siguió Luis con su aspecto de matador de toros jubilado y sacándose un papel del bolsillo.

– No, antes de leer eso, espérate que les ponga en antecedentes -pidió Jacinto con sus ademanes metódicos-. Se trata de lo siguiente: en el Casino de San Fernando, la nueva directiva, a la cual pertenezco, en una junta general apuntó la idea de que los socios estuvieran en el local descubiertos. Ya saben ustedes que ésta es una aspiración de siempre de los socios ilustrados. Que siempre se dice y nunca se consigue. Pero, amigo, el otro día, sin saber por qué, se armó la de Dios es Cristo. Los «caballeros cubiertos» se cerraron en banda a quitarse la seta y han repartido un manifiesto…, que yo creo que está redactado por Braulio el filósofo, y que ya se lo sabe todo el censo de memoria. La cosa está brava, y llevamos unos días, que no quieran ustedes saber, la guerra civil.

– Es que la habéis tomao con los pobres hombres de la boina -dijo el Faraón muy grave-. Si desde que nacieron llevan la boina puesta; si así que se la quitan en el responso de un entierro se acatarran, ¿cómo queréis que estén en los salones del San Fernando todo el día con la cabeza descalzá?

A Velasco, que reía con la boca cerrada, se le saltaron las lágrimas.

– … Es pedir un imposible -continuó el Faraón muy predicadera-. Mi suegro se acostó con boina toda la vida de Dios… y agonizó con boina. Y se confesó con boina, y se murió con la boina metida hasta el caracolillo de la oreja… Y mi suegra, que ésa todavía vive, lo amortajó con capisayo y el capuz de franciscano tapándole la boina para que no se rieran del pobre hombre. Pero no se la quitó, porque sabía que era darle el gusto postrero… Allí todos los del campo duermen con la gorra puesta, sí, hombre. Y los ves en la cama, como yo he visto a muchos, la cara tapá con el embozo y sólo asomando lo negro del paño. Que hace muy raro, pero es así. O están en agosto en cueros sobre la piltra, pero sin apearse el casquete. Y eso da más risa. A casi todos los habitantes virulos de Tomelloso los engendró su padre con la boina puesta. No se la quitan ni para el montaje femenino, ¿y quieres tú que se la quiten a la vejez, en el Casino? Miau.