– Además, hay una cosa que importa mucho -dijo Plinio con cierta sentencia cuando amainaron las risas-, y es que como tienen la cara tostada del sol, la frente blanca y el pelo amagao, les da vergüenza descubrirse. Se sienten feos.
– Eso del bicolor que tú dices es lo de menos. Es la costumbre y el miedo al constipao -le interrumpió el Faraón-. El hermano Toribio Lechuga, cuando va a la barbería, mientras lo afeitan tiene la gorra encasquetada. Como no hay más cáscaras que descubrirse para que le pelen, pues a estornudar súbito. «Yo, ya se sabe (me tiene dicho), desde la barbería a la botica de doña Luisa.» Fíjate a donde llegan.
– Y en los cascajales de Tomelloso siempre hay muchas boinas viejas -dijo de pronto don Lotario muy cargado de razón.
– Anda, leche -saltó el corredor de vinos muy payaso-, y qué tendrá que ver una cosa con otra.
Velasco reía ya con ambas manos en la barriga.
– Hombre, lo digocomo demostración de la cantidad de boinas que se consumen allí -dijo el albéitar como disculpándose.
– Bueno, ¿leo el manifiesto o no? -dijo Luis Torres esgrimiendo el papel.
– Venga, lee -consintió Plinio-, que siendo de Braulio tendrá causa.
Y empezó, inclinando un poco su cabeza cana sobre el papeclass="underline"
– «Casineros de Tomelloso: el señoritismo local, aconsejado por el cine, la televisión y los viajantes, quieren que nos descubramos…
– Pero, coño, ¿qué pintan ahí los viajantes? -explotó de nuevo el Faraón, que con el vino le había dado coherente.
Otra vez carcajada general, beborreo y ataque a un plato comunal de criadillas fritas con ajos achuscarrados.
– Venga, sigo… Para él los viajantes son gente distinguida… «Los levitas del pueblo, la parroquia del fútbol, los que van a Entre- lagos y los niños mindongos que estudian en Madrid, Salamanca y Cádiz, quieren que nos quitemos el abrigo del pelo… Los de las motos y autos, los tractoristas a la americana, los curas republicanos y los alcoholeros de Jerez, quieren que dejemos las boinas, para que las destruyan los abonos químicos…»
– Pero yo estoy loco, ¿o me queréis explicar qué pintan ahí los abonos químicos? -paró terquísimo el Faraón, echando la mano sobre el papel.
– Ya sabía yo que ibas a saltar otra vez al llegar a esto -comentó Luis.
– Hombre, por Dios, eso es un fallo -terqueó.
– No me suena a Braulio -comentó Plinio-; él no dice esas cosas; además, no salen muertos.
– Sí salen muertos, ya lo creo que salen -afirmó Luis-; espere usted unas chuscas. «Nosotros, los tomelloseros legítimos, los descendientes directos de Aparicio y Quiralte, y de los mejores La- ras, Burillos, Torres, Rodrigos y Cepedas que en el pueblo ha habido, toda la vida de Dios fuimos viñeros cubiertos. Con la boina puesta ensanchamos nuestro término hasta Villa Robledo y Criptana, hasta Socuéllamos y Pedro Muñoz, hasta Manzanares y la Solana…
»Con las boinas caladas amañanamos con el sol durante siglos, sufrimos recias trasnocheras y transformamos a nuestro pueblo en el imperio del alcohol vínico que hoy envidian Argamasilla y Herencia…
»La boina es símbolo del trabajo y honradez de los más genuinos de la ciudad; de los que hicieron viñedo el erial, cuevas de la tosca; de las pedrizas bombos y de los caldos mistela; la boina es la enseña de los que a mucha honra olemos a madres y a vinazas; de los que hicieron en fin nuestro escudo, con la liebre saltando un tomillo a la torera…
– Ay qué tío. Será a la lebrera.
»Desde que el pueblo es pueblo, desde los tiempos de la hermana Casiana y don Ramón Ugena, del Estopillero, el Varal y la Yes- quera; desde los años del Maestro Torres y el alcalde Chaqueta; desde antes de nacer doña Crisanta, cuando estaba el cementerio en la glorieta; desde que el Rollo de San Antón estaba tieso y hacían la feria en la calle de la Feria… La misma revolución de los consumos, en fin, ya la hicieron nuestros antevivientes con la seta puesta.
– Coño, ahora se pasa al verso.
– Tú calla, hombre, que lo pone así para que se quede en la memoria. Sigo:
»El camposanto nuevo y el antiguo está cuajao de boinas abrigando calaveras. Tomelloseros legítimos: hombría, aguante y corazón; la historia es nuestra… Levitas y chaquetas, señoritingos del cigarro rubio y calzoncillos sin bragueta, vosotros, al Círculo Liberal o al Entrelagos, a presumir de whisky y coctelera, de langostas carísimas que están dejando a tanta gente en la miseria, que nosotros, los verdaderos hijos del terruño, seguiremos aquí en el San Fernando como la vieja guardia de la cepa… Con las blusas negras y las boinas puestas, bebiendo agua sola y hablando de los pámpanos, comiendo pipas y teniendo lo que hay que tener en la entrepierna…
«¿Que nos llaman virarlos y candorros? ¡A hacer puñetas! Que por nosotros coméis y tenéis uvas, por nosotros podéis llevar chaquetas mariconas con las faldas sueltas y mientras vivamos, a joderse, veréis el Pretil y el San Fernando llenos de hombres con las boinas puestas… ¡Candorros de Tomelloso, uniros, que al final la victoria será nuestra!».
Acabado estaba el manifiesto boinalista y casi sus comentarios, cuando sacaron los galianos humeantes.
– Hay para todos si queréis.
Juntaron las mesas y pusieron la sartén en equidistancia.
– ¡Hale!, muchachos, al galiano pastoreño. Venga Velasquete, no diréis que no somos buenos -proclamó el Faraón- que habéis venido a sopatalega y os encontráis con una comida en regla.
– Pero invitamos nosotros -saltó Luis sentencioso.
– Tú aquí no invitas ni a cañamones, niño bonito. Tarde y noche hay por delante para que siembres bíiletones hasta el hastío, que hoy vamos a currelar por el Madrid ye-yé… hasta la hipoteca del quiñón. Y además, el que suscribe, va a echar el chorizo en aceite. Eso fijo y firmao.
– Estás enloquecido, Antonio -le avisó Plinio.
– Ni enloqueció ni na'. Que me siento joven y prepotente. Priapista total.
– Tú que va, presunciones -le pinchó Jacinto-. Al segundo rodeo, si llegas, zurrapa.
– Y además, si con esa barriga no te ves el alijo -le añadió Luis.
– Si eso no es para verlo, muchacho, sino para la intromisión y el solaz. Tampoco te ves el estómago y mira que gusto que da sentir llegarle los galianos, las presas lebreles, el vino granate y el caldete espesorro. ¡Ay Dios mío!, comer, beber y darle lo suyo al rodal del regocijo. Eso es vida. Todo lo demás, convenios colectivos.
– Desde luego, Faraón, el vino te hace efecto al contao -lo pinchó Jacinto.
– Y a ti, anda leñe, que ahora mismo tienes los ojos bombeando. Lo que pasa es que yo soy más orador y aparatoso. Si no fuese por el vino administrao, se pasaría uno la jornada blanqueando el nicho. Él, barre recochuras y pone la risa a flote. Da corriente a los nervios, despabila la bellota, hace buenos a los amigos, y a todas las mujeres comestibles. Enferia el corazón y lo calienta. Te llena los toneletes de leche. Deshollina el riñon, te quita peso, encarga palabras, llama chistes, caldea los ojos, ensalsa la lengua, y te pone la vida como un haz de alegrones. Beber con tiento es volverse mozo, ver las corridas llenas de flores y sentir las manos con ganas de teta y los pies bailones. El vino es la sangre que mensila el gran papo del globo terráqueo. El mero caldo de la creación humana. Todo lo grande de esta vida se hizo al correr del vino. Los árboles cabezones, las mujeres caldosas, los jardines cachondos, los animales valientes, los pájaros sin ley, las perdices tintorras, la carne de cabrito desollada, el aceite que fríe, el muchacho que bulle entre pañales, la mañana que rompe la ventana, el sol que a la caída entomata los vidrios, los volcanes de yeguas desbocadas; todo lo bueno y grande de la vida es por el brío del vino…