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– Cómo se ve que es corredor de caldos -dijo Jacinto tímidamente, porque el Faraón, como inspirado, entre bocado y bocado, entre vaso y vaso, seguía sacándose versículos dionisíacos.

– … Cuando a uno le viene el tetelele y lo rodean de cirios, es que perdió el auxilio vinatero. El impotente, descuidó la frasca. El que ve negra la vida, tiene el remedio en la cuba. El agua viene del cielo y el vino del carajón de la tierra. No hay cine como vaso al trasluz. Ni son como el chorro de la bota. Límpiate la conciencia con cerveza, y después, paso a paso, haz tuya la frasca. Bebiendo y hablando se hace uno hombre. Bebiendo y cantando se dispersa el pesar. Un vaso de vino sobre vientre de moza, ¿qué más quieres compañero?

– Ay qué tío, si va a resultar más poeta que Braulio -saltó Luis.

– … No hay como estar sobre una tinaja al caer la tarde…

Los misterios de Carabanchel

Acabada la comida, tomado el café y despuntado el faria, a Plinio le dio mohína. Y claro está, dejó de interesarle tanta risa, aspavientos y redoble. Siempre le resultaba sospechoso el excesivo jolgorio. Era la manera más infantil de sacudirse la pez de la vida y el sombrón de la inanidad. Es muy pesada viga para que al que más y al que menos le guste quedarse solo consigo, mirándose la punta de los zapatos, las transparencias de lo pasado y el seguro cansino porvenir. Y la gente, claro, se arrima a las barras de los bares, saca gestos de falso poder, voces del ser fuerte que soñó, cuenta historias con mozas del don Juan hermosísimo que no fue y siempre que le dan baza, hace su propio teatro y representa los papeles deformados del que se pensó. Y así va la vida. Cada cual y en cada día, se echa a la calle con el reparto de figurantes de sí mismo y su repertorio de fábulas consoladoras. Sólo unos cuantos, muy pocos, los auténticos, los conscientes de su propio hueso, de su triste caída de ojos y de la medida y trazo del charco de su sombra, están conformes con su gesto y con su alma. Como él tal vez. Plinio nunca se tuvo lástima. Ni lástima ni admiración. Un día se lo preguntó don Lotario: «Manuel, ¿tú no te das lástima algunas veces?». «Ni me doy lástima ni gusto -le respondió-. Me recibo con naturalidad. Sé que me tengo que dejar. Hago en la vida lo que quise hacer. Ni más ni menos. Y sé que lo que hago es tan mentira como lo que veo que otros hacen. Pero hay que tenerse un poco de transigencia y aceptar la mentira que nos cayó en suerte, que nos vale y remedia. Y usted, don Lotario, ¿se tiene lástima?» «Tampoco, hermano, y gracias a ti. Hay dos clases de personas: las que para aguantar la vida necesitan algo. Como tú. Y los que necesitan a alguien. Como yo.» «¿Y quién le dice que yo no lo necesito a usted?» «Ya lo sé, Manuel, pero de otro modo. Yo te necesito como todo. Tú me necesitas como mirón que no falla. Tú gozas enseñándome tu razón. Yo, contigo y con tu razón, porque si tu razón fuese otra, de igual modo sería tu pareja.»

Cuando Plinio regresó desde las altas cámaras de su pensamiento al Mesón del Mosto, notó que el veterinario lo observaba. Y se inclinó para decirle al oído:

– Voy ahí al café Comercial a dar una cabezadilla. Con los galianos y tanto vino estoy un poco bombizo. No sé qué haré después. Si cuando levanten ustedes la sesión no le he llamado, acérquese usted por allí.

Se despidió de todos pretextando faena y marchó. Se sentó en una mesa apartada y luego de pedir un cortado intentó dar una cabezada, pero no atinó con el sueño. La mohína y modorra que le llegó después del almuerzo tenía su aquel profesional. Con el puro entre dientes y la mano en la mejilla miraba el tráfico de la glorieta de Bilbao. Los coches no dejaban ver las cosas. No deseaba, ni por pienso, volver aquel día a la casa de las de Peláez. ¿Para qué? «En serio, Manuel, hablando muy en serio, este caso está terminao.» No tenía un mal viento que le picase en la nariz. «El comisario habría llamado por teléfono a Augusto Figueroa para ver en qué había parado lo de las huellas digitales, según quedaron. Era igual. Novillo andaría otra vez repartiendo encargos de marquetería o a lo mejor ya estaba en el café Nacional con su periódico delante. Y el imbécil de José María, después de trasladar la causa de la desaparición de sus primas a un noviazgo de hacía treinta años, estaría en su casa nadando en gusto, mirando y remirando los cuatro sellos que birló de la caja de caudales, la que estaba detrás del cuadro de su tío Norberto, padre de las hermanas coloradas, el que fue notario de Tomelloso, luego de Madrid, viajó a Roma, escribió cartas y se murió una tarde.» Pasó un hombre vendiendo periódicos y compró uno. «A ver si decía que aparecieron las hermanas coloradas, violadas, junto al Pozo del tío Raimundo. Lo mejor sería irse al hotel y acostarse a ver si pasado el sopor de tanta grasa y caldo se revenía alguna idea, y si no, qué leñe, al día siguiente devolverle el caso al comisario, encargarse el traje en casa de Simancas y largarse a Tomelloso. Sería lo mejor.» Pagó. Tiró el periódico, y fue al teléfono para darle a don Lotario parte de su plan.

Comprada la ficha, ya en la cabina, al tomar la lista para buscar el número del teléfono del Mesón del Mosto vio sobre la cubierta escritos varios números con letra desigual. Volvió a su memoria la lista de las hermanas coloradas…, su espera en el Nacional, la vuelta de don Lotario y el Faraón; doña María de los Remedios del Barón, la de los recios calores, la de la carne de teta, la del otoño encendido en su jaraíz. Qué raro todo. Qué extraño telegrama de sangres le llegaba, que de pronto se sintió despejado, ligero, casi lírico. Era la última diligencia que le quedaba por hacer. Sintió los poros anchos. Buscó el número. Llamó al Mesón.

– Oye, Adela, dile a don Lotario que se ponga.

– Oiga, don Lotario, he decidido ir ahora a la casa de la Barona como le dije. A ver qué sale. Nos veremos en Gayangos a tomar unas copas antes de la cena.

– De acuerdo. A ver si así por lo menos te animas.

– Voy sobre todo para atar el último cabo suelto…, mejor dicho, el único.

– Además, esa diligencia tenías que hacerla.

– Será un chasco como el de los sellos. Ya verá usted.

– No adelantes. Ya contarás. Hasta luego.

En la misma glorieta tomó un taxi camino de Carabanchel Alto.

Desde que fue soldado no había vuelto Plinio por Carabanchel. El único recuerdo que le quedaba era una larga barbacana de piedra oscura que remontaba la acera derecha conforme se llega de Madrid. Calle del General Ricardos arriba vio edificado lo que en sus tiempos fue campo. Entonces pasaba el tranvía entre solares y descampados, intercalados por alguna taberna solitaria con obreros que jugaban a la rana o discutían de política. Ahora era calle continuada, con edificios a lo moderno.

Pasó ante la Colonia de la Prensa, tan famosa antaño, que ahora tiene aire abandonado, mal pintada y con yesones caídos. Los chalets de ladrillo rojo que tanto abundaban y fueron antes recreación de los poderosos de la capital, habían desaparecido o estaban en ruinas. De algunos quedaba la verja pintada de verde y la fachada negro-grana, pero dentro, en lo que fuera jardín, con frecuencia había edificios sin gracia, como huéspedes inadecuados.

Todavía se veían algunas casas pueblerinas, con la puerta de la calle cubierta de chapa pintada, patio hondo y estrecho con alguna verdura, y al fondo la vivienda. Al pasar ante ellas recordaba las mujeres de aquel tiempo, con la falda hasta los pies y el pelo recogido en un moño alto, que al caer la tarde se sentaban en la calle a tomar la fresca. Se echó una medio novia de aquella traza, que tenía una tienda de huevos y un lunar grande en la barbilla. Cuando se marchaba al cuartel ella lo despedía desde la puerta de la tienda tirándole besos disimulones.

La vieja barbacana estaba cortada, sólo quedaba el rabo final, como recuerdo. Desde ella, sobre todo en la parte frontera a la plaza, fumó el Plinio soldado cientos de pitos y revisó muchas mozas de moño alto.