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Manuel estuvo a punto de reengancharse en la mili para hacerse chusquero, pero al fin no se decidió. Lo de pasarse la vida poniendo quintos en fila no era su vocación. Volvió al pueblo con intención de irse a las viñas, estuvo un poco tiempo de bodeguero, pero al fin el alcalde Carretero le ofreció un puesto de guardia municipal.

Dejó el taxi en la plaza, junto a la iglesia de siempre y miró con nostalgia a todos lados. Allí se celebraba la verbena el día de San Pedro. Aquella noche, a los más enchufados les daban permiso para ir al bailongo público, comer churros y montar en el tiovivo con la huevera de turno. En aquel tiempo todavía había muchos castizos de gorra visera y pañuelo blanco al cuello, que hacían desplantes pintorescos, bailaban el chotis con ademanes de equilibrista y se sentaban con las piernas muy abiertas, el cuerpo inclinado hacia delante y la mano en el muslo. Todavía se decía entonces: al que Dios le da ventura no necesita cultura. Eran gentes que en todo momento se creían obligados a demostrar ser machísimos. ¿Qué fue de ellos? Ya estarían haciendo la higa en el cementerio católico, sin organillo que llevarse al oído ni gachí a la mano tonta. La pobre huevera, que se llamaba Consuelo, tal vez sería alguna de las ancianas combadas que en aquel momento salían de la iglesia. A lo largo de tantos años, sólo recordaba su lunar, el restante solar de su cara se lo llevó el olvido. Todo aquello estaba transformado. Muchos edificios de corte agrio, moderno y provisional. Los de los bancos eran mejores. Bares con televisión y coches por todos sitios. Entonces los tranvías amarillos y lentísimos llevaban a Mataderos, al Bajo y a Madrid. Allí paraban en la Plaza Mayor. Tranvías con bancos de madera a la larga, llenos de mujeres con cestas, soldados y hombres de oficio. Recordaba que una vez hubo huelga de tranviarios, llevaron los coches soldados de ferrocarriles, y lo hacían rematadamente mal.

La calle principal, la que pasaba ante la plaza, tenía aspecto de barrio madrileño con ciertas pretensiones. Pero en los laterales de la calle madre, casi todas eran casas viejas, chalets con aire abandonado, solares y campo. Todavía entre ciertas moles industriales se veían rebaños de ovejas. Creció y se remozó la calle principal, como camino que era, pero los aledaños estaban marchitos. Tronco renovalío con las ramas secas. Ni era Madrid, ni era pueblo. Las villas de recreo ya no recreaban o no lo parecía. Daba la impresión de una mezcolanza de gusto dudoso: casas nuevas hechas con pocos cuartos y aledaños descuidados, terrosos, melancólicos.

Se puso a la faena siguiendo las orientaciones de don Lotario y el Faraón. Tiró por la calle de Eugenia de Montijo. Había muchas calles con nombres nuevos, de militares. Entre dos edificios en regular estado, había un solar muy liso, y desde él se veía un encuadre de Madrid, como en un escenario. A pesar de tanta mole, de tanto humo amarillo y crecimiento, a pesar de tanta improvisación y caos maquinado por locos y negociantes, todavía conservaba Madrid algo de su aspecto clásico, de su estampa a lo Eduardo Vicente. Cúpulas de las viejas iglesias, la mole gris olvidada del Palacio Real, los viejos tejados con chimeneas y boardillas del XIX. Torres con veletas, ringlas de árboles y el sol de siempre que hiere los vidrios más altos al huir. El Madrid anterior a 1936, desde lejos tiene aspecto de ciudad provinciana, entre castellana y oriental, con no sé qué pobreza mal disimulada. No dominan los grandes edificios particulares oxidados con la pátina del tiempo. Falta arquitectura de solera. No se aprecia un trazado racional y clásico. Sobre viviendas deficientes y medianas, destaca el vuelo de las iglesias y la altura superdesarrollada de un palacio o edificio oficial. Aspecto de pueblo menestral o medianamente acomodado, que no tuvo capacidad ni poder para alzarse más arriba de las torres, como ocurre en las grandes ciudades de Europa. Los rascacielos actuales que rompen ese mediocre paisaje urbano, pertenecen a otro mundo, a otras concepciones que nada tienen que ver con lo que había: iglesias, palacios o calles galdosianas. Son nuevo aspecto de la pobreza, de la falta de gusto. No están inspirados por una estética de gigantes como en Nueva York, sino por la especulación del terreno y modelos serificados que nada tiene que ver con el contorno secular. En el núcleo de Madrid pasa lo que en Carabanchel mismo, se saltó de la casa con corral al bloque colmena, sin haber llegado a las grandes avenidas estilo París con edificios de piedra solemne, mayores que las iglesias. El español va siempre desde el conservadurismo más lóbrego a la improvisación alocada. Aquí no hay ritmo, no hay planificaciones graduadas absolutamente en nada. O se remacha el tornillo del inmovilismo hasta saltarle la cabeza o se entra a saco en las fórmulas más atrevidas y extrañas sin consistencia ni orden… Gran parte de la historia española es una colección de pataletas y desplantes junto a los reumas mentales y formales más esperpénticos. Plinio, recordó, que Jonás Torres contó en el San Fernando, que cierta conocida suya muy beata, que tuvo toda la vida una tienda de telas para hábitos en la calle Postas, cuando le flaqueó el negocio y empezó el turismo, puso en Benidorm un establecimiento de bikinis. Por nada del mundo hubiese vendido ella un bañador corriente hasta los años cincuenta, pero al llegar la marabunta, se pasó de golpe de la estameña franciscana aldos piezas con visión de ombligo. También oyó decir que otro caballero de Valencia que durante los años cuarenta era inspector de bailes, y a todas las parejas que se arrimaban menos de una cuarta les ponía multa, tenía ahora un club nocturno en Barcelona con toda clase de licencias. Y es que el español medio, que es muy impresionable y perezoso de cabeza, cambia según viene el viento.

Como no se aclaraba del todo con las indicaciones recibidas, Plinio volvió a la plaza y preguntó por Villa Esperanza a un guardia de la circulación. Lo enderezó bien y llegó en seguida. Era uno de los típicos chalets del Carabanchel de principios de siglo. Grandón, de ladrillo grana-humo, con una sola planta y sótano. Lo rodeaba un razonable jardín abandonado, con una murallita de tapial enjalbegada en sus lejanos tiempos, y cerrado por una verja alta con puerta de hierro pintada de verde desvaído. Plinio, primeramente pasó de largo para explorar el terreno. Su idea era buscar un lugar desde el que observar el chalet a su sabor, pero no halló dónde. Enfrente había un murallón de ladrillo medio derruido. A los lados y detrás, cascote, hierbas y papeles viejos. No veía otra solución que entrar directamente. Tocó un timbre muy alto que vio junto a la verja. Al rato se abrió la puerta del distante chalet y apareció una mujer vieja, con ademanes enérgicos y mal encare. Debía ser la madre de doña María de los Remedios.

– ¿Llamaba usted? -dijo casi a voces.

– Sí.

– ¿Qué quiere?

– Visitarlas. Soy del pueblo.

La mujer quedó indecisa, pero en seguida, tras ella, apareció doña Remedios. Miró entornando un poco los ojos hacia la verja y al reconocer a Plinio se sonrió. Y vino hacia él con aire de gusto.

– Manuel. ¿Y cómo usted por aquí? -decía mientras se acercaba.

La vieja se entró. Doña María de los Remedios abrió la verja con la llave que estaba puesta.

– Pase, pase… Nos vamos de viaje, pero todavía hay tiempo.

– Era por el solo gusto de saludarla.

– Pase…, pase.

– ¿Van al pueblo?

– No, a los baños. Mi madre tiene una artritis muy mala y siempre por estas fechas vamos a un balneario.

La señora, en efecto, iba muy vestida. Su cara parecía clara y despejada, sin aquellos sofocos que le vio en el viaje. Blanca la piel, negrísimo el pelo, siempre sonriente y un poco abultada sin llegar a gorda, a Plinio le seguía pareciendo que estaba muy buena a pesar de sus cincuenta corridos.

En el zaguán había varias maletas.

– Siéntese usted aquí un poco -le dijo ofreciéndole un sillón de mimbre del año que élfue quinto y que estaba en el mismo zaguán.