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Al final de aquella otra pieza muy espaciosa y también desnivelada de techo, se veía una mesa camilla y en su contorno dos mujeres ya pelirrojicanas, aunque todavía más rojas que canas -que los colorados siempre son reacios a la nevada capilar-, jugaban a las cartas con un tipo, ése sí que muy cano, en mangas de camisa. Ellas más que sesentonas, con la nariz respingadilla y gestos muy semejantes y redichos, vestían traje de calle. Él, con la tez blanquísima, el cigarro en la comisura y gesto entre aburrido y preocupado. En primer término había una cama metálica, antigua y hasta bonita, de matrimonio, cubierta con una colcha de color granate, brillante y limpia. Cerca un televisor, un gran aparato de radio pasado de moda y estantes altos cargados hasta los topes de revistas, periódicos y libros. Un armario ropero. Sillas y sillones cómodos y de distintos estilos, y en la pared del fondo, cerca de la mesa camilla, una cama turca con lámpara de pie junto al cabecero. En la parte de las paredes que quedaba libre, infinitas fotografías de gentes que no alcanzaba a conocer Plinio, recortadas de revistas y diarios… Pero a Plinio lo que le llamó la atención desde el primer momento fue el semblante del hombre. Así como las hermanas coloradas daban la impresión de una placidez relativa o al menos de cierto abandono, el hombre -así le parecía a él desde tan pequeño miradero- jugaba mecánicamente, con el magín puesto en otros linderos ajenos al azar de las cartas. María -no le cabía duda a Plinio- estaba sentada a la derecha del hombre. Y se manifestaba con autenticidad infantil y confiada. Él respondía a sus miradas con agrado y oportunidad, pero brevemente. En seguida volvía al juego, a su rebinar, a encender cigarro tras cigarro.

Alicia, por el contrario, a pesar de su parecido con María, demostraba cierta cautela y rigidez en los gestos. Ni miraba al hombre, ni a su hermana, sólo a las cartas. Encogidito el corto cuello, casi pegada la barbilla sobre el escote, estaba en otro mundo posiblemente más próximo al del hombre que al de su hermana. María era la hermana romántica, la natural, abocada a la maternidad, con inquietudes hogareñas. Alicia, cierto que apenas perceptible, mostraba no se qué perfil crítico y varonil y quizás, en sus ratos de paz, una vena de humor saltarín que haría las delicias de María. En las gemelas siempre hay una que piensa y otra que siente. Plinio lo sabía de antiguo. Una que es puro caldo de tierra y otra que vuela histérica y ultrasensibilizada. Una que especta y otra que protagoniza. Una que es glándula y otra cabeza. Una que lleva la matriz y otra los ojos… Plinio pensó encontrarlas más jóvenes, menos retacos. Pero no, sin ser gordas ni mucho menos, se les notaba recalcadas, con los huesos planos y duros, con la piel vinosa y arrugas simétricas y breves. Tal vez María era un poco más ancha y pechudita; Alicia propendía a no sé qué rigidez y graciosa radicalidad en los ademanes. María tenía el mirar acuoso y Alicia frío. Eran ojos de igual color, del mismo tamaño, con las mismas pestañas y cejas color vinagre, pero por no sé qué plieguecillo, inflexión de luz o rapidez de párpado, cambiaban sus comunicaciones y recibo. También las manos eran iguales… aparentemente. Pero María mantenía los naipes con dejadez y holganería y Alicia estiraba los dedos con hechuras definitorias.

Mientras barajaba Alicia con cortes mandarines y perfectos, el hombre se levantó de la mesa, se desperezó con disimulo y encendió otro cigarrillo. Era de mediana estatura, abultado vientre y los brazos cortos y delgados. Había una alejada perfección y simpatía en su rostro. Debió ser joven intuitivo, sincero, y propenso a hablar con efusión emocionada. Parecía un presidiario al que hoy, la ceniza del tiempo, la reclusión y falta de convivencia, velaban aquellas posibles cualidades con un vidrio esmerilado, que lo alejaban de sí mismo. Plinio, que había conocido a muchos ex presidiarios, comprendía muy bien aquel «desparecerse», aquel estar metido en la vitrina de sí mismo, aquella enajenación que daba el aislamiento, el no ejercer la vida, el tener sin actividad tantos resortes vitales, tantas fibras agudas, tantas perspectivas. Lo primero que les fenece a los largamente encarcelados es la natural potencia miradora. Siempre viendo cosas cercanas y pequeñas. Los gestos del hablar también se achican y desbrían y los músculos de la cara adquieren en seguida la gravedad del que piensa más que habla y hace. María, en tanto que su hermana barajaba, miró al hombre y le sonrió con timidez. Él le devolvió la mirada con la cerilla encendida y un intento de sonrisa que se deshizo bajo el aburrimiento de su labio superior.

Plinio decidió entrar. Había que llegar al fondo del asunto. No le resultaba atractivo estarse allí sepa Dios cuánto tiempo. Pero no atinaba cómo hacerlo, cómo interrumpir aquella partida y convivencia. «No cabía duda que aquella tarde andaba mal de astucias. El puñetero vino de Tomelloso, tan altivo de grado, y la pesadumbre grasa de los galianos lo tenían como un haz de manzanillones. ¿De cuándo acá en otra tesitura le dan aquella encerrona? Los policías si tienen faena penosa, deben comer poco como los cartujos y beber menos, como los protestantes que no beban. Pero si comes y bebes a hinchapellejo, las pocas luces que uno tenga, apagón total… Porque tenía muchísima causa eso de que ahora no supiese cómo entrar en la otra habitación.»

Por fin, después de rascarse la sien, retrocedió, dio un pequeño golpe con la puerta que daba al pasillo y avanzó moviendo los pies con descuido. Abrió luego la puerta de cristales con escasa cautela.

Las tres personas que allí estaban, advertidas por los ruidos preliminares, miraban hacia la puerta. Plinio fingió sorpresa al verlos, quedó clavado en la entrada.

Los sorprendidos no acababan de reaccionar. Y más que asustados, pasada la primera impresión, dominaba en sus semblantes la desconfianza; el no saber quién era aquel hombre de traza pueblerina, ni lo que allí pintaba.

Las dos mujeres, sin moverse de su asiento, una con la baraja entre los dedos y la otra con las manos sobre la mesa, lo miraban sin pestañear; la boca entreabierta y las narices fuelleantes. El hombre, de pie, tenía francamente miedo. Un miedo antiguo, medular, inquitable.

– Les ruego que se tranquilicen… -dijo casi rezando el guardia, un poco tímido por la recepción-. Soy Manuel González, el que llaman Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, encargado de buscarlas, señoritas, aunque de momento me encuentre tan preso como ustedes,

Un recuerdo moroso pareció llegar al cerebro de las hermanas Peláez. Guiñaron los ojos y un amago de laxitud se apreció en sus caras.

El hombre, por ei contrario, seguía enconchado en su desconfianza, en su miedo zoológico.

– Plinio -le dijo al fin Alicia-. Recuerdo que papá hablaba mucho de usted.

– Papá y el periódico -añadió María casi jubilosa- ¿No fue usted el que el año pasado aclaró el caso de una chica extranjera que apareció muerta en La Hormiga? -Sí.

– ¿Y que le nombraron a usted algo importante?

– Sí, sí; el mismo.

– Nosotras -aclaró María con júbilo infantil- solemos recibir el diario de Ciudad Real y estamos muy al tanto de lo que pasa por aquellas tierras… Somos manchegas, mejor dicho, tomelloseras de adopción.

– Ya lo sé, ya. Por eso me han encargado a mí de buscarlas.

– Pero siéntese, Manuel, siéntese -le pidió Alicia, con cierto imperio risueño.

Plinio acercó una silla con aire confianzudo.

– ¿Usted se acordaba de nosotras, de nuestra familia? -le preguntó María con ternura.

– Perfectamente. Don Norberto era muy simpático… Muchas veces las vi con sus padres por los paseos de la Estación.

– ¡Qué tiempos aquellos! -suspiró María. Se hizo una breve pausa evocativa.