– ¿Y cómo ha dado usted con nosotras?
– Con paciencia y una serie de casualidades.
Plinio quedó mirando al hombre gordo y pálido, que parecía más tranquilo, aunque no exento de preocupaciones.
– ¿Y usted quién es, señor? -le preguntó con suavidad.
El hombre bajó los ojos hacia las Peláez, como consultándoles la respuesta.
– Es un antiguo conocido -intercedió Alicia cautelosa.
– Por favor, señorita, yo vengo a ayudarlas -dijo Plinio con gesto dulce y tranquilizador- Díganme su verdadera situación.
– Comprendo. Venía a libertarnos… y lo han encerrado también. De modo que la operación rescate ha resultado una birria -volvió Alicia incisiva y en su propósito de no responderle a Plinio.
– No opino lo mismo. Alguien sabe dónde estoy y lo más seguro es que esta misma noche nos saquen de aquí a todos… Quiero decir a ustedes dos y a mí. Porque el señor, no sé si es preso… o carcelero.
El aludido bajó los ojos, cada vez más nervioso.
– A ver si es verdad y salimos pronto de este mechinal -dijo Alicia limpiándose con menudencia unas motas de polvo que solamente ella veía y terne en no recibir las indirectas de Plinio-. Tengo ganas de volver a casa. Estará aquello manga por hombro.
– No crea -aclaró Plinio-, la Gertrudis lo tiene todo muy en orden. Salvo las cervezas que tenían en el frigorífico y unos tacos de jamón que nos sirvió en varias veces, todo está como lo dejaron ustedes.
– No me fío, no me fío. La Gertrudis, cuando no se está encima, es muy chapucera.
En vista de que no había forma de identificar al caballero gordo y pálido por vía directa, Plinio cambió de táctica. Y mientras manipulaba uncaldo preguntó con severidad policiaca:
– ¿Y por qué motivo vinieron ustedes a parar a esta casa?
Las Peláez de nuevo se consultaron con los ojos. María, dubitativa. Alicia, con energía, imponiendo silencio. El hombre deschaquetado dio un paseo corto, mirando con extravío al suelo.
Plinio, sin perder aquella severidad de servicio últimamente adoptada, se puso de pie y apoyando ambas manos en el respaldo de la silla añadió con tono de sentencia:
– Si se obstinan en callar, me es igual. Mañana, si no puede ser esta noche mismo, tendrán que declarar en la Comisaría absolutamente todo… Yo, en lo posible, trato de ayudarlas y aliviarles los trámites más enojosos. Pero están en su derecho de no decirme nada. Ustedes sabrán por qué no hablan.
– Vinimos porque nos llamó él -dijo de pronto María en un arrebato infantil, al tiempo que miraba con los ojos lagrimosos al hombre gordo, que, desazonado por estas palabras, se fue hacia el ventanuco y se agarró con aire avergonzado a los barrotes.
– ¡María! -le gritó Alicia, descompuesta.
– ¿Y él quién es? -cargó Plinio con energía.
– Manolo Puchades, mi novio.
Plinio no se inmutó. Alicia se dio por vencida. Puchades apoyó la frente en los hierros.
– Las llamó, ¿para qué?
– Para que lo sacásemos de aquí, del poder de esas harpías.
Plinio, lentamente, avanzó hasta situarse detrás de Puchades, casi rozándole.
– ¿Y usted, Puchades, por qué está en esta casa? ¿Por qué lo retenían?
Mientras María, por fin ayudada por Alicia, empezó a resumirle a Plinio las causas y razones que pedía, Puchades, sin variar su postura, velozmente repasaba, una vez más, la curiosa historia de sus últimos casi cuarenta años.
«Se recordaba en el año 1932, en la Escuela de Veterinaria, miembro de la FUE. Su madre se empeñó en que tomase aquella carrera, porque un hermano suyo, veterinario muy acreditado en un pueblo de Toledo, había ofrecido traspasarle titular e igualas si seguía sus mismos estudios. Empezó medicina, y cuando la tenía casi mediada, presionado por aquellas promesas, incapaz de disgustar a la madre, pasó a la Escuela de Veterinaria. Era uno de los alumnos más talludos y menos avocados. Tampoco le apasionó la medicina. Su verdadera inclinación era la política. Mejor dicho, el periodismo político, el discurso, la propaganda. Porque la verdad es que reconocía su ingenuidad, su falta de dobleces y astucias para ejercer un cargo de poder. En la Facultad de Medicina fue miembro destacado de la FUE. En la Escuela de Veterinaria, mandamás desde el primer momento. Su madre pertenecía a una familia conservadora y muy religiosa. Su padre, sin embargo y a pesar de ser militar, era, como entonces se decía, un «republicano de placenta». La proclamación de la República resultó una verdadera fiesta en su casa. Todo fue exaltación y esperanza, sin otra sombra que los comentarios displicentes de la madre, que poco a poco se resignó a la nueva situación. Recordaba su ingreso en el partido de Azaña, sus soflamas en la Escuela, intervenciones en las reuniones de izquierda Republicana, sus artículos entusiastas, su vida tan vibrante y activa en aquellos años. Todos los días que le era posible asistía a las sesiones del Congreso… Un domingo en El Escorial, acompañado de otros dos correligionarios, tuvo la oportunidad de charlar con don Manuel Azaña, su esposa y Rivas Cherif, que pasaban allí el día. Fue concretamente, nunca lo olvidaría, en el edificio del Instituto Escuela, frente al Monasterio.
»En el bar Capitol tenía una tertulia después del almuerzo. Allí conoció a don Pío Baroja, y a Julián Ramales, alto empleado del Ministerio de Hacienda, natural de Tarancón, también republicano, aunque no militaba en ningún partido. Estaba recién casado con una ricacha de Tomelloso mucho más joven que él y de apellidos muy rimbombantes. Después de las elecciones de febrero de 1936, Ramales se mostraba algo reticente ante los entusiasmos de Puchades, pero nunca se aflojó su gran amistad.
»Por su padre conoció a la familia Peláez. Un día lo acompañó a la notaría de don Norberto para obtener ciertos poderes. Entró su padre solo, él quedó en un antedespacho. Mientras lo esperaba llegaron María y Alicia. Como don Norberto les tenía prohibido pasar a su despacho cuando estaba con alguien, permanecieron largo rato donde Manolo Puchades. Allí empezó su conocimiento y amistad.
»Le hicieron gracia las dos hermanas casi por igual. Tan menudas, ágiles, infantiles e ingenuas. La que hablaba más y con más ingenio era Alicia. Pero en seguida apreció en María cierta dulzura contemplativa y suave sonreír que le caló más hondo. De manera que, desde aquella tarde, escuchaba a Alicia y miraba a María. Con permiso de don Norberto, claro está, las visitó varias veces, y muy pronto, las tardes que le dejaban libres sus afanes políticos, salía de paseo o al teatro con ellas. Entre sus amigos, él las llamaba «sus» novias. Alicia llevaba muy a gusto su tercería y si era preciso se hacía la distraída. En el teatro y el cine, cuando veía de reojo que los novios se cogían de las manos o se miraban encandilados, mostraba un desusado interés por lo que pasaba en el escenario o la pantalla. Aunque las relaciones se formalizaron con el visto bueno de todos, a pesar de ciertos reparos a la exaltación republicana de Manolo, nunca salieron sin Alicia. Sus únicas oportunidades de estar solos eran al volver a casa. Alicia se despedía de él y la pareja permanecía unos minutos en la puerta de la calle. Cuando a primeros de julio de 1936 la familia Peláez marchó de veraneo a San Sebastián -Pucha- des los visitaría en agosto-, el balance de caricias compartidas se reducía a dos besos furtivos en la mejilla… ¡Ah! Y a una vez que María le pasó la mano por el cabello. Puchades recordó mil veces con ternura aquellos contactos infantiles.
»Acabó la carrera en junio de 1936 y la boda estaba oficialmente concertada para la primavera siguiente. Él pasaría unos meses en el pueblo de la provincia de Toledo, junto a su tío, practicando hasta hacerse cargo de la clínica.
»Le quedó como una fijación obsesionante la despedida en la estación del Norte. Las dos hermanas Peláez asomadas a una ventanilla. Los padres a otra.
»-Ya sabes. Tienes la habitación reservada para el día primero de agosto.