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»-Allí estaré.

»Cuando dieron las campanadas de salida, estrechó la mano a todos. Durante unos segundos retuvo la de María.

»- Hasta agosto, Manolo.

»- Hasta agosto. Escríbeme en seguida.

«Arrancó el tren suavemente y las manos de los cuatro miembros de la familia Peláez aleteaban con ritmo muy parejo.

»"¡Hasta agosto!» Cuántas veces, en aquellos treinta y tres años, soñó con aquella arrancada del tren, camino de San Sebastián; con aquellas ocho manos que vibraban en el aire calino, con aquella voz que le despertaba sobresaltado: "¡Hasta agosto…!". ¿Hasta qué agosto, Dios mío, hasta qué agosto?

»Apenas estalló la guerra, Puchades se encuadró en el partido socialista y fue un verdadero activista. Desde el periódico del partido, la radio y en múltiples viajes por los frentes, era incansable. Al regreso de uno de ellos encontró a su madre de cuerpo presente. Cuando movilizaron su quinta se incorporó como teniente veterinario, aunque su función fue principalmente de tipo político.

»Raro fue el día, durante tantos años de encierro, que no recordó tipos y escenas de la guerra. Fueron sus últimas impresiones de ser activo, "desenterrado", y le venían y revenían mil veces a la recordativa, sin perder su patetismo, pero con un halo nostálgico y juvenil.

»Su padre marchó destinado a Barcelona y Puchades quedó solo en Madrid. Poco a poco fue cambiando de amigos y hábitos. Julián Ramales, también movilizado, le escribía de tarde en tarde. Una o dos veces por año, a través de la Cruz Roja, le llegaba un breve mensaje de María Peláez.

«Cuando, reclamado por el Gobierno, se disponía a marchar a Valencia, cayó con el tifus. Mal atendido, pasó casi tres meses en el hospital. A principios de marzo de 1939, un buen día, sin que nadie le diera el alta, marchó a su piso. Lo encontró abandonado y sucio, y bajo la puerta una carta de un amigo que le comunicaba la "desaparición" de su padre después de la toma de Barcelona. Casi a rastras, tuvo que volver al hospital. Un médico joven se hizo cargo de él, lo instaló en una habitación especial y en un par de semanas lo dejó en condiciones de volver a sus ocupaciones. Pero ¿a qué ocupaciones? Todo estaba perdido. Camino de Valencia y Alicante, sus compañeros de trabajo y superiores marchaban cada día. A Puchades le ofrecieron oportunidades para salir de España, pero no se encontraba con gana ni fuerzas para nada. El más modesto proyecto le parecía irrealizable. Se limitó a almacenar en su piso una cantidad respetable de suministros, y pasó aquellos últimos días de la guerra sin pensar en nada, leer periódicos o escuchar radio. Permanecía horas y horas en la cama. Comía cualquier cosa fría, y si acaso por la tarde se echaba a la calle, hasta acabar en algún cine o café. No supo tomar conciencia de la situación en aquellos días clave… ni en los treinta años que siguieron. El tifus y el derrotero de la guerra lo dejaron varado, flotando, a merced de la voluntad más próxima. Su voluntad murió hacía justamente treinta primaveras. Y no volvería. Quedó enterrada con las banderas revolucionarias, con los cuerpos de sus cantaradas y amigos muertos en todo el haz de España. La guerra no produjo un millón de muertos. Dejó un millón de enterrados y nadie sabe cuántos millones de muertos andando, agonizantes o sin hombre dentro, como él. Las brocaduras que dejan las guerras nadie sabe lo que duran. Durante generaciones y generaciones la colmillada persiste, echando al mundo, sin saber bien por qué costado, corazones lazaredos, miradas nublas, reflejos, vagos reflejos vengativos, nuevos balances de castas y deshonras. Las guerras son enfermedades hereditarias, siempre en trance de recaída. No hay guerra sin guerra.

»Uno de los últimos días de marzo, cuando era mayor su indecisión y desmayo, cuando sentado ante una mesa del café Zaragoza, el que estuvo junto a Antón Martín tomaba algo lejanamente parecido al café, vio que alguien desde la barra lo miraba indeciso. Era Julián Ramales. Vino hasta él.

»- ¡Manolo! Si no te conocía. ¿Qué haces todavía con los arreos de militar a cuestas?

»Se sentó a su lado. Hablaron muy largo y lamentoso. Ramales se había venido del frente. Su mujer y su suegra, desde hacía casi dos años, estaban en Tomelloso. Se habían instalado en el pueblo para evitarse los peligros de Madrid. Él fue un par de veces a verlas. Buen pueblo aquel. Y ahora pensaba volver para pasar allí el "fin de fiesta" y luego traerse la familia a Madrid.

»-Me he encontrado el piso deshecho. Parece que últimamente se han puesto de acuerdo para tirar todas las bombas sobre mi casa.

»A aquella última hora de la tarde, el café estaba muy concurrido. Se formaban corros y corrillos de hombres de difícil catalogación que solían hablar en voz baja, con reojos maliciosos hacia los desconocidos. Abundaban mucho los tipos vestidos con una extraña mixtura de militar y paisano. Parecían militares mal disfrazados de paisanos. Todo era turbio y de mal presagio. Puchades, con su uniforme completo y la barra gruesa de comandante en la bocamanga, atraía miradas burlonas.

»-Menos mal que tenemos intacto el chalet de Carabanchel que fue de mi padre. Estuve esta mañana viéndolo. Allí nos tendremos que meter por ahora.

»-¿Y tú qué vas a hacer?

«Puchades como respuesta quedó mirándolo con mucha fijeza y los ojos vidriosos, incapaz de articular palabra.

»A Julián le impresionó aquella actitud tan impropia del Manolo que él conocía, siempre tan animoso y optimista. Tan capaz de soñar a todas horas. La mirada vidriera y sostenida, de pronto se rompió con un profundísimo sollozo, y Manolo Puchades, completamente hundido y echando la cara sobre los brazos, rompió a llorar.

«Muchos curiosos lo miraban en silencio. Algunos con la boca torcida, en una rúbrica cruel.

«Julián aguardó con calma que se desahogase.

«Dos horas después cenaban juntos en el piso de Puchades. El plan quedó perfectamente precisado. Durante un tiempo, hasta ver qué derrotero tomaban las cosas, Manolo se iría a vivir con los Ramales al chalet de Carabanchel. Por sus escritos y discursos se había destacado mucho y no podía exponerse a la primera discriminación, que fatalmente sería muy enérgica. No había más que oler el ambiente.

»Al día siguiente, muy de mañana, Puchades, animado por Julián, sacó fuerzas de flaqueza y consiguió que su amigo el médico joven que lo cuidó en su segunda convalecencia le dejase una de las pocas ambulancias que quedaban en el hospital.

«Ayudado por Julián, cargó en ella las provisiones que le quedaban, ropas, papeles, libros y objetos más importantes, y marcharon sin dejar señas.

«Así comenzó su "nueva vida" hacía ahora treinta años. No descargaron la ambulancia hasta bien entrada la noche. Puchades se instaló en el semisótano, exactamente donde ahora estaban. A la mañana siguiente Ramales marchó a Torneiloso en la misma ambulancia y aconsejó a su nuevo huésped la conveniencia de no dar señales de vida ante la vecindad, hasta que ellos regresasen. Era el día 28 de marzo de 1939. El día 6 de abril regresó Ramales en el tren con su suegra y su mujer doña María de los Remedios del Barón. No quiso alargar más su estancia en Tomelloso, por miedo a perder su destino en el Ministerio.

«Siempre recordaba Puchades el susto que se llevó con el regreso de sus amigos. Era bien pasada la media noche y dormía profundamente. Cuando se encendió de pronto la luz del sótano y oyó voces, pensó: "Ya están aquí",

»-No sabes de la que te estas librando -fueron casi las primeras palabras de Ramales-. Están haciendo una "recogida" de miedo. Hasta que yo te avise no se te ocurra ni asomarte a la ventana. Lee, escribe, escucha la radio; lo que quieras, pero olvídate de Madrid y de España entera por mucho tiempo, supongo.

»Y así empezó para él "la liberación".

«Ramales pudo incorporarse a su destino luego de una breve depuración y comenzó la vida normal en Villa Esperanza. La suegra le pasaba el desayuno y el almuerzo, y permanecía solo hasta después de comer, que bajaba Julián. Le traía los periódicos, tomaban café juntos y hablaban de la situación. Algunas noches, después de cenar, lo llamaban a hacer tertulia con toda la familia. En obsequio a él prescindieron de tener sirvienta y sólo iba una asistenta tres veces por semana a limpiar ''lo de arriba ". Esos días, tenía orden de no hacer el menor ruido. No había que fiarse de nadie.