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»En contra de sus temores las dos mujeres de la casa no le manifestaron la menor desavenencia. Diríase que aquel misterioso huésped prestaba cierto incentivo a la vida. Y a pesar de su carácter adusto y cara de pocos amigos, la más solícita con él era la suegra. Doña María la Mayor, como la llamaba Ramales. De pocas palabras, eso sí, pero puntual y eficacísima a la hora de servirle y atenderlo. Algunas veces, cuando estaba de humor, se sentaba junto a él y le contaba cosas de Tomelloso, de su marido y familia. Doña María del Barón nunca bajó hasta allí. Sólo la veía cuando lo invitaban a hacer tertulia arriba. La mujer parecía siempre muy pendiente de su marido y distante de cuanto no fuesen sus preocupaciones inmediatas y personalísimas. La obsesión de María -se lo dijo Julián- era tener hijos. Pero los hijos no llegaban. Y este deseo, durante aquellos años, la mantenía como ausente de cuanto no fuesen sus cavilaciones. Puchades tenía la impresión de que cada vez que lo veía, hacía un esfuerzo por recordar quién era. Tan guapa, tan joven, tan buenísima como estaba, y tan alejada del contorno.

«Puchades discutió varias veces con Julián la conveniencia de dar noticia de su paradero a María Peláez, pero a éste siempre le parecía prematuro y expuesto. Había que esperar. Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente, por muy novia que fuese, en semejantes circunstancias. La verdad es que Puchades recordaba siempre a María como "algo de antes de la guerra", como un veraneo que no pudo ser, una ilusión de otra época sin posibilidades de futuro, como su carrera y su vida misma.

»Cada día Puchades tenía más miedo. Las noticias que le llegaban sobre amigos y conocidos no podían ser menos esperanzadoras. El mismo Ramales debía estar preocupado por tenerlo en casa. Nada decía, pero se notaba perfectamente, y Puchades lo sentía, pero naturalmente no se encontraba en condiciones de ofrecer una solución. Hacía lo único que podía, ser discretísimo y no molestar.

»El hombre pasaba los días y las noches leyendo; hacía crucigramas y hasta inventó una baraja para echar "partidas de fútbol".

«Ramales, sin duda temeroso de que Manolo le notase su preocupación, a veces se pasaba días y días sin verlo y sin llamarlo, Y no le quedaba más interlocutor que doña María la Mayor, que también ausente a su manera, como su hija, parecía ignorar aquella tensión.

«Pero todo acabó muy pronto. A finales del año cuarenta, exactamente el día de los Inocentes, su buen amigo Julián Ramales no despertó. Cuando su mujer lo quiso espabilar para ir a la oficina, estaba completamente frío. En seguida, con una rara naturalidad por cierto, bajó a comunicárselo doña María la Mayor. Lo vio por última vez en la cama, tapado hasta el cuello. Sólo asomaba un pico del pijama. Con la cabeza un poco vuelta hacia la ventana, parecía dormir con el entrecejo ligeramente arrugado.

«Mirándolo así, comprendió de pronto que no sabía absolutamente nada de aquel hombre. Siempre lo consideró un buen amigo por su suave natural, pero en absoluto entró, ni lo dejó entrar, en su intimidad. Fue, de verdad, uno de esos amigos comparsas que no molestan, que ocupan un incoloro rincón en la tertulia. Y, sin embargo, fue él quien le echó la mano en el momento más dramático de su vida. Una mano totalmente desinteresada y limpia. ¿Fue verdad que Julián sintió miedo en los últimos días? ¿O es que el mal ya le tenía trocado el ánimo?

»Le besó la frente con muchísimo respeto. Cuando se volvió hacia la puerta vio, encuadrada en ella, a María de los Remedios. Todo fue muy curioso aquel día. Sus reflexiones sobre Julián Ramales, su redescubrimiento y la actitud de su viuda. Tuvo Puchades la sensación de que lo "veía" por primera vez. Muy seria, con los ojos llorosos e inmóvil en la puerta, lo miró con una fijeza impensable. Casi de sorpresa, de descubrimiento. Durante largos segundos, no existió el cadáver de Julián para su viuda. Sólo él, Puchades. En zapatillas, con los pantalones flojos y un suéter negro. Se detuvo junto a María de los Remedios. Pensaba decirle unas palabras de consuelo, pero no supo cuáles. Fijó sus ojos interrogantes en los ojos decididos de ella, y confuso, arrastrando las zapatillas, volvió a su habitación.

»¿Qué iba a pasar ahora? No se hacía ilusiones. Aquellas dos mujeres, ¿qué tenían que ver con él? ¿Por qué iban a mantenerlo allí Dios sabía cuánto tiempo más?

«Durante varios días, desde su ventanuco, aunque daba a la trasera de aquel chalet enorme de ladrillos rojos vio el tráfago de gente, oyó los latines del entierro y el taconear incesante en el piso de arriba.

»La vieja, como siempre, a su hora, le trajo las comidas y le contó la marcha de los acontecimientos funerales con la equidistancia y brevedad de siempre. Oyéndola parecía que el muerto era un vecino o familiar lejano.

»Cuando todo se tranquilizó un poco, exactamente un domingo por la mañana, comunicó a dona María la Mayor su deseo de hablar con ambas mujeres.

»Lo invitaron a cenar con ellas. Desde el día que murió Julián no había vuelto a ver a María de los Remedios. Y la encontró con aquella mirada de "descubrimiento" de entonces. Con aquella atención hacia él totalmente nueva. No podía calificarse de otra manera. No había en sus ojos odio, deseo, simpatía o desprecio; sólo eso: atención, sorpresa.

«Hasta pasada media noche hablaron de cosas indiferentes. Luego, Puchades, con mucho miedo, dijo que comprendía que, muerto Julián, las cosas habían cambiado y estaba dispuesto a hacer lo que ellas ordenasen. Sólo pedía un plazo breve para intentar algunas gestiones. Naturalmente, aludió a su novia, María, a las influencias de don Norberto v hasta de don Jacinto, el cura.

«Las dos mujeres le escucharon sin la menor extrañeza y cuando terminó, como si se tratase de algo convenido entre ellas, María de los Remedios le dijo:

»-No tienes por qué pensar en eso, Manolo. Te puedes quedar aquí hasta que encuentres una solución a gusto. Ésa era la voluntad de Julián y a nosotras nos gusta tu compañía.

«Como antes hacía Ramales, las mujeres le encargaban los libros que decía y su vida fue un poco más amena y compartida. Siempre que no había peligro estaba en el piso alto, y hacía sus comidas con la madre y la hija.

«Poco a poco notó que se transformaba en el hombre de la casa. En el único hombre de la casa. Sin esforzarse, sin vulnerar su condición de huésped gratuito, sin poner nada de su parte, pasó a ser el servido, el consultado para todo.

»Y una noche, con la mayor naturalidad -era el único detalle que faltaba para convertirse en el sustituto total de Julián-, Puchades durmió en el piso de arriba, en la misma cama que murió Ramales.

«Jamás doña María la Mayor se dio por enterada. En ello pensó Puchades muchas veces. ¿Qué clase de convicciones, de acomodos mentales condicionaban aquella conformidad de la madre? Cuando alguna vez se lo preguntó a su amante, siempre respondía iguaclass="underline" "Mamá sólo quiere mi felicidad".

«Aquellos amores llenaron durante muchos años la vida de Puchades. "Por primera vez he encontrado una mujer a mi medida", se decía satisfecho… Y María, carne, sola, sólo para el amor vivía. La cama era el centro de su casa y cerebro. Sólo veía en el mundo al hombre que la cubría. Por eso no lo "vio" a él hasta el momento que murió su macho. El pobre Julián, tieso y frío en la cama, ya no le servía. Y por no sabría ella misma qué profundo resorte entrañado, de pronto "descubrió" que había otro hombre en la casa. Otro hortelano para su huerto siempre con sed… Puchades pensaba muchas veces que María de los Remedios no distinguía entre hombre y hombre; que le movía una pasión tan primitivamente biológica, que sólo buscaba, a tientas, sin ojos, un cuerpo de macho; no una cara, no un perfil humano. La madre, doña María la Mayor, sin duda intuía esta oscura carretera mental de su hija. No, no eran sus frustrados deseos maternales los que "ausentaban" a María de los Remedios, como un día le apuntó Julián. Jamás Puchades la oía hablar de hijos. Para las mujeres normales -madres- el deseo es el camino. Para la Barona era el camino y la llegada.