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«Hacia los años sesenta, Puchades entró en una grave crisis. Grave y encadenada. La desesperanza de veinte años le pesó de pronto. Intuía que ya había pagado "su culpa" con exceso… Veía colaborar en periódicos y revistas a muchos compañeros de la guerra que fueron "menos que él". Y el furor de María de los Remedios incansable, mecánico, seguido, le hastiaba. Y sin aquel único aliciente que le permitió soportar casi veinte años de encierro, todo se ponía sombrío y acabado.

«Su desazón fue en seguida advertida por las mujeres, y comenzó una etapa de presión o vigilancia. Debían temer -pensaba Puchades- que si se viese libre, fuera de allí, terminaría el hechizo. Los proyectos de matrimonio y de legalizar la vida de Puchades, de momento quedaron congelados.

«En los últimos tiempos las relaciones se tensaron tanto, que Manolo pasaba días enteros sin "subir", metido allí, en aquella tumba llena de él hasta el poro más pequeño.

«Estalló la crisis definitiva cuando notó que le escamoteaban la prensa. Sólo llegaban a sus manos revistas o periódicos a los que faltaba alguna hoja. Ante sus protestas, dieron excusas vacilantes. Como antaño -recordaba los meses apasionantes que siguieron al remate de la guerra mundial en 1945-, volvió a buscar en la radio emisoras extranjeras. En seguida descubrió la razón de aquella "censura". Se cancelaban legalmente todas las responsabilidades de la guerra. No dijo nada. Pasó una noche entera sin dormir. Por fin decidió hacer algo, llamar a alguien pidiéndole ayuda. ¿A quién? A la única amistad de "entonces" cuyo paradero sabía. En los últimos años, llamó varias veces a la casa de las Peláez, sin decir quién era, para asegurarse de que vivían. Una de ellas se puso al teléfono una criada o quien fuese, y se cercioró de que María seguía soltera. Pero no, era libre. Lo mejor sería escaparse… Claro que no había forma. No le dejarían dar un paso. Ahora sí que era un verdadero preso. Sólo cabía esperar un descuido y llamarlas por teléfono. Y así fue. Aquel día, a la hora que sabía que sus dos carceleras dormitaban la siesta en el cuarto de estar, subió cauteloso, marcó el número de las Peláez… Se puso Alicia. "Soy Manolo, soy Manolo Puchades. Por favor, sacadme de aquí. Estoy encerrado, venid en seguida… María, ¿eres tú, María? Soy Manolo, tu Manolo; ven, ven pronto…" Apenas le dio tiempo a dictarles la dirección del chalet. María de los Remedios y su madre aparecieron alarmadas. No le dijeron una palabra, pero aguardaron y cuando bajó al sótano, por primera vez en treinta años, lo encerraron con llave. Media hora después, volvió a abrirse la puerta para dejar entrar, a empujones, a dos viejecitas entre asustadas y cómicamente valientes. Al reconocerlas sintió una de las más raras impresiones de su vida. No le pareció que fuesen las hermanas Peláez con treinta y cuatro años más que cuando las vio por última vez en julio de 1936. Fue algo más profundo: creyó ver treinta y cuatro años de historia hechos carne, concretados en carne, concretados en momias escapadas de El Escorial o de otro lugar parecido. Eran lo imposible: historia resucitada, salida de sepulcros, de museos, de cuadros, arrugada, oscura, sin halo. Tiempo caducado y mágicamente vuelto en su concreción más mísera, más osaria. Eran el espejo de su misma consumición, de su misma muertez, de su vida perdida sin remedio. De una España que discurrió sin él, ya vieja y agostada. Aquello era el símbolo de todo lo que no pudo vivir él. El resto de lo que pasó y no podía regresar.»

Puchades volvió a la realidad cuando oyó algo que decía María y que le pareció dramáticamente cierto.

– Claro que si hubiera querido -casi suspiró María-, en treinta años no le habrán faltado ocasiones… Nosotras por papá siempre tuvimos muy buenas relaciones entre la gente que manda… Treinta años.

Puchades seguía frente al ventanuco. Alicia se miraba las manos. María tenía el rostro enfurruñado como una niña. Plinio pensaba en «la cámara de los espíritus», en el maniquí con uniforme de militar republicano y la fotografía pegada en el cuello con aquel corazón de tela con una leyenda.

Treinta años de silencio para Puchades. Treinta años de dominio para la Barona. Plinio sintió una especie de escalofrío que a su manera calificó de histórico.

María, de pronto, empezó a sollozar, seca, sin lágrimas con un extraño ahogo mecánico.

Puchades volvió un momento la cabeza, miró de reojo y en seguida tornó a su posición.

– María, por favor -suplicó Alicia sin mucha convicción.

– En treinta años… en treinta años… en treinta años -decía María con terquería infantil- no tuvo tiempo de avisarme… ¿Usted lo cree, Plinio? Ahora ya, ¿para qué? Mire, Manuel, mire mi cara llena de arrugas… ¿Dónde voy ya? -gritó de pronto con un énfasis dramático-. ¡Los hijos que yo pensaba! -y cayó de bruces sobre la mesa llorando con una bronca, oscura y hondísima congoja de… treinta y cuatro años.

Plinio interrogó con la mirada a Alicia. Y ésta se limitó a encoger los hombros como diciendo: «Pobre, es natural… No es como yo». Luego puso la mano sobre la cabeza de María:

– Tranquilízate, Mary… tranquilízate. Nunca es demasiado tarde-

Pero María se incorporó con los ojos duros, inundada de lágrimas, la boca apretada de rabia, y dijo con una voz destempladísima, chillona, casi ridicula, mirando la espalda de Puchades:

– Manolo, júramelo, ¡júramelo por tus muertos!, que nunca la quisiste. Que fue ella. ¡Que fue ella, a la fuerza! Júramelo…

El hombre no contestó. No se volvió. Se limitó a poner ambas manos sobre los vidrios del ventanuco con sorda desesperación, como tal vez hizo miles de veces para expresar su impotencia durante treinta años.

– Por favor, María, ¡cálmate! -gritó Alicia incorporándose también, intentando sentarla-. Por la memoria de nuestros padres, cálmate.

Pero la pobre María, tan menuda, tan pelirroja, sacaba una energía tensa, invencible.

– Júramelo!

Puchades seguía inmóvil.

Alicia la tomó entre sus brazos, y llorando, desesperada también, empezó a acariciarla, a besarle la frente:

– Mary, por mamá te lo pido. Anda, cálmate, Mary… Mary… mi hermanita.

Y la besaba con tanta ternura, con lágrimas tan dolorosas, que Plinio sintió la garganta seca y los ojos húmedos.

– Mary… Mary… por mamá te lo pido. ¿Qué importa todo…? Tú y yo, como siempre, en nuestra casa, en la casa de nuestra vida, de nuestros muertos.

Hubo un momento en que se ablandó la tensión de María y suavemente se abrazó a su hermana. Permanecieron unos segundos así, llorando, con sus cabellos rojicanos mezclados, los tejidos de sus vestidos iguales, mezclados; sus caritas pimentonas mezcladas, sus acordes sollozos al unísono. Por fin consiguió volverla a su asiento y quedó a su lado de pie, acariciándole el pelo, intentando ponérselo en orden.

El hombre permanecía obstinadamente en su sitio. Plinio maquinalmente sacó el tabaco. El último sol entraba como una lanza rasando el ventano y daba al cuerpo de Puchades un halo sanguíneo.

Así estaban las cosas, cuando se abrió enérgicamente la puerta por donde llegó Plinio.

Aparecieron doña Remedios del Barón y su madre. Esta empuñaba una escopeta de dos cañones. Por primera vez se notaba en su cara cierto gozo, y regusto en sus ojos. La situación, o el abrazo con la escopeta, conseguían aquel alivio en su semblante esquinado y rencoroso. Plinio, más allá de la situación, sonreía para sus adentros ante las dos mujeres vestidas de calle, tan majas y con la escopeta de caza. La Barona estaba serena, aunque no sonreía, diplomática y melosa según su costumbre. La vieja encañonaba concretamente a Plinio.