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– Usted, quieto. Usted nada tiene que ver en este negocio -dijo la madre con voz muy ronca, de una ronquez, ya digo, gozosa.

Plinio, que se había levantado al verlas aparecer, quedó con ambas manos sobre el respaldo de la silla.

Y en seguida habló doña María de los Remedios del Barón con tono persuasivo y mirando a Puchades, que desde que llegaron las mujeres, sin dejar la ventana, había girado un cuarto hacia la puerta:

– Ya es la hora. Si deseas venirte tenemos el tiempo justo. Pero elige libremente. Que estos señores sean testigos de que no es por la fuerza. Estás en el momento de darle a tu vida el camino que quieras. Te vienes, o te quedas con éstas -y dijo «éstas» con un tic despectivo por primera vez en su rostro siempre diplomático. Puchades la escuchaba sin emoción, pero también sin timidez. Estaba casi firme.

– Durante treinta años, en las condiciones que no podías evitar por tus dichosas ideas, viviste muy a gusto conmigo. Luego, de pronto, sin saber por qué, las llamaste. Aquí las tienes. Elige, vuelvo a pedirte.

Por la cabeza de Puchades en aquel momento debía trepidar la lucha de comparaciones, de recuerdos y deseos, de odios y aspiraciones, que durante aquellos días de encierro común le habían martirizado de manera menos atosigante. Continuaba inmóvil e inexpresivo, sólo atento a su película interior.

– Usted, Manuel, que es de la Justicia -siguió la Barona mirando a Plinio-, pregúntele si se viene o no… Si decide quedarse, mi madre y yo nos marchamos ahora mismo.

Sobre el cutis blanquísimo de la Barona, sobre su pecho undoso, sobre los leves pelillos rubios de su labio y en sus ojos oscuros se advertía ahora un pálpito de ansiedad, de miedo.

Plinio parecía dudar. No le gustaba ser juez en aquel extraño y triste pleito. Mucha lástima le daban las Peláez, tan pequeñitas, amojamadillas, rojicanas, cariñosas y recordadoras, pero él, desde luego, si fuera Puchades y se dejara llevar por los pálpitos de la sangre, seguro, fijo, que se iba con la caldosa Barona… Ya vería lo que hacía con aquel virago de la escopeta… Pero con la Barona, sin marrar. Y más llevado por la cosquilla de sus pensamientos que por el dramatismo de la situación, se notó sonreír, o casi sonreír, o estar en la misma linde de la sonrisa, y mirando a Puchades apenas musitó:

– Usted verá, amigo… Aquí mi autoridad no tiene papel.

El pobre, antes de que Plinio acabase su frase, había decidido. Con mucha pausa, procurando no encararse con las Peláez, se inclinó, tomó una gruesa cartera que parecía ya preparada debajo de la cama turca, y sin decir palabra, arrastrando un poco los pies, como ausente de todo, sin mirar a nadie, ni a las que enfrente tenía, llegó hasta la puerta. Ellas le hicieron lado. Salió. La Barona dudó un momento. Por fin dijo un poco azarada a la vez que profundamente satisfecha:

– Perdonen por todo. Se lo ruego. Siento dejarlos encerrados, pero no hay más remedio. Cuando sea oportuno me presentaré a la Justicia. Adiós, Manuel.

Y salió con premura. La madre, sin dejar de apuntar, reculó hasta la puerta, dio un paso atrás y cuando estuvo fuera, tiró de ella con energía. Luego se oyó echar la llave a la puerta lejana.

Durante toda aquella escena Plinio no se ocupó de mirar lo que hacían las hermanas coloradas. Sólo sabía que permanecieron calladas, absolutamente calladas. Posiblemente, durante aquellos minutos, el corazón de María estuvo a punto de descolocarse, de salir de sus ejes. O tal vez no, o tal vez anestesiada después del berrinche anterior, vio todo como una presentida procesión de sombras… Pero apenas dejaron de oírse pasos y ruidos, María recuperó el sonlloro entre imponente y protestón, con esta letra:

– Lo sabía… Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía. -Y lo decía con las manos puestas en el vientre y balanceándose de atrás adelante, como si le doliera, o tomase fuerza para lanzarse al otro lado de la mesa. O si, hecha un cucunete, tuviese mucho frío.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía-continuaba sin quitar los ojos de los naipes esparcidos sobre la mesa.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía.

El sol se fue hacía tiempo y la habitación quedó casi en tiniebla. Alicia sentada y con la cabeza entre las manos, tenía la cara borrada por las sombras.

Como si continuase un soliloquio largamente interrumpido, Alicia, aprovechando una pausa de la rabieta de su hermana, dijo:

– … Claro que después de llamarnos debimos avisar a la policía… Vinimos solas. Aceleradas, inconscientes… Le preguntamos por él a la vieja, que nos salió a abrir. «Estas señoras que preguntan por Manolo», dijo a la amante. «Que las ha llamado por teléfono.» «Ah, con mucho gusto, que pasen, que pasen.» A mí me extrañó mucho aquella amabilidad, pero era tanta la ansiedad de María… «Que pasen, que pasen, hagan el favor de seguirme y las llevo a sus habitaciones…, pasen, pasen…» Llegamos hasta la habitación donde están los quesos y las cubas, y nos encerró… Qué infelices, qué incautas. Siempre fuimos unas incautas, Manuel.

– ¿Y él, qué hizo al verlas?

– Hizo de todo. Primero se sorprendió. Después se alegró mucho. Hablamos y hablamos. Hasta la noche, que nos trajo de cenar la vieja, nos dejaron a nuestras anchas. Al día siguiente también. Él estaba un poco asombrado de que no pasase nada. Le dijimos que debíamos volver a casa, que hablase con aquellas señoras para que nos dejasen marchar a los tres, que no daríamos parte. Cuando aquella segunda noche volvió la vieja a traernos la cena, él le dijo que quería hablar con María de los Remedios… Se fue con ella y no volvió hasta el amanecer. Desde entonces estuvo raro. Daba paseos por aquí. Nos oía. A lo más sonreía. Pero ya era otro. Las noches siguientes, cuando nos creía dormidas, salía de puntillas. Todas menos una, que María de los Remedios pasó en Tomelloso. Pienso yo si cuando nos llamó por teléfono creía que el tiempo no había pasado por nosotras… como pasó por él.

– Lo tenían todo preparado -dijo María participando de pronto en la conversación-. Algo me presumía, pero no así, ¡qué sé yo!

Había ya un punto de resignación en su cara. Y siguió:

– Fui una niña ilusa.

– Fuimos.

– Seguro que ahora se casarán.

– Toda la vida fuimos unas niñas ilusas…

– Claro que cada cual se va con la que quiere. ¡Ay Jesús!

– Nada de lo pasado tiene remedio… -dijo Plinio con la voz persuasiva que convenía a aquel ambiente de intimidad y casi tiniebla- Todo ha sido un accidente más o menos triste que deben olvidar. Volverán a su casa, seguirán su vida pacífica y al cuerno las historias de antaño. Ya ha estado bien de historias de treinta años. No nos quedan otros treinta y es imposible vivir mordidos día a día, sin cesar, por la misma tarántula.

– ¿Qué dice, Manuel, de tarántula? -preguntó María un poco huida.

– Digo que nada importante ha cambiado para ustedes. Lo dieron por muerto, pues háganse la cuenta que muerto sigue. España está llena de muertos en vida como él.

– De muertos en vida, como nosotras también -recalcó la ex novia.

– No, ustedes no. Para ustedes la vida, con sus mayores tragedias, fue una especie de historia contada por la radio.

– He pasado toda la vida con su recuerdo, Manuel.

– Y puede seguir. Nada tenía que ver su antiguo novio con el que acaba de irse. Aquél era un hombre, éste una piltrafa de la historia, un residuo más de la tragedia, que jamás podrá volver a su ser.

– No le entiendo, Manuel -dijo de pronto Alicia.

– Es lo mismo señorita. No era nada importante.

Encendieron la luz. María pasó mucho tiempo de bruces sobre el tablero de la mesa. Alicia, de cuando en cuando, aburrida, hacía solitarios. Plinio paseaba incansable por la habitación, fumando pito tras pito.