A eso de las once, Plinio trajo de la bodeguilla medio jamón, queso, un racimo de uvas y vino. Alicia lo preparó todo sobre dos platos que halló. Comieron sin pany en silencio. María siguió en su modorra.
– ¿Usted cree que vendrán esta noche a sacarnos de aquí? -preguntó varias veces Alicia.
– Seguro. No se lo que tardarán, pero seguro.
Acabado el tentempié, Alicia consiguió que María se echase en la cama. Plinio y ella hablaron de cosas del pueblo. Hacia medianoche pasada, volvió a sus solitarios. Él recordó que tenía en el bolsillo una carta que le dieron al salir del hotel. La abrió, se caló las gafas y leyó para sí:
«Querido padre: ¡Ay qué ver cómo es usted! Tantos días en Madrid y sin mandar una letra. Claro, que como dice madre: usted no es hombre de cartas salvo en caso de mucha precisión. El otro día, nos dio un arrebatillo y a punto estuvimos de ir a verle. Pero luego, ya sabe usted, a la hora de arrancar, da pereza. Además, ¿a quién dejábamos el cargo del averío y demás?
»Me encontré a la hija de Antonio elFaraón y me dijo que llamó su padre y le dijo que lo estaban pasando muy bien. Dice madre que tengan ustedes muchísimo cuidao con él, que ya sabe cómo las gasta y lo picantón que es.
»Ayer nos dimos un azagón a colgar uvas de gallo que para qué. Las saneamos muy bien, porque había algunas picadas y hemos cubierto las cuerdas con plástico como usted dijo. A ver si hogaño nos llegan a la Pascua.
«Dice madre que no deje usted de comprarse el traje, no sea que den ahora en llamarlo fuera para descubrir casos y tenga que ir siempre con la misma ropa.
«Como ya refresca por las noches, no salimos a la puerta, nos quedamos viendo la televisión. Algunas veces se viene la hija de la Hortensia y nos hace reír mucho contándonos cosas de la partición de sus tíos. Milagrillo será que no acaben a farolazos.
«Sabrá usted que Adolfo el de la Ignacia se ha comprado un auto de esos menudos, seguro que con los cuartos de la vendimia, y no quiera saber cómo están. Todo el santo día metidos en el bote dando vueltas por el pueblo con la mujer y los chicos. Y cuando vuelve, aunque sea a medianoche, toda la familia se pone en la mitad de la calle a lavarlo y a darle brillo como si fuera el vedriado. Le digo a usted que no caben en el pellejo de puro ensanchaos. Claro que si con eso son felices, hacen muy ricamente.
»Madre está muy bien. Pero aunque no dice nada, como siempre le pasa en los cambios de tiempo, tiene sus amaguillos de reuma. Yo bien que se lo noto. Pero no es cosa mayor.
»El otro día su compadre Braulio me trajo un periquito. Lo he puesto en la jaula del canario de Canuto que se nos murió. Canta poco y basto, pero es muy alegre, sobre todo por las mañanas. Nunca había visto un periquito de cerca y da risa como tiene el pico de chato y de pegado al redor de la cabeza.
»En fin, no hay más que contar, padre. Avise cuando llega para que le preparemos comida o cena a su gusto; y que sea prontico, porque ya estamos ezpizcás por tenerlo en casa. Recuerdos a don Lotario, muchas cosas de madre y un beso de su hija. A.»
Plinio, llevado por la suavidad de la carta, recordó a sus mujeres, el patio, la amplia cocina donde hacían vida y aquel tiempo de pueblo sin sorpresas. Aquel vivir enfrascado, casi sin accidentes, de quietud en quietud, sintiendo los días como una rueda de luces que ni pesa ni suena. Todos los días la misma torre, el mismo poniente e igual música de saludos en cada esquina. Todo quieto y lúcido. Sólo la carne padece. Sobre igual paisaje las carnes adoban y resecan hasta emprender la muerte. Todo es un juego de pequeñas vueltas, de idénticos círculos, de parejas sombras, palabras, caras, fachadas, historias y torre. La plaza, con el Casino, la Posada de los Portales y el Ayuntamiento es el eje de esa ruleta de luces isócronas, de parejos saludos, de risas, campanadas, ladridos, y petardeos de coches. Don Isidoro se asoma a su balcón a las doce, poco más o menos. Manolo Perona que llega al Casino. El relevo de los guardias, la gente que viene de la compra. Todos los días a la compra. Don Saturnino, que va de visitas, al pasar por la plaza saca la cabeza por la ventanilla del coche para ver la hora. Los señores curas pasean por la glorieta con revuelo de sotanas. Si se muere uno, o se va, viene otro y luego otro, pero siempre hay a la caída de la tarde curas paseando entre pliegues de sotana. Las tinajas de vino cada año se llenan, cada se vacían. Las lonas del mosto cada año se manchan, cada se lavan. Ya llega la noche, la plaza se queda vacía y todos a la cama con cara modorra. «Sus mujeres» duermen. La Gregoria suspira. ¿Y su hija, la Alfonsa? ¿Hasta qué hora mira el rayo estrecho de luz que filtra la ventana?
Guardó la carta. Se asomó al ventanuco otra vez. Como daba exactamente a la trasera de la casa era imposible ver o que los viesen, como no la rodeasen. Detrás de la casa unos pinos viejos, yerbajos y la tapia lindera mal cuidada.
Miraba ahora la estantería de Puchades. Libros y más libros. Libros almacenados durante treinta años con el dinero de doña María de los Remedios. La mayor parte de autores extranjeros que a Plinio no le sonaban. Rimeros de revistas españolas y de fuera. Carpetas con recortes de periódicos. Todo manoseado. La cama turca. Cuántas horas habría pasado Puchades tumbado en aquella cama leyendo, pensando, enloqueciendo durante treinta interminables, imposiblemente interminables años, asistido por la Barona tremenda, caldosa, sonrosada, carnal, viuda sola, en la misma flor de sus pechos y del jardín de su vientre. Cuántas noches y tardes y mañanas durante treinta años de reloj, pensando lo que fue y pudo haber sido, ignorando de verdad lo que pasaba, oyendo en la radio músicas alegres, inexplicables; como si no hubiera pasado nada, estuviera todo perfecto y él tomando cerveza en una terraza de la Gran Vía… Treinta años, señor, treinta años de nacidos y de muertos, treinta años de noches en aquella habitación leyendo revistas y esperando siempre el cuerpo lechón de dona María de los Remedios del Barón, menopáusica, enrojeciente, resudante repechona, remuslona, repapona, con su leve bigotillo rubio orlado de gotitas líquidas y los ojos como callejones oscuros de treinta años largos…
Eran las doce. María, dormía sobre la cama. Alicia, de bruces sobre la mesa, dormía o hacía que dormía. Plinio desvió uno de sus innumerables paseos por la habitación y se acercó a la cama de María. Una manta le cubría más de medio cuerpo. Su pelo rojizo con interlíneas canas se esparcía sobre la almohada. Estaba boca arriba. Los ojos pequeños, cerrados. La boca entreabierta dejando ver los dientes menudos. Sus arruguitas, la tez vinosa. De cuando en cuando hacía un guiño nervioso. Respiraba a compás. Alguna vez, un roce de ronquido. El atractivo que pudo tener de joven se lo tragó la parca. Quedaba una monería desecada. Una monería arrugadita, con todo pequeño, sin jugos, con gracia de caricatura, o de muñeca sucia. Plinio sintió una enorme ternura. Le hubiera gustado besarla en la frente. Se imaginaba la estampa de él a los veinte años frente a la de ahora. «El tiempo que se le fue a ella, la frescura y los caldos de la vida, se le fueron a él. Eran isócronos en el ir muriendo. Doña María de los Remedios era de otro tiempo más nuevo; su muriendo, su ir secándose, iban zagueros. Le faltaban catorce o más años para estar en el grado de desecación de María. Posiblemente Puchades le hubiera gustado más el modo y la convivencia con las hermanas coloradas, pero aquellos años de diferencia, seguro que fueron decisivos. Además, quién sabe qué poderes, qué enrarecidos hábitos, qué sumisión mental y biológica lo habían amartillado para siempre a aquella mujer tan bien graduada de pasión y de saber camino. Con las hermanas coloradas, con María concretamente, sólo le unía un delgado recuerdo de celuloide con los ojos brillantes de los años treinta. Las hermanas eran seres pasivos, pegadas a la superficie de las cosas, de sus pequeñitos recuerdos y afectos, seres epidérmicos, sin volcanes de muerte y de espasmo. Seres, objetos menudicos que van y vienen en pequeño círculo. Seres sin infierno. Puchades no podía salir ya de su dolor de treinta años, de su deformación de prisionero. No podía reinar. No podía pasar las tardes interminables en Augusto Figueroa con dos mujercillas rugosas sin infierno. Le era preciso continuar en la cárcel que estrenó en 1939. Ya no valía para libre.