A la una, Plinio, con una mano en la mejilla se quedó un poco traspuesto. Soñaba con galianos con liebre pelirroja cuando creyó oír algo. Se despabiló, restregó los ojos, y abrió el ventanillo. Se oían rumores, golpes lejanos, como en otro barrio. Encendió también las luces del dormitorio de las dos camas de hierro y de la bodeguilla; abrió los ventanos correspondientes. Era la única señal que podía dar de que en la casa había alguien. Voces, pasos y ruidos llegaban de manera muy irregular. A veces dejaban de oírse del todo, de pronto arreciaban. «Debe ser según el aire», pensó Plinio. Alicia se restregó los ojos y lo miró inexpresiva:
– ¿Ya?
– Parece.
Plinio seguía oteando y a la escucha. Ahora se oían como si diesen golpes en algo metálico y lejano.
Alicia se componía el pelo ante un espejito que había sobre el estante de los libros, junto a una foto de los padres de Puchades. Luego se acercó a su hermana. Le sudaba la frente. La acarició con ternura y lástima. María abrió los ojos y miró a Alicia con ausencia. Tenía rojos los párpados y los labios secos. Permaneció un ratito así, sin comprender ni decir. Plinio las observaba desde su sitio.
– Anda, Marta, guapa, levántate, parece que ya están ahí.
María se incorporó maquinalmente. Se sentó en el borde de la cama y pasó las manos por la cara con energía.
Plinio, para contrapesar su lástima, las recordó jovenallas, en la glorieta del pueblo, con sus padres, ante la fuente de Lorencete, tal como aparecían en aquella vieja fotografía que vio en la casa de Augusto Figueroa… «Los padres deben morir jóvenes para no ver en sus hijos, en sus mayores amores, las mismas frustraciones, las mismas angustias, las mismas penas. Hay que dejar a los hijos en la flor. Cuando todavía creen que la vida es como ellos piensan. Cuando nosotros mismos llegamos a pensar que para ellos «puede ser diferente». El que no se realiza espera vagamente realizarse en sus hijos, pero el milagro se da pocas veces. La vida en sociedad, en la sociedad que padecemos, es hierro flojo bajo macho duro, y a la postre todos quedamos forjados con iguales torceduras, como parejos esperpentos, resignados y tristísimos.»
Estaba visto que a nadie se le ocurría dar un rodeo a la casa. Los liberadores venían por lo derecho, por la puerta principal. Seguían los golpes. Aprovechando un silencio Plinio se metió los dedos en la boca y dio uno de aquellos silbidos famosos con los que solía llamar al guardia de puertas desde la puerta del casino de San Fernando. Le salió muy bueno y agudo. Repitió varias veces. Por fin se oyeron pasos por el jardín. Plinio silbó más.
– ¡Manuel… Manuel… Manuel! -no podía fallar. Era don Lotario. No se le despintaba a él un silbido del Jefe.
Plinio pegó la cara a las rejas con la mirada hacia el cardinal de la entrada.
Precedido de la luz de su linterna llegaba con un remedo de paso gimnástico. Junto a él, a grandes zancadas, venía Luis Torres.
Plinio sacó el brazo por la ventana.
– Manuel, Manuel. Coño, ¿estás bien?
– Cansao de esperar.
– ¿De verdad está usted bien, Manuel? -le insistió Luis.
– Sí hombre, sí; a ver si llegáis de una vez.
– A las once y media ya estábamos aquí. Pero venga llamar y nadie abría. Tuvimos que ir a la Dirección General de Seguridad y se ha venido el agente Jiménez y otros guardias con instrumentos para descerrajar.
– ¿Están las hermanas Peláez, Manuel?
– Sí. Para llegar hasta aquí tenéis que atravesar casi toda la casa, un corredor acristalado y al final hay unos escalones que traen a este semisótano.
– Eso está hecho.
– ¿Y doña María de los Remedios? -se interesó Luis.
– Ésa se largó. Ya os contaré. Venga, apresuraos, que perezco por salir de esta prisión.
Las Peláez se habían adecentado en lo posible. Allí estaban, derechas y serias, con sus bolsos en la mano. De pronto Alicia abrió el suyo y sacó la pistola con mucho cuidado.
– Tome, Manuel. Mi padre decía que era muy buena. Tiene incrustaciones de no sé qué. Si la cosa es legal se la regalo por los días malos que le hemos hecho pasar.
Plinio la miró con cuidado y se la guardó en el bolsillo interior de la americana.
– Buena pieza. No sé qué dirán en la Dirección. De todas formas, muchas gracias.
Los ruidos de golpes y pasos se oían cerca. Por fin llegaron a la puerta de la bodeguilla. Plinio se asomó. Se veía que probaban llaves maestras. Las Peláez también se acercaron a él y observaban con infantil curiosidad. Luego de unos segundos se oyó chirriar la cerradura.
El primero en entrar fue un agente delgadillo con las ganzúas en la mano. Luego Jiménez con su barriga. En seguida don Lotario, Luis Torres, Jacinto y Velasquete con sus ojos tiernos… Y el último, con un trozo de queso entre los labios, el Faraón.
– El alguacil alguacilado -dijo éste sin dejar de comer-. Pues sí que está buena la Justicia… Si no llega a ser por nosotros aquí te quedas hasta el triunfo de las izquierdas.
Todos contemplaban a Plinio y a las Peláez con cierta curiosidad, menos el Faraón que comía y seguía diciendo gracias.
– Anda mamón, ahora nos pagas unos chocolates en San Ginés, que llevo sin tomar nada caliente desde los galianos del Mesón del Mosto -dijo Plinio.
– Eso está hecho, que esperándote, esperándote, y luego con el rescate, tampoco hemos cenado.
– Andando -ordenó Jiménez con cara de sueño.
Las Peláez iban entre todos, muy cogiditas del brazo, sin duda un poco avergonzadas de verse solas entre tantos hombres a aquellas horas de la noche.
El chalet de la Barona estaba envuelto de tinieblas. El resplandor de las luces más vecinas quedaba lejos. Hacía fresco.
El agente delgado ató con cadena y candado la verja del jardín de Villa Esperanza.
Subieron en los coches de la policía un poco apretados. Arrancaron hacia Madrid.
– Otro caso en el bote, Manuel -dijo el Faraón engulléndose un cacho de queso de los que cogió al vuelo en la bodeguilla.
– Sí señor. Tú lo has dicho.
– El que puede triunfa y el que no a rascarse el sebo.
Llegaron a la plaza. Plinio le echó tal vez el último vistazo de su vida. Volvió a recordar a la huevera del moflo alto, la verbena de San Pedro y a él mismo cuando soldado, sentado en la desaparecida barbacana… Y con aire de resignación encendió un celta y miró al frente para sacudirse nostalgias de la juventud perdida… «Mañana me tengo que encargar el traje en casa de Simancas.»
– Yo no quisiera denunciar a estas gentes, Manuel -dijo María-. ¿Podrá ser?
– Ya veremos qué se puede hacer. Usted tranquila.
Y apoyando la nuca en el respaldo del asiento, por primera vez desde la escena en el Casino de Madrid, sintió contento con la vida.
Madrid-Benicásim, verano de 1969
Francisco García Pavón