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El forense responsable de los análisis estuvo hablando largo y tendido. Mostró diagramas e imágenes destinados a explicar el desarrollo con toda la claridad posible. A Patrik no le costó ningún trabajo seguir sus aclaraciones. Un presentimiento empezó a cobrar forma en su mente y, de vez en cuando, comprobaba que, en efecto, el programa se estaba grabando, pues necesitaría verlo un par de veces más.

Después de haberlo revisado hasta tres veces, estaba segurísimo. Pero necesitaba que le ayudasen a refrescar la memoria. Presa de gran excitación y consciente de la urgencia del asunto, subió al dormitorio. Erica estaba en la cama con Maja a su lado, de lo que dedujo que la pequeña recibía así cierta compensación por haberse portado tan bien durmiendo en el carrito durante el día.

– Erica -le susurró zarandeándola ligeramente.

Lo aterraba la idea de despertar a Maja, pero tenía que hablar con Erica.

– Mmmm… -fue la respuesta de la mujer, que no hizo el menor amago de movimiento.

– Erica, despierta.

Esta vez sí obtuvo respuesta. Ella se estremeció, miró desconcertada a su alrededor y dijo:

– ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Se ha despertado la niña? ¿Está llorando? Voy a buscarla.

Erica se sentó en la cama y se disponía a levantarse.

– No, no -la contuvo Patrik sentándola de nuevo-. Shhh, Maja duerme como un tronco -aseguró señalando a la pequeña que se movía inquieta a su lado.

– Entonces, ¿por qué me despiertas? -le preguntó Erica enojada-. Si también la despiertas a ella, te mato.

– Tengo que preguntarte algo que no puede esperar.

Le explicó rápidamente lo que acababa de saber y le hizo la pregunta en cuestión. Tras un instante de silencio desconcertado por parte de Erica, ella le dio la respuesta que le pedía. Él le recomendó que volviera a dormirse, la besó en la mejilla y bajó corriendo a la sala de estar. Una vez allí, marcó un número que acababa de buscar en la guía telefónica. Cada minuto que pasara podía ser decisivo.

31.

Gotemburgo, 1958.

Algo iba mal. Había dejado pasar demasiado tiempo. Hacía año y medio de la muerte de Áke y Per-Erik respondía a sus exigencias de actuación con excusas cada vez más vagas. Últimamente ni siquiera se molestaba en contestar y las llamadas reclamando la presencia de Agnes en el hotel Eggers eran cada vez más espaciadas. Empezaba a odiar aquel lugar. Las blandas sábanas del hotel sobre su piel y lo impersonal de la decoración le provocaban una repulsión asfixiante. Ella quería otra cosa. Ella se merecía otra cosa. Ella se merecía mudarse a su gran mansión, ser la anfitriona de sus fiestas, ser respetada, tener un estatus y ser mencionada en las reseñas de sociedad. ¿Quién creía él que era ella?

Agnes temblaba de rabia mientras conducía. Vio desde la ventanilla la imponente casa de ladrillo pintado de blanco de Per-Erik y, tras las cortinas, atisbó una sombra que se movía de habitación en habitación. Su Volvo no estaba ante el garaje. Era un martes por la mañana, así que, con toda probabilidad, se encontraría en el trabajo. Y Elisabeth estaría sola en casa, dedicada a las tareas propias de la excelente ama de casa que era: cosiendo los dobladillos de los manteles, abrillantando la plata o cualquier otra triste labor de las que Agnes jamás se había dignado hacer. Y, con total seguridad, no tenía la menor idea de que su vida estaba a punto de romperse en pedazos.

Agnes no sintió la menor vacilación. Ni se le pasó por la cabeza que el comportamiento cada vez más evasivo de Per-Erik pudiera deberse a un menor entusiasmo por ella. No, que él no se hubiese presentado aún como un hombre libre era sin duda culpa de Elisabeth. Siempre fingía ser tan desvalida, tan débil y tan dependiente sólo para tenerlo bien atado.

Pero Agnes adivinó su juego, por más que a Per-Erik se lo ocultase. Y si él no era lo bastante hombre para atreverse a un enfrentamiento con su mujer, Agnes no estaba sujeta a ese tipo de escrúpulos. Salió del coche, se cerró bien el abrigo de piel que llevaba para protegerse del frío de noviembre y, con paso resuelto, se apresuró en dirección a la entrada.

Elisabeth le abrió la puerta enseguida y la recibió con una sonrisa tan amplia que Agnes se retorcía de desprecio. No deseaba otra cosa que borrar aquella sonrisa de su cara.

– ¡Vaya, Agnes, qué alegría que vengas a visitarme!

Se dio cuenta de que su entusiasmo era sincero, aunque se la veía sorprendida. Cierto que Agnes había estado como invitada en su casa en otras ocasiones, pero sólo para celebraciones y fiestas. Jamás se había presentado así, sin avisar.

– Entra -la invitó Elisabeth-. Pero tendrás que perdonar el desorden. Si hubiera sabido que ibas a venir, habría arreglado un poco la casa.

Agnes entró en el vestíbulo y miró a su alrededor buscando el desorden al que aludía Elisabeth. Sin embargo, todo estaba en su lugar, lo que confirmaba la imagen de ama de casa perfecta y patética.

– Siéntate, voy a poner un café -le dijo educadamente.

Antes de que Agnes lograse detenerla, ya se había metido en la cocina.

Ella no tenía pensado sentarse a tomar café con la mujer de Per-Erik, sino que pretendía solventar su asunto lo antes posible. Sin embargo, y muy a disgusto, se quitó el abrigo y se acomodó en el sofá de la sala de estar. Apenas se sentó, apareció Elisabeth con una bandeja con café y rebanadas gruesas de bizcocho, y la colocó sobre la mesa oscura y reluciente que había ante el sofá. Agnes pensó que el café ya debía de estar hecho, pues no había tardado más que unos minutos.

Elisabeth se sentó en el sillón, junto al sofá en el que estaba Agnes.

– Venga, coge un trozo de bizcocho. Lo hice esta mañana.

Agnes miró con aversión el empalagoso dulce y le dijo:

– Creo que sólo tomaré café, gracias.

Y extendió el brazo en busca de una de las tazas de porcelana que había en la bandeja. Degustó el café, cargado y muy rico.

– Sí, claro, tú tienes una figura por la que velar -rio Elisabeth mientras se servía un trozo de bizcocho-. Yo perdí esa batalla cuando nacieron los niños -explicó señalando una fotografía de ella con Per-Erik y sus tres hijos, ya mayores e independizados.

Agnes reflexionó un instante sobre cómo recibirían la noticia de la separación de sus padres y a su nueva madrastra, pero estaba convencida de que se los ganaría, con algo de tiempo. También ellos, llegado el momento, comprenderían que ella tenía mucho más que ofrecerle a Per-Erik que Elisabeth, su madre.

Observó cómo el bizcocho desaparecía en la boca de su anfitriona, que se sirvió una segunda rebanada. Aquella desvergonzada glotonería la hizo pensar en su hija y tuvo que controlarse para no quitarle de la mano el trozo de bizcocho, tal y como solía hacer con Mary. Se contuvo, le dedicó una sonrisa cómplice y le dijo:

– Bueno, comprendo que te resulte extraño que me presente así, sin avisar, pero es que tengo una mala noticia que darte.

– ¿Una mala noticia? ¿De qué se trata? -le preguntó Elisabeth.

Su tono de voz habría puesto sobre aviso a Agnes si ésta no hubiese estado tan concentrada en lo que se disponía a hacer.

– Pues verás, resulta que… -comenzó deteniéndose para dejar la taza sobre la mesa-, que Per-Erik y yo hemos llegado a…, bueno, a tenernos muchísimo afecto. Y llevamos ya bastante tiempo.

– Y ahora queréis compartir vuestras vidas -completó Elisabeth para alivio de Agnes.

Ésta pensó que todo sería mucho más sencillo de lo que había creído en un principio. Pero entonces miró a Elisabeth y comprendió que algo fallaba. Y el fallo era garrafal. La esposa de Per-Erik la contemplaba con una sonrisa sardónica y un destello frío en la mirada que jamás había advertido en ella.