– Comprendo que te pille por sorpresa… -continuó Agnes penosamente, insegura de que su papel, que tanto se había esmerado en estudiar, tuviese ningún sentido.
– Querida mía, yo conozco vuestra relación prácticamente desde que empezó. Per-Erik y yo nos comunicamos muy bien y la cosa funciona de maravilla para ambos. Pero tú no te habrás creído que eres la primera, ¿verdad? Ni la última -apuntó Elisabeth con un deje de maldad en la voz que despertó en Agnes el deseo de darle una bofetada.
– No sé de qué hablas -replicó desesperada mientras sentía que el suelo se tambaleaba bajo sus pies.
– No me digas que no has notado que Per-Erik ha empezado a perder el interés. Ya no te llama con tanta frecuencia, te cuesta localizarlo cuando quieres verlo y parece distraído cuando por fin os veis. Pues claro que sí, yo conozco a mi marido lo bastante, después de cuarenta años de matrimonio, para saber cómo se comporta en esa situación. Y, además, resulta que me he enterado de cuál es el nuevo objeto de su ardiente deseo: una joven castaña de treinta años que trabaja de secretaria en su compañía.
– Mientes -atajó Agnes tan alterada que veía los rasgos ajados de Elisabeth empañados por una sucia neblina.
– Puedes pensar lo que quieras y puedes preguntarle a Per-Erik. Ahora creo que será mejor que te vayas.
Elisabeth se levantó y se dirigió al vestíbulo con el abrigo de Agnes en la mano, invitándola a marcharse. Aún incapaz de digerir lo que Elisabeth acababa de decirle, la siguió sin pronunciar palabra. Totalmente conmocionada, se quedó en la escalinata a merced del viento, que la mecía de un lado a otro. Poco a poco, sintió esa rabia tan familiar que empezaba a arder en su pecho. Tanto más intensa cuanto se decía que debería haberse dado cuenta. No debió fiarse de ningún hombre. Por ello recibía el castigo de una nueva traición.
Como si caminase sobre las aguas, se movió en dirección al coche, que había dejado aparcado en la calle, un poco más allá de la casa. Sentada al volante, se quedó inmóvil un buen rato. Las ideas cruzaban su mente como laboriosas hormigas, abriendo túneles de odio y de intransigencia. Todos los trapos sucios que había arrumbado en los más recónditos escondrijos de su memoria empezaron a aflorar. Agarraba el volante con fuerza inusitada. Se reclinó sobre el reposacabezas y cerró los ojos. Le vinieron a la memoria imágenes de los horribles años pasados en el barracón de los picapedreros, casi sentía el hedor a cieno y a sudor que despedían los hombres al volver del trabajo. Rememoró los dolores que la hacían ir y venir entre la conciencia y la inconsciencia cuando nacieron los niños. El olor a humo cuando se quemó el edificio de Fjällbacka, la brisa en el barco de Nueva York, el murmullo y el ruido de las botellas de champán al abrirse, los gemidos de placer de los hombres anónimos que la habían poseído, el llanto de Mary abandonada en el muelle, el sonido de la respiración de Áke ralentizándose hasta detenerse, la voz de Per-Erik haciéndole promesas una y otra vez, promesas que no pensaba cumplir. Todo eso y mucho más pasó por su retina, pero nada de lo que veía aplacaba su ira, que iba in crescendo, cada vez más imparable. Había hecho todo lo posible por procurarse la vida que merecía, por recrear la vida para la que había nacido. Pero ésta o quizá el destino siempre le ponían la zancadilla. Todos se habían puesto en su contra y habían hecho cuanto habían podido por arrebatarle lo que le pertenecía por derecho: su padre, Anders, los pretendientes americanos, Áke y, ahora, Per-Erik. Una larga serie de hombres cuyo común denominador era sus diversas formas de utilizarla y traicionarla. Cuando cayó la tarde, todos aquellos ultrajes, reales e imaginarios, se concentraron en un solo punto incandescente del cerebro de Agnes. Con la mirada hueca, retuvo la imagen de la entrada de la casa de Per-Erik y, poco a poco, una inmensa calma la invadió mientras aún estaba sentada en el coche. Era una calma que ya había sentido una vez en su vida y sabía que procedía de la certeza de que ahora sólo le quedaba una posibilidad de actuación.
Cuando los faros del coche de Per-Erik por fin hendieron la oscuridad, Agnes llevaba allí inmóvil tres horas, pero no tenía conciencia del tiempo que había transcurrido. El tiempo ya no tenía la menor relevancia. Todos sus sentidos se concentraban en la tarea pendiente y no le cabía el menor asomo de duda. Toda lógica, toda previsión de las consecuencias, todo quedaba anulado a favor del instinto y el deseo de actuar.
Con los ojos entrecerrados, lo vio aparcar el coche, sacar el maletín, que siempre llevaba en el asiento del acompañante, y salir del vehículo. Mientras lo cerraba, ella arrancó el suyo y metió la marcha. Luego, todo sucedió muy deprisa. Pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado en dirección a su objetivo, que se movía ajeno a la desgracia que lo aguardaba. Atajó por una porción de césped. Per-Erik no sospechó nada hasta que el coche estuvo a pocos metros. Entonces se dio la vuelta. Sus miradas se cruzaron una fracción de segundo. Después, el coche se estrelló contra su diafragma y Per-Erik quedó incrustado en su propio turismo. Con los brazos extendidos, cayó sobre el capó del vehículo de Agnes. Ésta lo vio parpadear un par de veces, hasta que sus ojos dejaron de moverse.
Tras el volante, sonrió. A ella no se la traicionaba impunemente.
Anna despertó con la misma sensación de desesperanza de todas las mañanas. No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido toda la noche sin interrupciones. Ahora dedicaba las horas nocturnas a pensar en cómo salir de la situación a la que había condenado también a los niños.
Lucas resoplaba tranquilo a su lado. A veces se daba la vuelta sin despertarse y le echaba el brazo por encima. Anna tenía que apretar los dientes para no salir huyendo de la cama muerta de asco. Las consecuencias que tal reacción le acarrearía no valían la pena.
Los últimos días todo se había ido acelerando. Sus accesos de ira eran cada vez más frecuentes y ella sentía como si estuviesen atrapados en una espiral que, a velocidad creciente, los abocaba al abismo. Tan sólo uno de los dos regresaría. Y ella ignoraba quién. Pero no podían coexistir. No sabía dónde había leído una teoría según la cual existía una tierra paralela donde habitaba un gemelo de cada ser vivo y, si alguien llegaba a conocer a su gemelo, ambos serían destruidos inmediatamente. Eso era lo que les pasaba a Lucas y a ella, salvo que su destrucción era más lenta y más tortuosa.
Llevaban varios días sin salir del apartamento.
Oyó la voz de Adrián, que dormía en el colchón, y se levantó con suma cautela para ir a cogerlo. No merecía la pena arriesgarse a que despertara a Lucas.
Con el niño en brazos, fue a la cocina para preparar el desayuno. Lucas apenas comía últimamente y había adelgazado tanto que la ropa le colgaba por todas partes, pero aun así, exigía que ella pusiera la mesa tres veces al día, a la hora por él determinada.
Adrián se quejaba penoso y no quería sentarse en la trona. Ella intentó acallarlo desesperada, pero el pequeño estaba de muy mal humor, pues también dormía mal por las noches, al parecer víctima de constantes pesadillas. Cada vez lloraba más fuerte sin que Anna pudiese hacer nada por callarlo. Con el corazón en un puño, oyó que Lucas empezaba a moverse en la habitación y, al mismo tiempo, Emma la llamó a voces. El instinto de Anna le aconsejaba huir, pero sabía que no serviría de nada. Lo único que podía hacer era aguantar y, en el mejor de los casos, proteger a los niños.
– ¿Qué coño pasa aquí? -preguntó Lucas en inglés.
Apareció como un gigante en el umbral, con aquella extraña expresión en los ojos. Una mirada vacía, demente y fría que, Anna estaba segura, los abocaría a la destrucción.
– ¿No puedes cerrarles la puta boca a tus niños?