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Ahora el tono ya no era ni elevado ni amenazante, sino casi amable; el que más pavor le infundía a Anna.

– Hago lo que puedo -respondió ella en sueco con un hilo de voz.

Adrián empezaba a ponerse histérico en la trona y gritaba golpeando la mesa con la cuchara.

– Comer no, comer no -repetía una y otra vez.

Desesperada, Anna intentaba callarlo, pero el pequeño estaba tan alterado que no podía parar.

– No comas si no quieres, déjalo, no tienes que hacerlo -le dijo ella intentando serenarlo y cogiéndolo en brazos.

– Se va a comer el puto desayuno ahora mismo -dijo Lucas con la misma tranquilidad.

Anna se quedó helada. Adrián seguía pataleando salvajemente, como protesta al ver que no lo dejaba en el suelo tal y como le había prometido, sino que lo devolvía a la trona.

– Comer no, comer no -chillaba el niño a voz en grito mientras Anna hacía acopio de todas sus fuerzas para conseguir sentarlo de nuevo.

Con fría determinación, Lucas tomó una de las rebanadas de pan que Anna había puesto sobre la mesa. Le cogió la cabeza a Adrián con una mano y, con la otra, le aplastó la rebanada contra la boca. El pequeño manoteaba sin cesar, primero de rabia y luego con creciente pánico al ver que el gran trozo de pan le llenaba la boca y le impedía respirar.

Anna se quedó paralizada en un primer momento, pero el inveterado instinto maternal despertó de repente, haciendo que se esfumase el miedo que Lucas le inspiraba. La única idea que tenía en su cabeza era que su progenie necesitaba protección, y la adrenalina empezó a bombear su sistema vascular. Con un primitivo gruñido, apartó la mano de Lucas y a Adrián, que lloraba desconsoladamente, le sacó el trozo de pan de la boca a toda prisa. Luego se dio la vuelta para enfrentarse a Lucas.

Cada vez más rápido, la espiral los arrastraba hacia el abismo.

También Mellberg amaneció con una sensación desagradable, pero por razones mucho más egoístas. Un sueño espantoso lo había despertado abruptamente varias veces durante la noche. Su tema era siempre el mismo: lo despedían sin la menor ceremonia. Y eso no podía suceder. Tenía que haber algún modo de eludir la responsabilidad del desgraciado suceso del día anterior y el primer paso era necesariamente despedir a Ernst. En esta ocasión no había más opciones. Mellberg sabía que había gastado algo de manga ancha hasta ahora en todo lo que concernía a Lundgren, y en cierto modo experimentaba la sensación de que era pariente suyo. Al menos, tenía mucho más en común con él que con el resto de los pavisosos de la comisaría. Pero a diferencia de Mellberg, Ernst había demostrado en esta ocasión una ausencia fatal de criterio que, ciertamente, significó su caída. Cometió un craso error, cuando Mellberg estaba convencido de que sería más listo.

Lanzó un suspiro y bajó las piernas de la cama. Siempre dormía en calzoncillos y se puso a tantearse el bajo vientre, más allá de su enorme barriga, para rascarse y ordenar sus cosas, que se le habían descolocado un poco mientras dormía. Mellberg miró el reloj. No habían dado las nueve. Quizá algo tarde para llegar a tiempo al trabajo, pero, después de todo, el día anterior no había podido marcharse antes de las ocho, puesto que habían tenido que comprobar lo ocurrido. Ya había empezado a perfilar el modo de expresar el informe a sus superiores, y tenía que controlar su lengua y no liarse. Minimización de daños, ése era el lema del día.

Fue a la sala de estar y se quedó un momento contemplando a Simon. Estaba boca arriba roncando en el sofá, con la boca abierta y una pierna colgando. Se le había caído la manta y Mellberg sólo pudo hacerse la orgullosa reflexión de hasta qué punto le había transmitido a su hijo su propio físico. Simon no era uno de esos memos escuálidos, sino un joven de constitución corpulenta que seguramente seguiría los pasos de su padre si se despabilaba un poco.

Dándole con el dedo del pie, le dijo:

– Venga, Simon, es hora de levantarse.

El chico no le hizo el menor caso y se dio media vuelta, con la cara pegada al respaldo del sofá.

Mellberg siguió zarandeándolo sin piedad. Claro que a él también le gustaba quedarse durmiendo por la mañana, pero aquello no era un campamento de verano.

– Venga, te digo que te levantes.

El chico seguía sin reaccionar. Mellberg lanzó un suspiro pensando que tendría que sacar la artillería pesada.

Fue a la cocina y dejó correr el agua del grifo hasta que salió muy fría. Llenó una jarra y volvió a la sala de estar. Con una sonrisa de satisfacción, derramó el agua helada sobre el cuerpo desprotegido de su hijo, que reaccionó tal como él deseaba.

– ¡Qué mierda! -gritó Simon, que se incorporó en un santiamén.

Tiritando de frío, cogió una toalla que había en el suelo y se secó con ella.

– ¿Qué puñetas haces? -le espetó indignado mientras se ponía una camiseta con una calavera y el nombre de un grupo de rock en la pechera.

– El desayuno estará dentro de cinco minutos -respondió Mellberg, que ya se dirigía silbando a la cocina.

Por un instante, olvidó las preocupaciones por su carrera, más que satisfecho con su plan de actividades paterno filiales a las que se dedicarían en lo sucesivo. A falta de locales porno y de salas de juego, se conformarían con lo que había; y lo que había en Tanumshede era el museo de pintura rupestre. No es que a él le interesara mucho ver garabatos pintados en cuevas, pero era algo que podían hacer juntos. Y es que había decidido que ése sería el nuevo tema de su relación: juntos. Se acabó eso de jugar hora tras hora con el videojuego, se acabó la televisión hasta altas horas de la noche, entretenimiento que mataba definitivamente toda comunicación; ahora compartirían cada noche la cena, un diálogo enriquecedor y, quizá, una partida de Monopoli como fin de fiesta.

Lleno de entusiasmo, le expuso sus planes a Simon durante el desayuno, aunque hubo de admitir que la reacción del muchacho lo decepcionó bastante. Entonces le explicó que su intención era hacer lo posible para que llegasen a conocerse. Él renunciaba a lo que le gustaba y se sacrificaba llevándolo al museo y, en lugar de agradecérselo, Simon guardaba silencio y miraba con cara agria su tazón de cereales. Un consentido, eso era. Su madre lo había mandado con él justo a tiempo para que le diese la educación que necesitaba.

Mellberg suspiró resignado y se marchó al trabajo. Ser padre era una gran responsabilidad.

Patrik llegó al trabajo a las ocho de la mañana. Él también había dormido mal y, en suma, se pasó la noche esperando a que llegase el día para ponerse manos a la obra. Lo primero era averiguar si la llamada telefónica de la noche anterior había acarreado algún cambio. Con mano trémula, marcó de nuevo el número, que ya conocía de memoria.

– Hospital de Uddevalla.

Dio el nombre del médico con el que quería hablar y aguardó paciente mientras lo localizaban. Tras unos minutos que se le hicieron eternos, lo pasaron con él.

– Hola, soy Patrik Hedström. Hablamos anoche. Quería saber si la información que le facilité ha sido de alguna utilidad.

Escuchó expectante la respuesta del médico e hizo un gesto de triunfo con el puño. ¡Tenía razón!

Cuando colgó el auricular, se aplicó a abordar las tareas que requería el hecho de que sus suposiciones fuesen correctas. Tendrían mucho, mucho que hacer aquel día.

La segunda llamada, al fiscal. Ya se había puesto en contacto con él el año anterior para hacerle exactamente la misma petición y, puesto que lo que solicitaba era bastante insólito, esperaba que al fiscal no le diese un infarto.

– Sí, has oído bien, necesito licencia para una exhumación. Otra vez, sí. No, no es la misma tumba. Aquélla ya la abrimos una vez, ¿no? -Patrik le hablaba claro y despacio, intentando no impacientarse-. Sí, también en esta ocasión es urgente y te agradecería que te encargases de ello inmediatamente. Estoy enviando por fax toda la documentación necesaria, seguramente ya la habréis recibido. Por cierto, la solicitud es doble: una exhumación y otro registro domiciliario.