Se preguntaba qué le diría a su madre. La actitud del médico había sido bastante extraña. Algo no iba bien, pero no tenía la menor idea de qué estaba pasando. Tal vez Niclas pudiera explicárselo. Decidió correr el riesgo de despertarlos y marcó el número de casa en el móvil. Esperaba que Niclas supiese tranquilizarla. De hecho, ya empezaba a pensar que habían sido figuraciones suyas.
Después de la reunión, Patrik cogió el coche y se dirigió a Uddevalla. Le resultaba imposible sentarse a esperar sin más. Algo tenía que hacer. Se pasó todo el camino sopesando las distintas opciones. Todas le parecían igual de desagradables.
Le habían indicado el camino hasta la unidad en cuestión, pero aun así se perdió varias veces hasta encontrar el sitio. ¡Qué difícil era siempre dar con lo que uno buscaba en un hospital! Claro que seguramente se debería a su pésimo sentido de la orientación. Erica, en cambio, era la intérprete de mapas de la familia. A veces le daba la impresión de que tuviese un séptimo sentido para saber cuál era el camino que debían tomar.
Encontró a una enfermera en el pasillo y le preguntó:
– Estoy buscando a Rolf Wiesel. ¿Dónde puedo encontrarlo?
La mujer señaló al final del pasillo. Él vio a un hombre alto con una bata blanca que se alejaba en dirección contraria. Patrik dijo en voz alta:
– ¿Doctor Wiesel?
El hombre se dio media vuelta.
– ¿Sí?
Patrik se le acercó y le dio la mano.
– Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Hablamos anoche.
– Sí, claro -dijo el médico agitando con vehemencia la mano de Patrik-. Que sepa que llamó justo a tiempo. No teníamos ni idea de qué tratamiento aplicar y, sin dar con el adecuado, me temo que lo habríamos perdido.
– Me alegro -respondió Patrik.
Se sentía turbado y, al mismo tiempo, orgulloso ante el entusiasmo del médico: después de todo, uno no salvaba una vida todos los días.
– Entre, podemos hablar aquí -le dijo el doctor Wiesel señalando con la mano la puerta de la sala de personal.
El médico entró primero, seguido de Patrik.
– ¿Quiere un café?
– Sí, gracias -respondió.
Había olvidado tomarse una taza en la comisaría. Tenía tantas cosas en la cabeza que incluso algo tan fundamental en sus rutinas matinales había caído en el olvido.
Se sentaron ante la mesa de la cocina, pegajosa y llena de restos, y saborearon el café, que resultó ser casi tan malo como el de la comisaría.
– Lo siento, me temo que está recalentado -dijo el doctor Wiesel.
Patrik le hizo un gesto para indicarle que no tenía importancia.
– Bueno, dígame, ¿cómo llegó a la conclusión de que nuestro paciente estaba siendo envenenado con arsénico? -preguntó el médico lleno de curiosidad.
Patrik le explicó que, mientras veía el programa de Discovery de la noche anterior, relacionó lo que en él se decía con cierta información que tenía.
– Ya, verá, lo de los envenenamientos no es de lo más habitual, por eso nos estaba costando identificarlo -explicó el doctor Wiesel meneando la cabeza.
– ¿Cuál es ahora el pronóstico?
– Sobrevivirá. Claro que tendrá secuelas de por vida. Lo más probable es que lleve mucho tiempo ingiriendo arsénico sin saberlo, y parece que la última vez la dosis fue masiva. Pero todo eso lo veremos más adelante.
– ¿Analizando el pelo y las uñas? -preguntó Patrik, que había pillado algún que otro dato durante el programa de televisión.
– Exacto. El arsénico se sedimenta en el cuerpo justo en las uñas y en el pelo, y si analizamos la cantidad y la comparamos con la rapidez a la que crecen el pelo y las uñas, podemos establecer con bastante exactitud cuándo ha ingerido el arsénico e incluso la magnitud de las dosis.
– ¿Han evitado que lo vean?
– Sí, desde anoche, en cuanto constatamos que, en efecto, estaba siendo envenenado con arsénico. Nadie puede verlo salvo el personal médico pertinente. Por cierto, su hijastra vino hace un rato a preguntar por él, pero le dije que se encontraba estable y que no podían visitarlo aún.
– Bien -convino Patrik.
– ¿Saben quién…? -preguntó el médico intentando ser discreto.
Patrik reflexionó un instante antes de responder.
– Sí, bueno, tenemos nuestras sospechas y espero verlas confirmadas a lo largo del día de hoy.
– Claro, es importante que una persona capaz de hacer algo así no ande suelta. El envenenamiento por arsénico presenta síntomas especialmente dolorosos previos a la muerte. Implica un sufrimiento indecible para la víctima.
– Eso he visto -respondió Patrik-. Creo que existe una enfermedad que puede confundirse con los efectos del arsénico.
El médico asintió:
– Sí, la de Guillain-Barré. El propio sistema inmune empieza a atacar los nervios del cuerpo y destruye la mielina. El resultado son unos síntomas muy parecidos a los del envenenamiento por arsénico. Si no hubiera llamado, es bastante probable que hubiéramos dado ese diagnóstico.
Patrik sonrió.
– Sí, a veces uno tiene suerte. -Pero enseguida recobró la gravedad de su semblante-. En fin, ya le digo, procure que nadie entre a verlo mientras nosotros hacemos nuestro trabajo esta tarde.
Se estrecharon la mano y Patrik salió al pasillo. Por un instante, le pareció distinguir la figura de Charlotte al fondo. Después, la puerta se cerró tras él.
32.
Gotemburgo, 1958.
El día en que su vida tocó el fondo más recóndito fue un martes. Un martes frío, gris y nublado de noviembre que quedaría por siempre grabado en su memoria. Aunque, en realidad, no era capaz de recordar detalles. Sólo que unos amigos de su padre vinieron a su casa a contarle que su madre había hecho algo horrible y que ella debía irse con la señora de Asuntos Sociales. Sus rostros desvelaban los remordimientos que sentían por no llevársela a su casa ellos mismos ni un par de días siquiera. Así pues, a falta de familiares, tuvo que hacer una maleta con lo imprescindible y acompañar a la asistente social que fue a recogerla.
Los años siguientes los recordaba sólo en sueños. No como pesadillas; en realidad, no tenía grandes quejas contra las tres casas de acogida en las que vivió antes de cumplir los dieciocho años. Pero le dejaron la demoledora sensación de no haber significado nada para nadie, salvo como bicho raro, que era en lo que una se convertía si tenía catorce años, estaba obscenamente gorda y era hija de una asesina. Sus distintos padrinos no mostraron ni ganas ni fuerzas para molestarse en conocer a la niña que les encomendaban las autoridades. En cambio, sí que disfrutaban hablando de su madre cuando sus amigos y conocidos los visitaban para observarla llenos de curiosidad. Ella los odiaba.
Y más que a nadie odiaba a su madre. La odiaba por haberla abandonado. La odiaba porque, comparada con un hombre, Mary significaba tan poco para su madre que ésta estuvo dispuesta a sacrificarlo todo por él y nada por su hija. Cuando pensaba en lo que ella misma había sacrificado por su madre, la humillación le resultaba aún mayor. La había utilizado, ahora lo comprendía. A los catorce años comprendió también algo que debería haber entendido hacía mucho tiempo: que su madre jamás la quiso. Ella siempre intentó convencerse a sí misma de que le decía la verdad, de que lo hacía todo porque la quería. Los golpes, el sótano y las cucharadas de Humildad. Pero no era cierto. Su madre disfrutaba maltratándola, la despreciaba y se burlaba de ella a sus espaldas.
De ahí que Mary optase por llevarse de casa una sola cosa. Le permitieron recorrer su hogar durante una hora para que pudiera elegir unos cuantos objetos. El resto lo venderían, igual que el apartamento. Ella se paseó por las habitaciones evocando un recuerdo tras otro: su padre en el sillón con las gafas en la punta de la nariz, inmerso en la lectura del periódico; su madre ante el tocador, arreglándose para una fiesta; ella misma, escurriéndose a hurtadillas en la cocina para ver si encontraba algo comestible. Todas aquellas imágenes se abalanzaron sobre Mary como las de un caleidoscopio desquiciado mientras sentía que se le descomponía el estómago. Un segundo más tarde, corría al baño a vomitar una pasta maloliente y pringosa cuyo olor agrio hizo que se le saltaran las lágrimas. Moqueando y sollozando, se secó la boca con el reverso de la mano, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared, metió la cabeza entre las rodillas y lloró en silencio.