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– ¡Mira! ¡Pareces un cerdo! ¿De verdad quieres parecer un cerdo, eh? ¿Es eso lo que quieres?

En esos momentos, Charlotte la odiaba. Además, Lilian sólo se atrevía a comportarse así cuando Lennart no estaba en casa. Él jamás lo habría consentido. Su padre era su seguridad. Cuando murió, ella ya era adulta, pero sin él se sentía como una niña indefensa.

Observó a su madre, que estaba en el asiento de enfrente. Como de costumbre, su cuidado aspecto contrastaba con el suyo, que no tenía con qué cambiarse. Lilian, en cambio, había tomado la precaución de llevarse una pequeña maleta de fin de semana y pudo mudarse de ropa y retocar su maquillaje.

Con un gesto retador, Charlotte se metió el último trozo de la gran chocolatina en la boca sin hacer caso de las miradas displicentes de Lilian. ¿Cómo podía pensar en los hábitos alimentarios de su hija cuando la vida de Stig pendía de un hilo? Su madre no dejaba de asombrarla nunca. Claro que, teniendo en cuenta cómo era la abuela, quizá no fuese tan extraño.

– ¿Por qué no podemos entrar a verlo? -preguntó Lilian exasperada-. No lo entiendo. ¿Cómo pueden impedir las visitas de los familiares?

– Seguro que tienen sus razones -intentó calmarla Charlotte, aunque recordó la curiosa expresión del médico cuando fue a preguntar-. Me imagino que no haríamos más que estorbar.

Lilian resopló airada, se levantó de la silla y empezó a caminar de un lado a otro.

Charlotte suspiró. Se esforzaba por conservar la compasión que había sentido por su madre la noche anterior, pero ella se lo ponía tan difícil… Sacó el móvil del bolso para comprobar que estuviese encendido. Le resultaba un tanto extraño que Niclas no la hubiese llamado. La pantalla estaba apagada y comprendió que no tenía batería. Mierda. Se levantó para llamar desde un teléfono público que había en el pasillo, pero estuvo a punto de estrellarse contra dos hombres que venían en sentido contrario. Sorprendida, vio que eran Patrik Hedström y su pelirrojo colega. Bastante serios, miraban al interior de la sala de espera.

– ¡Hola! ¿Qué hacen ustedes aquí? -preguntó antes de caer en la cuenta-. ¿Han descubierto algo? ¿Algo sobre Sara? Seguro que es eso, ¿verdad? ¿Qué…?

Miraba ansiosa e inquieta a uno y a otro, pero sin obtener respuesta. Finalmente, Patrik le contestó:

– Por ahora no tenemos nada concreto que decirle sobre Sara.

– Pero, entonces, ¿por qué…? -inquirió desconcertada, sin concluir la frase.

Tras otro silencio, Patrik volvió a tomar la palabra:

– Hemos venido porque necesitamos hablar con su madre.

Charlotte se quedó perpleja, pero se hizo a un lado cuando ellos le indicaron que querían entrar en la sala de espera. Como a través de una ligera bruma, vio que los demás familiares que aguardaban allí contemplaban tensos la representación: los policías se acercaron y se colocaron delante de Lilian que, de brazos cruzados, los miró enarcando una ceja.

– Queremos que nos acompañe.

– No puedo, como comprenderá -dijo Lilian retadora-. Mi marido está moribundo y no puedo abandonarlo -explicó con un zapatazo para subrayar su postura, aunque no pareció impresionar a ninguno de los policías.

– Stig sobrevivirá y, por desgracia, usted no tiene otra opción; sólo se lo pediré amablemente una vez -le advirtió Patrik.

Charlotte no daba crédito. Debía de tratarse de un error enorme. Si Niclas estuviese allí…, él habría sabido tranquilizarlos a todos y resolver el asunto en un momento. Ella se sentía impotente. La situación le resultaba simplemente absurda.

– Pero ¿qué pasa? -bufó Lilian antes de repetir en voz alta lo que Charlotte acababa de pensar-. Debe de tratarse de un error.

– Esta mañana hemos desenterrado a Lennart. Los forenses están extrayendo muestras de su cuerpo para analizarlas, las mismas que le están extrayendo a Stig. Además, hemos llevado a cabo otro registro en su casa hoy mismo y hemos… -Patrik se dio la vuelta para mirar a Charlotte, pero enseguida dirigió de nuevo la vista a Lilian-, hemos encontrado algunas cosas. Podemos discutir el asunto aquí mismo, si lo desea, en presencia de su hija, o en la comisaría.

Habló sin rastro alguno de sentimientos en la voz, pero sus ojos denotaban una frialdad de la que Lilian nunca lo habría creído capaz.

Las miradas de Lilian y de Charlotte se cruzaron un segundo. Charlotte no comprendía nada de lo que decía Patrik. Un extraño destello fugaz en los ojos de su madre vino a incrementar su desconcierto y se estremeció con un frío repentino. Algo pasaba, no cabía duda.

– Pero mi padre padecía el síndrome de Guillain-Barré. Murió de una enfermedad neurológica -le dijo a Patrik, explicando y preguntando a un tiempo.

Patrik no respondió. Llegado el momento, Charlotte averiguaría algo que habría preferido no saber jamás.

Lilian apartó la vista de su hija y, como si hubiese tomado una decisión, le dijo a Patrik con total serenidad:

– Iré con ustedes.

Y allí se quedó Charlotte, sin saber qué hacer, preguntándose si debía quedarse o acompañar a su madre. Finalmente su indecisión decidió por ella y los vio alejarse por el pasillo.

33.

Hinseberg, 1962.

Era la única visita que tenia intención de hacerle a Agnes. Ya no pensaba en ella como su madre, sólo como Agnes.

Acaba de cumplir dieciocho años y, sin mirar atrás, dejó su ultima casa de acogida. Ella no los añoraba y ellos a ella tampoco.

A lo largo de los años recibió muchas cartas. Largas cartas con olor a Agnes. No abrió ni una sola, pero tampoco las tiró. Estaban en un cofre, a la espera de ser leídas un día.

Y eso fue lo primero que Agnes preguntó:

– Darling, ¿leíste mis cartas?

Mary la observaba sin responder. Llevaba cuatro años sin verla y, antes de hablar, necesitaba aprenderse de nuevo sus rasgos.

La sorprendió lo poco que la cárcel parecía haberla transformado. Contra la vestimenta no podía hacer nada, así que los elegantes trajes y vestidos no eran más que un recuerdo, pero por lo demás se notaba que seguía cuidándose y cuidando su físico con la misma entrega que antes. El cabello recién arreglado, con la melena cardada según la moda, y el perfilador de ojos también a la moda, en un trazo grueso dividido en dos en la comisura. Las uñas largas, tal y como Mary las recordaba. Agnes tamborileaba con ellas sobre la mesa impaciente por oír la respuesta.

Pero Mary tardo aún unos minutos en contestar.

– No, no las leí. Y no me llames darling -le dijo volviendo a guardar silencio, llena de curiosidad ante su reacción.

Ya no le tenía miedo a aquella mujer. El monstruo que llevaba dentro fue devorando su temor a medida que iba creciendo el odio. Y tanto odio no dejaba espacio al miedo.

Agnes no dejó pasar aquella oportunidad tan perfecta para uno de sus accesos dramáticos.

– ¿No las has leído? -grito-. Yo aquí encerrada, mientras tú estas libre y te diviertes haciendo Dios sabe que, y la única alegría que me queda es saber que mi querida hija lee las cartas que tantas horas dedico a escribir. Y tú no me has escrito una sola carta, ni una sola llamada telefónica en cuatro años.

Agnes sollozaba chillona, aunque sin derramar una lágrima, por no arruinar la línea perfecta del perfilador de ojos.

– ¿Por que lo hiciste? -preguntó Mary quedamente.

Agnes dejo de lloriquear en el acto, sacó un cigarrillo y lo encendió con calma. Después de dar varias caladas, respondió con la misma calma espantosa.

– Porque me traicionó. Creyó que podía abandonarme.

– ¿Y no pudiste simplemente dejarlo marchar?