Respiró hondo antes de proceder.
– Hoy entierran a Sara. ¿Lo sabía?
Él y Gösta estaban sentados enfrente de Lilian. La mujer negó con la cabeza.
– ¿Le habría gustado asistir?
Lilian se encogió levemente de hombros y dibujó una extraña sonrisa hermética.
– ¿Qué sentimientos cree que abriga su hija hacia usted ahora?
Cambiaba de tema constantemente con la esperanza de hallar algún resquicio vulnerable que la hiciese reaccionar. Pero hasta el momento se había mostrado de una inaccesibilidad prácticamente inhumana.
– Yo soy su madre -respondió Lilian con calma-. Y eso nunca podrá cambiarlo.
– ¿Cree que desearía cambiarlo?
– Puede. Pero lo que ella quiera no significa nada.
– ¿No cree que le gustaría saber por qué hizo usted lo que hizo? -intervino Gösta.
Clavó en Lilian una mirada intensa en busca de una grieta en lo que parecía una armadura impenetrable.
Ella no respondió, sino que empezó a mirarse las uñas con total indiferencia.
– Tenemos las pruebas, Lilian, y usted lo sabe. Ya se las hemos enumerado una y otra vez. No nos cabe la menor duda de que ha asesinado a dos personas y de que es culpable del intento de asesinato de una tercera. Los envenenamientos de Lennart y de Stig le acarrearán una pena de muchos, muchos años de prisión. Así que no le cuesta nada hablarnos del asesinato de Sara. Matar al marido no es ninguna novedad y se me pueden ocurrir mil razones para ello. ¿Pero por qué mató a su propia nieta? ¿Por qué mató a Sara? ¿Le molestaba? ¿La hizo enfadar y no pudo contenerse? ¿Sufrió uno de sus ataques, la quiso calmar con un baño y se le fue la mano? ¡Cuéntenos!
Sin embargo, al igual que en los interrogatorios anteriores, no obtuvieron respuesta. Lilian no hacía más que sonreír condescendiente.
– ¡Tenemos las pruebas! -repitió Patrik ya sin ocultar su irritación-. Los resultados de los análisis de Lennart arrojaron altos niveles de arsénico, al igual que los de Stig. Incluso hemos podido demostrar que el envenenamiento se produjo durante los últimos seis meses, con dosis cada vez mayores. Encontramos el arsénico con raticida en una vieja caja que usted guardaba en el sótano. Y Sara tenía en los pulmones restos de la ceniza que hallamos en su dormitorio. Embadurnó a un bebé con la misma ceniza sólo para despistarnos y también dejó la cazadora de Sara en la cabaña de Morgan para inculparlo. El que Kaj resultase ser pederasta fue una suerte para usted. Pero, además, tenemos grabado el testimonio de Morgan. Él vio a Sara volver a casa. Y usted nos mintió al respecto. Sabemos que usted mató a Sara. ¿Por qué no nos ayuda? ¿Por qué no ayuda a su hija a seguir adelante? ¡Díganos por qué! Y mi hija, ¿por qué motivo la sacó del cochecito? ¿Era para hacerme daño a mí? ¡Hable!
Lilian describía con el índice pequeños círculos sobre la mesa. Había escuchado la súplica de Patrik varias veces, siempre sin resultado.
Patrik sintió que empezaba a perder el control y comprendió que más le valía dejarlo antes de hacer ninguna tontería. Se levantó bruscamente, recitó la fórmula con los datos necesarios para concluir el interrogatorio y se dirigió a la puerta. Pero antes de salir, se detuvo en el umbral.
– Lo que hace es imperdonable. En su mano está concederle a su hija la posibilidad de cerrar el asunto, pero se la niega. No es sólo imperdonable: es inhumano.
Le pidió a Gösta que llevase a Lilian de nuevo al calabozo. No soportaba seguir viéndola un segundo más. Por un instante, creyó estar mirando los ojos de la maldad misma.
– ¡Demonio de mujeres! Siempre nos tienen que endilgar a alguna -masculló Mellberg-. Y ahora, además, nos mandan a una al trabajo. La verdad es que no entiendo para qué sirve la dichosa cuota. Ingenuo de mí, pensé que podría elegir a mis subordinados, pero qué va, han decidido mandarme a una tipa con faldas que seguro que no sabe ni abrocharse el uniforme. ¿Es eso justo?
Simon no respondió y siguió mirando fijamente su plato.
Le resultaba extraño almorzar en casa, pero era otro de los pilares del proyecto padre-hijo que Mellberg había puesto en marcha. Incluso se había esforzado en cortar unas verduras que, de lo contrario, no solían existir en su frigorífico. Mellberg se irritó al ver que Simon no había tocado ni el pepino ni el tomate, sino que se concentraba en los macarrones y en las albóndigas, que había bañado en una cantidad disparatada de kétchup. En fin, después de todo el kétchup llevaba tomates, así que podía pasar.
Abandonó el desquiciante tema del trabajo, pues pensar en la nueva empleada no hacía más que subirle la tensión. Y decidió centrarse en los planes de futuro de su hijo.
– Dime, ¿has pensado en lo del trabajo? Si no crees que el instituto tenga algo que ofrecerte, yo puedo ayudarte a conseguir un curro. No todo el mundo sirve para estudiar y si tienes la mitad de la habilidad práctica que tu padre…
Mellberg rio satisfecho. Tal vez un padre menos experimentado se hubiese preocupado por la falta de iniciativa de su hijo a la hora de considerar su futuro, pero Mellberg sentía una gran confianza. Estaba convencido de que sólo sería una mala racha transitoria, nada de lo que preocuparse. Y pensaba en qué prefería que estudiase el chico, si derecho o medicina. Derecho, resolvió al cabo de un rato. Los médicos ya no ganaban tanto. Pero hasta que lograse encauzarlo por ese camino, tenía que tomárselo con calma, dejarle un respiro al muchacho. Si sufría en sus carnes lo dura que podía ser la vida, recapacitaría y entraría en razón. Cierto que la madre de Simon lo había informado de que el chico había suspendido casi todas las asignaturas y, claro está, eso podía suponer un obstáculo. Pero Mellberg era optimista: seguramente se debía a la falta de apoyo por parte del entorno familiar, porque inteligencia no podía faltarle a menos que la madre naturaleza les hubiese jugado una absurda jugarreta.
Simon masticaba una albóndiga con desgana y no parecía muy dispuesto a responder a la pregunta de Mellberg.
– Y bien, ¿qué me dices de buscar un trabajo? -repitió el padre un tanto irritado.
Él se esforzaba por establecer lazos entre los dos y Simon no se dignaba responder siquiera.
Sin dejar de rumiar y tras unos minutos de silencio, el chico se pronunció:
– Bah, no, no creo.
– ¿Cómo que no crees? -preguntó Mellberg indignado-. ¿Y qué es lo que crees entonces? ¿Que vas a vivir aquí, bajo mi techo, y a comer de mi comida sin hacer nada? ¿Sólo pasándote los días tirado en el sofá haciendo el gandul? ¿Eso es lo que crees?
Simon no pestañeó siquiera.
– Bah…, creo que me vuelvo con la vieja.
Aquella confesión impactó a Mellberg como un golpe en la frente. Y en su corazón sintió algo extraño, casi una punzada.
– ¿Que te vuelves con la vieja? -repitió Mellberg.
Lo había dicho en tono bobalicón, casi incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Ni siquiera lo había considerado como posible.
– Pero…, yo creía que no estabas a gusto con ella… Que «odiabas a esa bruja», como dijiste cuando llegaste.
– Qué va, la vieja no está mal -respondió Simon mirando por la ventana.
– Pero ¿y yo? -preguntó Mellberg con voz llorosa, sin poder ocultar la decepción que lo embargaba.
Ahora lamentaba haber sido tan duro. Tal vez no fuese tan importante para la educación del chico que empezase a trabajar tan pronto. Ya tendría que hacerlo en su momento, como todos, así que tampoco era tan grave que pudiese tomárselo con calma un tiempo.
Se apresuró a confesar su nuevo punto de vista, pero no surtió el efecto esperado.