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– Bah, no es por eso. La vieja seguro que también quiere obligarme a trabajar. Son los colegas, ¿ves? En casa tengo un mogollón de colegas y aquí no conozco a nadie y eso… -dijo sin terminar la frase.

– Pero ¿y todo lo que hemos hecho juntos? -se quejó Mellberg-. Padre e hijo, ya sabes. Yo creía que te gustaba poder estar con tu padre por fin, conocerme y eso.

Mellberg buscaba torpemente más argumentos. No podía comprender que, hacía tan sólo dos semanas, sintiese aquel pánico irracional ante la aparición de su hijo. Claro que se había enfadado con él de vez en cuando, pero aun así. Por primera vez volvía a casa con ilusión después de su jornada laboral. Y ahora, esa ilusión estaba a punto de desaparecer.

El chico se encogió de hombros.

– Tú no estás mal. No tiene nada que ver contigo. La idea no era que yo me mudara a vivir aquí. Son cosas que la vieja dice cuando se cabrea. Antes me mandaba con la abuela. Luego se puso enferma y supongo que la vieja no sabía qué hacer conmigo. Pero estuve hablando con ella ayer y ya se le ha pasado. Ahora quiere que vuelva a casa, así que me voy mañana en el tren de las nueve -dijo sin mirar a Mellberg. Luego alzó la vista-. Pero ha estado bien. Fijo. Y has sido muy guay lo has intentado y eso. Así que me gustaría venir a verte de vez en cuando, si te parece… -pareció dudar un instante, antes de añadir-, papá.

Mellberg sintió una gran ternura en su corazón. Era la primera vez que el chico lo llamaba papá. ¡Qué demonios!, era la primera vez que alguien lo llamaba papá.

Y así le resultó algo más fácil acoger la noticia de su partida. El chico iría a visitarlo de vez en cuando. A él, a papá.

Era lo más difícil que habían hecho nunca, pero al mismo tiempo les infundía la sensación de estar construyendo una base sobre la que asentarse para el futuro. Al ver el pequeño ataúd blanco perdiéndose en la tierra se agarraron el uno al otro. Nada en el mundo podía resultar más duro que aquello: despedirse de Sara.

Prefirieron estar solos. La ceremonia en la iglesia fue breve y sencilla. Así lo quisieron. Tan sólo ellos y el pastor. Y ahora estaban solos también, junto a su tumba. El sacerdote pronunció las palabras que exigía la ocasión y luego se alejó en silencio. Arrojaron sobre el ataúd una simple rosa cuyo color intenso destacaba sobre el fondo blanco. El rosa era su color favorito, quizá justo porque desentonaba con el rojo de sus cabellos. Sara nunca eligió el camino fácil.

El odio hacia Lilian seguía vivo y ardiente. Charlotte se avergonzaba de verse allí, en el respetuoso silencio del cementerio, rebosante de un odio tan grande y tan intenso. Tal vez el tiempo lo apaciguase, pero al ver de reojo el montón de tierra que cubría el cadáver de su padre, enterrado por segunda vez, se preguntaba si llegaría el día en que pudiese sentir otra cosa que ira y dolor.

Lilian no sólo le había quitado a Sara, sino también a su padre. Y ella jamás se lo perdonaría. ¿Cómo podría perdonárselo? El pastor habló del perdón como un medio de aplacar el dolor, pero ¿cómo perdonar a un monstruo? Ella ni siquiera comprendía por qué su madre había cometido aquellos actos abominables, y lo absurdo de los crímenes multiplicaba su ira y su dolor. ¿Estaba loca o había actuado según su propia lógica retorcida? La posibilidad de no llegar a saberlo nunca hacía que sus pérdidas resultasen mucho más difíciles de sobrellevar y su único deseo era arrancarle a su madre unas palabras, una explicación.

Además de todas las flores que la gente del pueblo mandó a la iglesia para participarles sus condolencias, recibieron dos pequeñas coronas. Una era de la abuela paterna de Sara. La colocaron junto al ataúd durante la ceremonia y luego la llevaron al cementerio para depositarla al lado de la sencilla lápida. Asta los había llamado para preguntarles si le permitían asistir al entierro. Ellos rehusaron amablemente, pues querían estar solos, pero le preguntaron si no le importaría cuidar de Albin entre tanto. Asta se sintió inmensamente feliz.

La otra corona era de la abuela materna de Charlotte. Sin poder explicar por qué, ella no quiso colocarla junto al ataúd y pidió que la arrojasen a la basura. Siempre pensó que Lilian se parecía mucho a su madre. De algún modo, intuía que ella era la fuente de tanta maldad.

Permanecieron junto a la tumba un buen rato, abrazados. Después se alejaron despacio. Charlotte se detuvo un momento junto a la tumba de su padre. Asintió a modo de despedida… por segunda vez en su vida.

Curiosamente en el angosto calabozo se sentía a buen recaudo; como no se sentía desde hacía muchos, muchos años. Tumbada en la estrecha camilla, Lilian respiraba hondo y despacio. No comprendía la frustración de la gente que le hacía todas aquellas preguntas. ¿Qué importaba el porqué? Lo único que contaba era las consecuencias, el resultado, ¿no? Así era siempre. Ahora, de repente, se interesaban por el camino que había conducido a aquello, por los razonamientos, por la lógica, las explicaciones, las verdades que creían poder hallar en todo ello.

Habría podido hablarles del sótano. Del olor denso y dulzón del perfume de su madre. De su voz tan seductora cuando la llamaba darling. Y habría podido hablarles del sabor reseco y amargo, del monstruo que se movía en su interior, siempre alerta, siempre presto a actuar. Y, sobre todo, habría podido describirles cómo temblaban sus manos de odio, no de miedo, cuando puso el veneno en el té de su padre con esmero y, muy despacio, lo removió para que se disolviera hasta desaparecer en la bebida caliente. Suerte que a él le gustaba el té muy dulce.

Aquélla fue su primera lección: no creer en las promesas. Su madre siempre le prometía que todo cambiaría. En cuanto su padre desapareciese, todo sería distinto. Ellas estarían juntas, unidas. Nunca más el sótano, nunca más el terror. Su madre la tocaría, la acariciaría, la llamaría darling y nada volvería a interponerse entre las dos. Pero las promesas se rompían con la misma facilidad con que se hacían. Era algo que había aprendido y que nunca se permitió olvidar. En alguna ocasión dejó que su mente rozase la idea de que lo que su madre le había dicho de su padre era falso. Pero ella siempre ahogaba esa posibilidad, asfixiándola en el fondo de su alma. Era una posibilidad que, simplemente, no podía contemplar.

Además, había aprendido otra lección importante. No dejarse abandonar nunca más. Su padre la había abandonado. Su madre la había abandonado. Y la serie de familias por las que había circulado como un paquete sin alma también la habían abandonado con su desinterés.

Cuando fue a visitar a su madre en Hinseberg, ya lo tenía decidido: se forjaría una nueva vida, una vida en la que ella tendría el control. El primer paso consistía en cambiarse el nombre. No quería volver a oír jamás aquel nombre que los labios de su madre destilaban como un veneno: «Mary… Maaaaryyyy». Cuando la encerraba en el sótano, su nombre resonaba entre las paredes y en la oscuridad de su encierro, y se encogía con el deseo de hacerse tan pequeña como fuera posible.

Eligió el nombre de Lilian porque sonaba totalmente distinto al de Mary. Y porque sonaba como una flor, delicada y etérea, pero fuerte y ágil al mismo tiempo.

Asimismo trabajó duro por cambiar su aspecto físico Con disciplina militar, se negó a probar nada de todo aquello con lo que tanto había disfrutado antes y, con una rapidez sorprendente, desaparecieron los kilos hasta que de su obesidad no quedó más que un vago recuerdo. Y jamás se permitió volver a estar gorda. Se esforzó siempre por no ganar un solo gramo y despreciaba a cuantos eran incapaces de mostrar la misma fortaleza, como su propia hija. El sobrepeso de Charlotte le resultaba repugnante y le recordaba en exceso a una época en la que ella no quería ni pensar. Aquella cosa temblona, colgante y flácida despertaba en Lilian un sentimiento de ira y hubo ocasiones en que tuvo que reprimir el impulso de arrancarle las carnes con sus propias manos a Charlotte.