Después la oscuridad del sueño se apoderó de ella.
Agnes se compadecía profundamente de sí misma mientras miraba por la ventana de la residencia de ancianos. Al otro lado del cristal, la lluvia volvía a repiquetear y casi la sentía azotando su rostro.
No comprendía por qué Mary no iba a visitarla. ¿De dónde provenía todo aquel odio, toda aquella amargura? ¿Acaso no había hecho siempre cuanto pudo por su hija? ¿No fue la mejor madre posible? Todo lo que se torció por el camino… no había sido culpa suya. Los demás eran los culpables, no ella. Si la suerte hubiese estado de su lado alguna vez, las cosas habrían sido de otro modo. Pero Mary no lo comprendía. Ella creía que Agnes podría influir sobre las desgracias que les sobrevenían y, por más que se lo explicó, la niña no quiso escucharla. Tantas largas cartas como le había escrito desde la cárcel en las que, con todo lujo de detalles, le explicaba por qué no debía culparla de nada de lo sucedido… Pero era como si la muchacha no fuese receptiva a sus mensajes, como si se hubiese endurecido.
Lo injusto del comportamiento de Mary inundaba de lágrimas sus ancianos ojos. Jamás recibió nada de su hija, pese a que Agnes no hizo más que dar, dar y dar. Todo lo que Mary interpretó como actos de maldad por su parte, en realidad eran por su bien. De hecho, ella no hallaba ninguna satisfacción en castigarla o en decirle que estaba gorda y fea, al contrario. No, a ella le dolía verse en la necesidad de ser tan dura, pero era su deber de madre. Y una parte del cumplimiento de su deber dio resultado, puesto que Mary terminó por corregirse y deshacerse de sus michelines. Y todo gracias a su madre, aunque ella no se lo agradeciese.
Una rama golpeó la ventana, agitada por una violenta ráfaga de viento. Agnes dio un respingo en la silla de ruedas, pero enseguida se calmó y sonrió para sí. ¿Iba a volverse asustadiza a la vejez? Ella, que nunca había tenido miedo de nada… Salvo de ser pobre, como le enseñaron los años en que fue esposa de un picapedrero. El frío, el hambre, la suciedad, la humillación…, todo aquello le infundió un miedo visceral a la pobreza. Creyó que los hombres que conociese en Estados Unidos serían su billete para salir de la miseria; luego lo creyó de Áke y después de Per-Erik. Pero todos la habían traicionado. Todos rompieron sus promesas, igual que su padre. Y todos recibieron su castigo.
Al final Agnes siempre tenía la última palabra. La caja azul de madera y su contenido le sirvieron como recordatorio permanente de que ella y sólo ella podía determinar su propio destino. Y de que todos los medios valían.
Fue a recoger la caja de las cenizas la última noche antes de partir a América. Al abrigo de la oscuridad, acudió al lugar del incendio y recogió un puñado de ceniza del lugar donde sabía que habían ardido los cuerpos de Anders y los niños. Entonces no supo por qué, pero a medida que fueron pasando los años, comprendió la causa de su impulsiva decisión. La caja con la ceniza la obligaba a recordar siempre lo fácil que resultaba ejecutar cualquier empresa para conseguir los propios fines.
El plan fue presentándose a su razón poco a poco, según se acercaba el día de la partida hacia América. Sabía que su suerte estaría echada si se dejaba transportar como una vaca con la familia, que su destino sería como un lastre amarrado a sus pies. Sola, en cambio, tendría la posibilidad de labrarse un futuro propio y distinto, un porvenir en el que la pobreza no fuese más que un recuerdo remoto.
Anders no tuvo tiempo de percatarse de lo que sucedía. Le clavó el cuchillo hasta el puño en medio del corazón y su esposo cayó como un fardo de carne sobre la mesa de la cocina.
Los niños dormían. Ella entró en su habitación, sacó el almohadón sobre el que descansaba la cabeza de Karl y lo apretó contra su cara. Luego se sentó sobre él dejando caer todo su peso. Fue tan fácil… El niño pateó un instante, pero no emitió ningún sonido audible a través del almohadón, así que Johan siguió durmiendo plácidamente mientras su hermano gemelo moría asfixiado. Después le llegó su turno. Agnes repitió el procedimiento. Resultó un poco más difícil. Johan siempre fue algo más fuerte y corpulento que Karl, pero tampoco él logró resistir mucho rato y pronto quedó tan exánime como su hermano. Los vio a los dos con los ojos muertos, fijos en el techo, pero curiosamente Agnes no sentía nada. Era como si hubiese reestablecido el orden natural de las cosas. Esos niños no deberían haber nacido jamás y ahora habían dejado de existir.
Sin embargo, aún le faltaba algo por hacer antes de poder continuar con su vida. Reunió un montón de ropa de los niños en el suelo y fue a la cocina. Sacó el cuchillo del pecho de Anders y arrastró su cadáver hasta el dormitorio de los pequeños. Él era mucho más corpulento y pesado que ella y, cuando lo dejó caer como un saco en el lugar deseado, Agnes estaba empapada de sudor. Fue a buscar un poco de aguardiente, roció el montón de ropa y encendió un cigarrillo. Dio varias caladas con sumo placer antes de depositar la colilla encendida sobre el montón de ropa empapada en el aguardiente. Con un poco de suerte, estaría bien lejos cuando empezase a arder de verdad.
Unas voces en el pasillo la arrancaron de su remembranza. Aguardó tensa a que pasaran de largo, con la esperanza de que no fuesen a su habitación, y no se relajó hasta que no las oyó alejarse.
No tuvo que fingir estar impresionada cuando regresó de hacer su recado y vio el incendio. De hecho, jamás pensó que se propagaría tanto y tan rápido. Todo quedó destruido. Eso, al menos, fue según los planes. Nadie pensó ni por un momento que Anders y los niños no murieron en el incendio.
Después de aquello, se sintió tan maravillosamente libre que a veces se miraba los pies para asegurarse de que no estaba flotando en el aire. Ante los demás mantuvo la máscara, fingió ser una doliente madre y viuda, pero en su fuero interno se reía de lo ingenua, necia y simple que podía ser la gente. Y el mayor de todos los idiotas fue su propio padre. Apenas pudo aguantarse las ganas de contarle lo que había llevado a cabo, exhibir ante él el delito que había cometido como un cuchillo sangriento y decirle: «Mira lo que has hecho, mira a qué me abocaste al obligarme a partir aquel día como si yo fuese una ramera babilónica». Pero se contuvo. Por más que deseara compartir la culpa con él, el provecho sería mayor si se aseguraba su compasión.
Y funcionó. El plan se desarrolló tal y como ella deseaba y esperaba, pero, a pesar de todo, la persiguió la mala suerte. Los primeros años en Nueva York le dieron todo aquello que había soñado mientras fantaseaba en el barracón del picapedrero, pero después volvió a negársele la vida que merecía. Siempre la misma injusticia.
Agnes sentía la rabia crecer en su pecho. Quería liberarse de su viejo cascarón asqueroso. Retirarlo como el capullo de una crisálida y salir como la bella mariposa que fue en su día. Sentía náuseas al percibir su propio olor a senectud.
De pronto le vino a la mente una idea que la consoló: tal vez pudiese pedirle a su hija que le enviase la caja de madera pintada de azul. A ella no debía de serle de utilidad, pero Agnes disfrutaría dejando caer su contenido por entre sus dedos una última vez. La idea le infundió ánimos. Sí, eso haría. Le pediría a Mary que le trajese la caja. Si su hija iba a llevársela personalmente, quizá le contaría cuál era en verdad su contenido. Ante Mary siempre lo llamó Humildad, cuando la tenía encerrada en el sótano y la alimentaba con las cenizas. Pero lo que en realidad quería darle a comer a la pequeña era ambición, la fuerza que permitía hacer lo necesario para alcanzar lo que una perseguía. Y creyó haber triunfado cuando la niña cumplió sus deseos con tanta facilidad y precisión en lo de Áke. Pero después, todo se desbarató.
Ya no podía aguantar un minuto más sin tocar la caja. Con mano trémula, fue a coger el teléfono, pero se quedó paralizada a medio camino. Entonces, su mano cayó de golpe contra su costado y la cabeza sobre el pecho. Sus ojos quedaron sin vida, fijos en la pared, mientras un hilillo de saliva discurría hacia la barbilla desde la comisura de los labios.