Aparcaron junto al café Bryggan y se apresuraron a bajar hasta el bote. Por increíble que pudiera parecer, nadie se había enterado aún de lo sucedido, por lo que no hubo necesidad de espantar a los curiosos.
– Está tendida en la cubierta -dijo el hombre, que les había salido al encuentro en el muelle-. No he querido tocarla más de lo necesario.
Patrik reconoció enseguida la palidez del rostro del hombre. Era la misma que observaba en el suyo cada vez que se veía en la obligación de contemplar un cadáver.
– ¿Dónde la sacó? -preguntó Patrik, postergando así la confrontación con el muerto unos segundos más. Ni siquiera la había mirado aún y ya sentía un desagradable cosquilleo en el estómago.
– En Porsholmen, en la parte sur. Se enganchó en la cuerda de la quinta cubeta que fui a sacar. De lo contrario, aún habríamos tardado mucho en ver a la pobre niña. Tal vez nunca, si las corrientes la hubiesen arrastrado mar adentro.
A Patrik no le sorprendió que el hombre conociese el comportamiento de un cadáver en el mar.
Toda la gente mayor sabía perfectamente que los cuerpos primero se hundían; después, poco a poco, emergían a la superficie según se iban llenando de gases; y luego, tras otro espacio de tiempo, volvían a alojarse en las profundidades. Antes los pescadores corrían un alto riesgo de morir ahogados y seguramente Frans había participado alguna vez en la búsqueda de un compañero desafortunado.
Como para confirmarlo, el pescador comentó:
– No debe de llevar mucho tiempo en el agua, pues no había empezado a flotar aún.
Patrik asintió.
– Sí, ya lo dijo cuando llamó. En fin, será mejor que le echemos un vistazo.
Muy despacio, Martin y Patrik se dirigieron al borde del muelle, donde estaba fondeado el bote.
No pudieron ver bien la cubierta hasta que no se acercaron del todo y sólo entonces les fue posible distinguir lo que allí había. La niña había caído boca abajo cuando el hombre la izó del agua, por lo que no se veía más que una maraña de pelo revuelto y mojado.
– Ya viene la ambulancia. Ellos le darán la vuelta.
Martin asintió levemente. Sus pecas y su cabello rojizo parecían varios tonos más intensos en contraste con la palidez de su semblante, y se notaba el esfuerzo que hacía por mantener a raya las náuseas.
La crudeza gris del tiempo, y el viento, que había empezado a arreciar bastante, contribuyeron a crear un ambiente espeluznante. Patrik saludó a los hombres de la ambulancia que, sin la menor premura, descargaron una camilla antes de dirigirse con ella adónde se encontraban los policías.
– ¿Un ahogamiento fortuito? -preguntó el primero de los chicos de la ambulancia señalando la barca con la cabeza.
– Bueno, eso parece -respondió Patrik-. Pero tendrá que decirlo el forense. Desde luego, no hay nada que vosotros podáis hacer por ella, salvo llevárosla de aquí.
– Sí, eso nos dijeron -respondió el joven-. Bien, pues vamos a subirla a la camilla.
Patrik asintió. Siempre había pensado que lo peor de aquel trabajo era que las víctimas fuesen niños, pero, desde que nació Maja, aquella desagradable sensación se había multiplicado por mil.
Ahora se le partía el corazón ante la tarea que los aguardaba. Tan pronto como hubiesen identificado a la niña, se verían obligados a destrozar la vida de sus padres.
El hombre de la ambulancia había subido a la barca de un salto y se disponía a transportar el cadáver al muelle. El otro empezó a darle la vuelta con cuidado. El cabello mojado cayó sobre la cubierta como un abanico alrededor de su pálido rostro y los ojos parecían observar vidriosos los nubarrones grises que recorrían el cielo.
Al principio Patrik apartó la mirada, pero ahora la dirigía de mala gana hacia la niña. Una gélida mano le estrujó el corazón.
– ¡No, mierda, no!
Martin lo miró consternado. Después cayó en la cuenta:
– Sabes quién es, ¿verdad?
Patrik asintió sin decir nada.
1.
Strömstad, 1923.
No se habría atrevido a decirlo en voz alta, pero a veces pensaba que era una suerte que su madre hubiese muerto cuando ella nació. De ese modo se quedó con su padre para ella sola y, por lo que había oído decir de su madre, no le habría sido tan fácil dominarla. Pero su padre no tenía fuerzas para negarle nada a su hija huérfana de madre. Una circunstancia de la que Agnes era perfectamente consciente y que utilizaba al máximo. Algunos parientes y amigos bienintencionados intentaron hacérselo ver a su padre, pero, aunque el hombre hacía esfuerzos moderados por decirle que no a su princesita, tarde o temprano ganaba la batalla su bello rostro de grandes ojos que tan fácilmente dejaban rodar lagrimones por sus mejillas. Llegado ese extremo, el corazón paterno solía ceder y la joven se salía con la suya.
El resultado fue que en aquel momento, a la edad de diecinueve años, era una joven consentida y muchos de los amigos que había tenido a lo largo de los años se atreverían a decir de ella sin miramientos que tenía un punto de maldad. Por lo general eran las chicas las que solían dejarse caer con semejante aserto. Los chicos, según había notado Agnes, no veían más allá de su bello rostro, sus grandes ojos y la larga y abundante melena que siempre movió a su padre a darle cuanto pedía.
La casa de Strömstad era una de las más fastuosas. Estaba en la cima de la colina, con vistas al mar, y la compraron en parte con la herencia de la fortuna de su madre y en parte con el dinero que su padre había ganado en el negocio de la piedra. Estuvo a punto de perderlo todo en una ocasión, durante la huelga de 1914, cuando los picapedreros se alzaron como un solo hombre contra las grandes compañías. Pero se restauró el orden y, después de la guerra, los negocios volvieron a florecer y la cantera de Krokstrand, a las afueras de Strömstad, trabajaba al máximo para poder hacer sus entregas, ante todo, a Francia.
A Agnes no le interesaba mucho de dónde salía el dinero. Había nacido rica y siempre había vivido como tal, y si el dinero era heredado o ganado con esfuerzo la traía sin cuidado, siempre que le permitiese comprar joyas y vestidos bonitos. No todo el mundo lo veía así y ella lo sabía. Sus abuelos acogieron con horror el día en que su hija se casó con el padre de Agnes. Era un nuevo rico de familia pobre, de esos que no encajaban bien en grandes eventos, sino a los que se veían obligados a invitar en la mayor sencillez, con la sola asistencia de los más próximos a la familia. E incluso aquellas reuniones resultaban vergonzosas. Los humildes no sabían cómo comportarse en finos salones y la conversación resultaba lamentablemente pobre. Los abuelos jamás lograron comprender qué vio su madre en August Stjernkvist, o en Persson, que era su apellido real. Ellos no se dejaron engañar por su intento de ascender en el escalafón social mediante un simple cambio de apellido. Sin embargo estaban felices con su nieta y, desde que su hija había muerto de forma tan repentina en el parto, competían con su padre por mimarla.
– Querida, me voy a la oficina.
Agnes se volvió cuando su padre entró en la habitación. Llevaba un rato tocando el gran piano que había frente a la ventana, más que nada porque sabía que aquella postura ponía de relieve su buen porte. No tenía especial talento para la música; pese a las costosas clases de piano que recibió desde pequeña, apenas era capaz de leer las notas que tenía en la partitura.
– Papá, ¿has pensado en lo del vestido que te enseñé el otro día? -le preguntó con mirada suplicante. Comprobó que su padre se debatía entre el deseo de decirle que no y su incapacidad para ello.
– Bonita mía, si te acabo de traer uno de Oslo…
– Ya, pero está forrado, papá. No querrás que vaya a la fiesta del sábado con un vestido forrado con el calor que hace, ¿verdad?