Cómo podía ser tan glotona una criatura tan pequeña era algo que sobrepasaba su entendimiento. Siempre andaba colgada de los pechos de Erica que, cargados de leche, parecían tener vida propia. Su físico en general no era para tirar cohetes. Cuando llegó a casa del hospital, aún parecía estar embarazada y los kilos no desaparecían con la rapidez que habría deseado. Su único consuelo era que también Patrik había engordado durante el embarazo y comía como una lima, de modo que ahora él tenía, como ella, unos kilos más en la barriga.
Por fortuna, los dolores habían desaparecido casi por completo, pero se sentía sudorosa, fofa y deplorable a todas horas. Sus piernas llevaban varios meses sin ver una cuchilla y necesitaba desesperadamente ir a cortarse el pelo y ponerse unos reflejos que cubriesen el tono grisáceo de su, por lo general, rubia y larga melena. Los ojos de Erica brillaron soñadores hasta que la realidad vino a empañarlos. ¿Cómo demonios iba a hacer tal cosa? ¡Oh, cuánto envidiaba a Patrik! Al menos él podía disfrutar del mundo real, del mundo de los adultos, durante ocho horas al día. Ella, en cambio, últimamente no gozaba más que de la compañía de Ricki Lake y Oprah Winfrey, haciendo zapping con el control remoto mientras Maja chupaba, chupaba y chupaba sin cesar.
Patrik le aseguraba que preferiría estar en casa con ella y con Maja antes que acudir al trabajo, pero sus ojos le decían a Erica que en realidad sentía un gran alivio al poder huir de su pequeño mundo por unas horas. Y lo comprendía. Al mismo tiempo, aquello hacía crecer en ella una sensación de amargura. ¿Por qué iba a tirar sola de una carga tan pesada consecuencia de una decisión común y que debería ser un proyecto común? ¿No debería él soportar tanto peso como ella misma?
Así, todos los días controlaba la hora a la que le había dicho que volvería a casa. Con que se retrasara sólo cinco minutos, hervía de irritación y, si sobrepasaba ese tiempo, Patrik podía contar con una buena bronca. En cuanto entraba por la puerta, le soltaba a Maja en los brazos y su llegada a casa coincidía con una de las escasas interrupciones de los pases de la niña colgada del pecho, así que Erica caía rendida en la cama y se ponía unos tapones en los oídos para no tener que oír el llanto durante un rato.
Erica lanzó un suspiro con el teléfono aún en la mano. Era desastroso. De todos modos, los ratos de charla con Charlotte suponían siempre un bienvenido paréntesis en medio de tanto aburrimiento. Como madre de dos hijos, ella constituía un fuerte apoyo y siempre sabía tranquilizarla. Y por vergonzoso que fuese, también le resultaba un consuelo oírle contar sus desdichas en lugar de concentrarse en las propias.
Claro que en su vida había otras fuentes de preocupación: su hermana Anna. Desde que Maja nació, sólo había hablado con ella en contadas ocasiones y tenía la sensación de que algo andaba mal. La notaba apagada y distante cuando hablaban por teléfono, pero Anna le aseguraba que todo iba bien. Y Erica estaba tan inmersa en su propia niebla que no tenía fuerzas para sonsacar a su hermana. Pero estaba convencida de que algo no marchaba.
Removía la sopa con energía. En aquella casa, ella tenía que hacerlo todo. Cocinar, limpiar y cuidar de los niños. Por lo menos Albin al fin se había dormido. Su semblante se dulcificó al pensar en el nieto. Era una criatura adorable; apenas se la oía. No como su hermana, desde luego. En su frente se perfiló una arruga y removió con renovada determinación, hasta el punto de que la sopa salpicó fuera de la olla, cayó en los fogones, chisporroteó y se quemó.
Lilian ya había preparado una bandeja con un vaso, un plato hondo y una cuchara. Retiró la olla del fuego con cuidado y volcó el caldo en el plato. Aspiró el aroma del humo y sonrió satisfecha.
Sopa de pollo, era la favorita de Stig. Esperaba que comiese con apetito.
Con mucho cuidado, subió las escaleras haciendo equilibrio con la bandeja y abrió la puerta con el codo. Aquel eterno subir y bajar escaleras, pensó irritada. Un día se caería y se rompería una pierna; entonces se darían cuenta de lo difícil que era prescindir de ella, que era la que lo hacía todo, como una esclava. En aquel momento, por ejemplo, Charlotte estaba en el piso de abajo haciendo el vago, con la débil excusa de su migraña. Así que migraña… Si alguien tenía migraña allí era ella. Sencillamente, no comprendía cómo aguantaba Niclas. Todo el día trabajando sin parar en el centro médico y haciendo cuanto podía por mantener a la familia para luego llegar a casa, al piso de abajo, donde parecía que hubiesen dejado caer una bomba. Que estuviesen allí temporalmente no significaba que no hubiese que tener las cosas limpias y ordenadas. Y además Charlotte tenía el descaro de pedirle a su marido que le ayudase con los niños al llegar a casa, cuando lo que debía hacer era dejarlo descansar ante el televisor tras una larga jornada laboral y mantener a los niños apartados en la medida de lo posible. No era de extrañar que la niña mayor fuese tan imposible; claro, cuando veía la falta de respeto con que su madre trataba a su padre, no podía ser de otra manera.
Subió con paso decidido el último tramo de escaleras hasta el piso de arriba y entró en el cuarto de invitados con la bandeja. Allí había instalado a Stig cuando se puso enfermo, pues resultaba imposible tenerlo en el dormitorio quejándose y lamentándose toda la noche. Para poder cuidarlo como debía, ella tenía que procurar dormir bien.
– ¿Querido? -dijo empujando la puerta despacio-. Ya está bien de dormir; aquí te traigo un poco de sopa. Tu favorita sopa de pollo.
Stig respondió con una débil sonrisa.
– Ahora no tengo hambre, quizá más tarde -le respondió agotado.
Ella le ayudó a incorporarse un poco en la cama y se sentó en el borde, a su lado. Le fue dando de comer como si se tratase de un niño, limpiándole de vez en cuando las gotas de la boca.
– ¿Ves? ¿A que no está nada mal? Yo sé exactamente lo que necesitas, cariño, y, si te alimentas bien, no tardarás en recuperarte.
Una vez más, Stig respondió con la misma sonrisa indiferente. Lilian le ayudó a acostarse de nuevo y le tapó las piernas con la manta.
– ¿Y el médico?
– Pero, querido, ¿lo has olvidado? Ahora el médico es Niclas; tenemos al doctor en casa. Seguro que esta noche viene a verte. Además, me dijo que iba a revisar de nuevo tu diagnóstico y a consultarlo con algún colega de Uddevalla, así que pronto estará todo arreglado, ya verás.
Con un último y expeditivo tirón de la manta, Lilian arropó a su paciente, tomó la bandeja con el plato vacío y se encaminó a la escalera. Iba meneando la cabeza: ahora, además, se veía obligada a hacer de enfermera, encima de todo lo demás que ya tenía a su cargo.
Unos golpecitos en la puerta anunciaron una visita y se apresuró a bajar.
La mano cayó pesadamente sobre la puerta. A su alrededor, el viento arreciaba a velocidad sorprendente hasta cobrar la fuerza de un vendaval. Sobre ellos caían finas gotas como de lluvia, aunque no venían de arriba, sino por detrás; era una delgada capa de agua que el viento racheado había azotado a tierra desde el mar. Todo se había vuelto gris a su alrededor. El cielo tenía un claro tono plomizo veteado de nubes más oscuras, y el color parduzco del mar, que poco tenía que ver con el azul resplandeciente del verano, aparecía ahora salpicado aquí y allá de blancos rizos de espuma. «Ocas blancas nadando por el mar», solía decir la madre de Patrik.