Les abrieron la puerta y tanto Patrik como Martin respiraron hondo, intentando hallar la reserva de fuerzas que les quedase. La mujer que tenían ante sí era un palmo más baja que Patrik, muy, muy delgada, y llevaba el cabello corto y permanentado, teñido de un castaño indefinible. Tenía las cejas demasiado depiladas y las había sustituido por un par de trazos de lápiz de ojos, lo que le otorgaba un aspecto un tanto cómico. Sin embargo, la situación a la que se enfrentaban no tenía nada de cómica.
– Hola, somos de la policía. Buscamos a Charlotte Klinga.
– Es mi hija. ¿De qué se trata?
Tenía la voz demasiado chillona para resultar agradable. Erica le había hablado bastante a Patrik sobre la madre de Charlotte, de modo que comprendía lo estresante que debía de resultar estar oyéndola todo el día. Sin embargo, todas aquellas futilidades no tardarían en carecer de importancia.
– Quisiéramos que fuese a buscarla.
– Sí, claro, ¿pero qué ha pasado?
Patrik insistió.
– Queremos hablar con ella primero. ¿Nos haría el favor de…?
Unos pasos en la escalera lo interrumpieron y, un segundo después, vio asomar por la puerta el rostro familiar de Charlotte.
– ¡Hombre, hola, Patrik! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? -El rostro de la mujer se ensombreció de pronto-. ¿Le ha ocurrido algo a Erica? Acabo de hablar con ella y me dio la impresión de que estaba bien…
Patrik alzó la mano para tranquilizarla. Martin aguardaba en silencio detrás de él, con la vista fija en un agujero de la madera del suelo. Por lo general, amaba su profesión, pero en aquel momento maldecía el instante en que la había elegido.
– ¿Podemos pasar?
– Me estás preocupando, Patrik. ¿Qué ha pasado? -Una idea la asaltó de pronto- ¿Es Niclas? ¿Ha tenido un accidente con el coche?
– Será mejor que entremos primero.
Puesto que ni Charlotte ni su madre parecían capaces de moverse de donde estaban, Patrik tomó el mando y entró el primero en la cocina. De cerca lo seguía Martin que, distraído, notó que no se habían quitado los zapatos y seguramente iban dejando huellas de pisadas mojadas y sucias.
Pero tampoco la suciedad tendría ahora mayor importancia.
Patrik les indicó a Charlotte y Lilian que se sentasen frente a ellos a la mesa de la cocina, y ellas obedecieron sin rechistar.
– Lo siento, Charlotte, pero tengo… -Patrik dudaba-. Tengo una noticia terrible que darte.
A duras penas podía hablar y sentía que se había equivocado en la forma de expresarse nada más empezar, aunque ¿había alguna manera adecuada para decir lo que tenía que decir?
– Hace una hora, un pescador de langostas encontró a una pequeña ahogada. Lo siento tanto, Charlotte, lo siento tanto…
A partir de ahí no fue capaz de continuar. Pese a que las palabras estaban en su cerebro, eran tan horrendas que se negaban a salir de su boca. Sin embargo, no fue preciso decir más.
Charlotte inspiró angustiada, emitiendo un silbido gutural. Se agarró al tablero de la mesa con ambas manos, como para mantenerse derecha, y se quedó con la mirada perdida y los ojos desorbitados, fijos en Patrik. En el silencio reinante en la cocina, aquella respiración resonó con más intensidad que un grito y Patrik tragó saliva para contener el llanto y hacer que su voz sonase firme.
– Debe de tratarse de un error. No puede ser Sara…
Lilian posaba la mirada atónita ya en Patrik, ya en Martin, pero Patrik meneó la cabeza levemente, sin decir nada.
– Lo siento -repitió-. Acabo de ver a la pequeña y no hay duda de que es Sara.
– Pero si iba a jugar a casa de Frida -dijo Lilian-. La vi dirigirse hacia allí. Tiene que ser un error. Seguro que está jugando.
Como una sonámbula, Lilian se levantó y se acercó al teléfono que había fijado a la pared.
Comprobó un número en la agenda que colgaba al lado y lo marcó decidida.
– Hola, Veronika, soy Lilian. Oye, ¿está Sara ahí?
Tras escuchar un segundo, soltó el auricular, que quedó suspendido del cable, balanceándose de un lado a otro.
– Sara no ha estado allí -anunció.
Se dejó caer otra vez en la silla, mirando desesperada a los policías que tenía enfrente.
El grito resonó como nacido de la nada y tanto Patrik como Martin se sobresaltaron. Charlotte gritó sin más, sin moverse y con los ojos como ciegos. Un alarido primitivo, alto y estridente, que hacía erizarse la piel por el dolor implacable del que nacía.
Lilian se abalanzó hacia su hija intentando abrazarla, pero Charlotte la apartó bruscamente.
Patrik quiso neutralizar el grito.
– Hemos intentado localizar a Niclas en el centro médico, pero no estaba allí, así que le dejamos un mensaje diciéndole que volviese a casa lo antes posible. Y el pastor está en camino.
Hablaba dirigiéndose más a Lilian que a Charlotte, que estaba fuera de todo posible contacto.
Patrik comprendió que no lo habían hecho bien; debería haber pensado en ir acompañado de un médico que le administrase algún tranquilizante, pero el problema era que la niña era hija del médico de Fjällbacka y que no habían logrado dar con él. Se volvió hacia Martin.
– Llama al centro médico a ver si pueden enviar a una enfermera inmediatamente. Y que traiga tranquilizantes.
Martin hizo lo que le pedía, aliviado ante la posibilidad de salir de aquella cocina un instante. Diez minutos después entraba sin llamar Aina Lundby. Le dio a Charlotte un tranquilizante y, con ayuda de Patrik, la condujo a la sala de estar donde la tumbó en el sofá.
– ¿Y yo? ¿No me va a dar algún tranquilizante a mi también? -rogó Lilian-. Siempre he estado fatal de los nervios y algo así…
La enfermera, que parecía tener la misma edad que Lilian, resopló despectiva y se dedicó a abrigar a Charlotte con solicitud maternal, pues la mujer tiritaba destrozada en el sofá.
– Usted se las arreglará sin tranquilizantes -le espetó mientras recogía sus cosas.
Patrik le preguntó a Lilian en voz baja:
– Tendríamos que hablar con la madre de la amiga con la que Sara iba a jugar. ¿Cuál es su casa?
– La de al lado, de color azul -respondió Lilian sin mirarlo a los ojos.
Cuando, unos minutos después, el pastor llamó a la puerta, Patrik pensó que él y Martin no podían hacer nada más. Se marcharon del hogar que habían dejado sumido en el dolor con su noticia y se sentaron en el coche, sin arrancarlo enseguida.
– ¡Joder! -exclamó Martin.
– Sí, joder -convino Patrik.
Kaj Wiberg miraba por la ventana de la cocina que daba a la entrada de los Florin.
– ¿Qué se le habrá ocurrido ahora a esa mujer? -preguntó irritado.
– ¿Qué pasa? -le gritó Monica, su esposa, desde la sala de estar.
El hombre se volvió a medias hacia donde estaba su mujer y le contestó:
– Hay un coche de policía aparcado ante la puerta de los Florin. Me apuesto lo que quieras a que algún jaleo se traen. Esa mujer es como un castigo.
Monica entró inquieta en la cocina.
– ¿Tú crees que tiene algo que ver con nosotros? Si no hemos hecho nada…
Monica estaba peinándose su lisa melena corta, pero se detuvo con el peine a medio camino para mirar también por la ventana. Kaj resopló.
– Pues explícaselo a ella. Bueno, espera y verás que el juzgado me da la razón en lo del balcón; entonces se quedará con un palmo de narices. Sólo deseo que le cueste bien caro derribarlo.
– Ya, pero, Kaj, ¿tú crees que lo hemos hecho bien? Quiero decir que, en realidad, sólo sobresale unos centímetros sobre nuestro césped y la verdad es que no molesta en absoluto. Y ahora que el pobre Stig está enfermo y todo…
– Sí, claro, enfermo, sí, sí. Yo también habría caído enfermo si me hubiera visto obligado a vivir con esa bruja. Y las cosas como son: si construyen un balcón que se mete en nuestra propiedad, tendrán que pagar por ello o derribar el maldito balcón. Ellos nos obligaron a talar el árbol, ¿no? Nuestro precioso abedul, que acabó hecho leña sólo porque Lilian Florin se empeñó en que le tapaba parte de las vistas al mar. ¿O no fue así? ¿Acaso no tengo razón? -gritó volviéndose bruscamente hacia su mujer, indignado ante el recuerdo de todas las injusticias cometidas durante los diez años de vecinos con los Florin.