La casa de muñecas era claramente de los años setenta. Una casa de ladrillo, de dos plantas, decorada en marrón y naranja. Los muebles eran los mismos que tenía su madre. A Frida le parecían preciosos, pero era una pena que no hubiese más cosas rosas y azules. El azul era su color favorito y el rosa el de Sara. A Frida le parecía extraño. Todo el mundo sabía que el rojo y el rosa no combinaban y Sara tenía el pelo rojo, así que no habría debido gustarle el rosa. Pero a ella le gustaba de todos modos. Siempre hacía lo mismo; siempre tenía que hacer lo contrario, vamos.
En la casa había cuatro muñecos. Dos hijas, una madre y un padre. Frida cogió a las dos niñas y las colocó una frente a otra. Por lo general, ella siempre quería ser la que iba de verde porque era la más bonita, pero ahora que Sara estaba muerta, le dejaría ser la verde. Y ella sería la del vestido marrón.
– Hola, Frida, ¿sabes que estoy muerta? -preguntó la muñeca-Sara.
– Sí, mamá me lo ha contado -contestó la marrón.
– ¿Y qué te ha dicho tu madre?
– Que significa que ahora estás en el cielo y que no vendrás más a jugar conmigo.
– ¡Qué rollo! -exclamó la muñeca-Sara.
Frida asintió moviendo la cabeza de su muñeca.
– Sí, a mí también me parece un rollo. Si hubiera sabido que ibas a morir y que no volverías a jugar conmigo, te habría dejado los juguetes que hubieras querido y no habría dicho nada.
– ¡Qué pena! -dijo la muñeca-Sara-. Que esté muerta, vamos.
– Sí, qué pena -confirmó la marrón.
Las dos muñecas guardaron silencio un instante, al cabo del cual la muñeca-Sara preguntó en tono grave:
– ¿No habrás dicho nada del señor?
– No, te lo prometí.
– Claro, era un secreto.
– ¿Pero por qué no puedo contarlo? Ese señor es malo -protestó la muñeca marrón.
– Justo por eso. El señor me dijo que no podía contarlo. Y a los señores malos hay que hacerles caso.
– Si estás muerta, el señor no podrá hacerte nada, ¿no?
A esa pregunta, la muñeca-Sara vestida de verde no supo qué contestar. Frida dejó las dos muñecas con cuidado y volvió junto a la ventana. ¿Por qué tendría que ser todo tan difícil sólo porque a Sara se le había ocurrido morirse?
Annika ya había vuelto de almorzar y llamó a Patrik, algo ansiosa, cuando lo vio entrar con Ernst.
Patrik le hizo una seña de que la vería más tarde, pero ella insistió, de modo que él se colocó ante su puerta con gesto inquisitivo. Annika lo miró por encima de las gafas. Tenía un aspecto deplorable y estaba tan empapado que parecía un gato ahogado. Pero, claro, entre el bebé y el caso de asesinato, no le quedaba mucho tiempo para el cuidado personal.
Vio la impaciencia en los ojos de Patrik y se apresuró a informarlo:
– Hoy he recibido varias llamadas a raíz de la divulgación en los medios.
– ¿Algo interesante? -preguntó Patrik sin mayor entusiasmo en la voz.
Rara vez recibían de la gente nada de interés, así que no abrigaba demasiadas esperanzas.
– Sí y no -respondió Annika-. La mayoría de las que llaman son, como comprenderás, las chismosas de siempre con información capciosa sobre sus enemigos de toda la vida y algún que otro informante suelto, y en este caso la homofobia ha florecido con todo su esplendor, te lo aseguro. Al parecer, uno es sospechoso de forma automática por ser homosexual y, si eres hombre y te gustan las flores o la peluquería, eres capaz de hacer cosas horribles con los niños.
Patrik cambió el peso de su cuerpo al otro pie, claramente impaciente, y Annika se apresuró a seguir. La joven tomó la primera de las notas que había en el montón y se la dio.
– Esto me pareció que podía dar de sí. Una mujer, se negó a dar su nombre, aseguró que deberíamos echarle un ojo a la historia clínica del hermano menor de Sara. No quiso decir más, pero la intuición me dijo que ahí quizá haya algo. Por lo menos, puede que valga la pena investigarlo.
A Patrik no le pareció ni la mitad de interesante de lo que ella esperaba pero, por otro lado, él no había oído el tono de preocupación de la mujer. Era bien distinto de la vulgar alegría por el mal ajeno que mostraban quienes disfrutaban difundiendo habladurías.
– Sí, bueno, puede que valga la pena comprobarlo, pero no te hagas ilusiones. Las informaciones anónimas no suelen ser muy fructíferas.
Annika fue a decir algo, pero Patrik alzó las manos para detenerla.
– Ya lo sé. Algo te dijo que ésta era distinta. Y te prometo que lo comprobaré, pero tendrás que esperar un poco. Tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos en estos momentos.
– Reunión en la cocina dentro de cinco minutos; ahí contare más -tamborileó con los dedos contra el marco de la puerta a ritmo de marcha y se fue con su nota en la mano.
Annika se preguntaba cuál sería la nueva información que, según Patrik, revestía tanta urgencia.
Esperaba que fuese algo que le diese un giro al caso. El ambiente en la comisaría había sido demasiado depresivo durante los últimos días.
No conseguía la paz necesaria para trabajar. La imagen del rostro de Sara no lo dejaba tranquilo y la visita matinal de los policías le había puesto a flor de piel la angustia acumulada. Tal vez fuese cierto lo que decían todos, quizá había vuelto al trabajo demasiado pronto. Pero para él era un modo de sobrevivir. Obligarse a pensar en otra cosa distinta de aquélla, concentrarse en úlceras de estómago, durezas en los pies, fiebres víricas y otitis. Cualquier cosa con tal de no pensar en Sara… y en Charlotte. Pero la realidad se había abierto paso implacable y se sintió caer al vacío. Tampoco le hacía encontrarse mejor el hecho de que fuese culpa suya. Para ser sincero, algo insólito en él, ni era capaz de comprender por qué hacía lo que hacía. Era como si una fuerza que llevase muy dentro lo empujase continuamente en pos de algo fuera de su alcance. Pese a que ya tenía tanto. O, al menos, había tenido tanto. Ahora su vida estaba deshecha y nada de lo que dijese o hiciese podía cambiar ese hecho.
Niclas hojeaba abstraído las historias clínicas que tenía delante. Por lo general, detestaba el trabajo administrativo y hoy, precisamente, no podía concentrarse lo suficiente como para terminarlo. Además, con la primera paciente de después del almuerzo, mostró un talante desabrido y antipático, pese a que por lo general era encantador con independencia de quién fuera el paciente. Justo hoy no tuvo paciencia para ser mimoso con otra señora que iba en su busca por un mal imaginario. La paciente en cuestión era una especie de clienta habitual del centro médico, pero dudaba de que volviese. Su sincera opinión acerca de su salud no pareció de su agrado. En fin, aquellas naderías ya no le parecían tan importantes.
Lanzó un suspiro y empezó a reunir todas las historias clínica, hasta que los sentimientos que tanto tiempo llevaba reprimiendo pudieron con él y lo arrojó todo al suelo de un manotazo. Los papeles se esparcieron por el suelo al azar y aterrizaron desordenados. De repente, le entró una prisa incontenible por quitarse la bata. La tiró al suelo, cogió el chaquetón y salió de la consulta como si lo persiguiese el diablo. En cierto modo, así era. Sólo se detuvo un instante para, con la serenidad debida, comunicarle a la enfermera que cancelara todas sus visitas de aquella tarde.
Después salió a la lluvia. Le cayó en la boca una gota de agua salada que le trajo a la memoria la imagen de su hija flotando en las negras aguas del mar, mientras que las ocas flotaban blancas en la superficie danzando alrededor de su cabeza. Y eso le hizo correr aún más deprisa. Con los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con la lluvia, se concentró en huir. Ante todo, deseaba huir de sí mismo.
La cafetera resoplaba y jadeaba sin cesar, pero produjo la misma pez negra de siempre. Patrik optó por quedarse junto al poyete, mientras que los demás se sentaron cada uno con su taza.