17.
Fjällbacka, 1925.
Sus silbidos acompañaban el resonar del martillo contra el adoquín. Desde que nacieron los niños, había recuperado la alegría en el trabajo y acudía cada día a la cantera con el convencimiento de que tenía por quién trabajar. Los pequeños eran cuanto siempre había soñado. Sólo tenían seis meses, pero ya controlaban su mundo y constituían su único universo. La imagen de sus cabecitas pelonas y sus sonrisas desdentadas no le abandonaban en todo el día, y se le alegraba el corazón y ansiaba la llegada de la tarde para poder ir a casa y estar con ellos.
Pensar en su esposa, en cambio, lo hacía perder momentáneamente el ritmo al golpear el granito. Aún parecía desligada de los niños, pese a que ya había pasado tanto tiempo desde el difícil parto en que estuvo a punto de morir. El médico le dijo que a algunas mujeres les costaba mucho recuperarse de semejante experiencia y que, en esos casos, podían tardar meses en aceptar al hijo o, como aquí, a los hijos. Anders había intentado facilitarle las cosas a Agnes en todo lo que estaba a su alcance. Pese a lo largo y duro de sus jornadas, era él quien se levantaba a consolar a los pequeños si despertaban por la noche y, puesto que Agnes se negaba a darles el pecho, fue él quien se hizo cargo de alimentarlos. Para Anders era una felicidad darles de comer, cambiarlos y jugar con ellos. Al mismo tiempo, debía pasar muchas, muchas horas en la cantera, durante las cuales Agnes se veía obligada a cuidarlos. Aquello lo llenaba de preocupación. No eran pocas las ocasiones en que, cuando llegaba a casa, se los encontraba sucios y llorando desesperados de hambre. Él intentó hablar con ella del tema, pero Agnes volvía la cabeza y se negaba a escuchar. Finalmente, fue un día a casa de Jansson y le preguntó a Karin, su mujer, si ella podría ir de vez en cuando a ver cómo estaban. La mujer lo miró algo extrañada, pero le prometió que lo haría. Anders le estaría eternamente agradecido por ello. Ya tenía bastantes obligaciones con lo suyo. Seguramente sus ocho hijos le exigían la mayor parte de su tiempo y, aun así, le prometió sin dudar ocuparse de los dos suyos siempre que pudiese. Aquella promesa le quitó de encima un peso indecible. En alguna ocasión creyó ver un extraño destello en los ojos de Agnes, pero desaparecía tan rápido que terminaba convenciéndose de que serían figuraciones suyas. Sin embargo, alguna que otra vez evocaba ese destello mientras trabajaba en la cantera y entonces tenía que contenerse para no dejar el martillo y salir corriendo a casa, sólo para asegurarse de que los niños estaban jugando tranquilamente en el suelo, sonrosados y sanos.
Últimamente aceptaba más trabajo del habitual. De algún modo tenía que conseguir que Agnes estuviese más satisfecha con su vida pues, de lo contrario, los haría infelices a todos. Desde que llegaron al barracón, ella insistía en que deberían alquilar algo en el pueblo, y Anders estaba resuelto a hacer cuanto estuviese en su mano para satisfacer su deseo. Si aquello dulcificaba ligeramente su actitud para con él y los niños, sus largas jornadas de trabajo habrían valido la pena más que de sobra. Ahora que Anders se encargaba del salario y de la compra, podían hasta ahorrar, aunque el menú era poco variado. Su madre no le había enseñado mucho sobre cocina y, además, siempre compraba lo más barato. Por otro lado, Agnes había empezado a asumir, aunque a disgusto, algunas de las tareas propias de una esposa. Tras varios intentos ante los fogones, lo que cocinaba fue resultando comestible, de modo que Anders abrigaba cierta esperanza de no tener que hacerse cargo de la cena en un futuro no muy lejano.
Si conseguían mudarse más cerca del centro de Fjällbacka, con algo más de vida social y movimiento, seguro que todo empezaría a ir mejor. Tal vez incluso pudiesen retomar su vida marital, que ella llevaba negándole más de un año.
La piedra se dividió ante sus ojos en un corte perfecto, justo en el centro. Lo tomó por un buen presagio: su plan lo conduciría por el camino adecuado.
El tren entró en el andén a las diez y diez. Mellberg llevaba media hora esperando. Varias veces estuvo a punto de darse media vuelta con el coche y marcharse, pero no habría servido de nada. Habría ido preguntando por él y todo el mundo habría empezado a murmurar. Más valía enfrentarse a la incómoda situación de una vez por todas. Al mismo tiempo, no podía ignorar el hecho de que, de vez en cuando, sentía ciertas ansias. Al principio no lograba identificar la sensación. Para él era tan insólito sentir deseos de algo, lo que fuera, que le llevó un buen rato caer en la cuenta de qué era. Cuando por fin lo comprendió, quedó sorprendido.
No lograba estarse quieto, de puro nerviosismo, mientras esperaba la llegada del tren al andén. Cambiaba de postura sin cesar y, por primera vez en su vida, lamentó no ser fumador para poder calmar los nervios con un cigarrillo. Antes de salir de casa, echó una mirada añorante a la botella de Absolut, pero logró contenerse. No quería oler a alcohol la primera vez que lo veía. La primera impresión era importante.
Después, otra vez se le vino a la cabeza la misma idea. ¿Y si no era verdad lo que ella le decía? Resultaba desconcertante no saber qué esperaba exactamente: que fuese verdad o que no lo fuese. Había cambiado de idea infinidad de veces, pero ahora se inclinaba por desear que el contenido de la carta fuese cierto. Por raro que le resultase.
Un silbido distante avisó de la inminente llegada del tren procedente de Gotemburgo. Mellberg dio un respingo que hizo que la porción de cabello que llevaba enrollada sobre la cabeza se deslizase hasta taparle la oreja. Con mano rauda y experta, volvió a colocarla en su lugar, comprobando que quedaba como debía. No quería empezar haciendo el ridículo.
El tren entró en el andén a tal velocidad que, por un instante, creyó que no iba a detenerse, que seguiría rodando hacia lo desconocido dejándolo allí, con sus ansias y su incertidumbre. Pero por fin empezó a frenar y terminó por detenerse chirriando con el habitual estruendo. Echó una rápida ojeada a todas las puertas y, de pronto, cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía si iba a reconocerlo. Ella debería haberle puesto un clavel en la solapa o algo así. Luego se percató de que él era el único que esperaba en el andén, de modo que, al menos, la persona a la que esperaba comprendería quién era.
Al abrirse la última puerta, Mellberg sintió que el corazón se le paraba un segundo. Una señora mayor bajó los escalones con mucho tiento y la decepción volvió a poner su corazón en marcha. Pero después bajó él. Y en el mismo instante en que lo vio, se disiparon todas sus dudas. Una alegría apacible, extraña y dolorosa lo inundó en ese instante.
Los fines de semana se iban volando. Erica disfrutaba tanto de tener a Patrik en casa… Los días laborables se le hacían eternos y, pese a que el sábado y el domingo pasaban enseguida, eran los días en los que concentraba su vida. Entonces Patrik se encargaba de Maja por la mañana y una de las noches; además, ella se sacaba leche para que él pudiese darle una de las tomas. De ese modo, Erica podía gozar la bendición de dormir una noche entera seguida, aunque a cambio despertaba con dos doloridas balas de cañón chorreantes, pero merecía la pena. Jamás imaginó que dormir una noche sin interrupción fuese como un nirvana.
Pero aquel fin de semana resultó diferente. Patrik se fue a trabajar unas horas el sábado por la mañana y se mostraba taciturno e introvertido. Aunque comprendía sus razones, le irritaba que no pudiese concentrarse del todo en ella y Maja; una sensación que, a su vez, le daba remordimientos y la hacía sentirse como una mala persona. Si las cavilaciones de Patrik conducían a que Charlotte y Niclas averiguasen quién había matado a su hija, Erica debería ser lo bastante generosa para mostrarse indulgente. Sin embargo, la lógica y la racionalidad no parecían ser ahora sus puntos fuertes.