Patrik no se inmutó ni reveló su estupefacción, pero una alarma sonó en su interior.
– Cuénteme más -le rogó en tono neutro.
– Les dije lo que Niclas me pidió. Me detalló el horario y quería que les dijera que había estado conmigo durante esas horas.
– ¿Y no le explicó por qué debía mentir?
– Sólo que si no lo hacía, todo se complicaría demasiado; que sería mucho más sencillo para todos si yo le proporcionaba una coartada.
– ¿Y usted no se opuso?
La joven se encogió de hombros.
– No, no tenía ningún motivo para hacerlo.
– ¿Pese a que habían asesinado a una niña? ¿No le pareció extraño que él le pidiese que le proporcionara una coartada? -preguntó Patrik incrédulo.
Jeanette volvió a encogerse de hombros, con gesto indiferente.
– No -respondió-. Quiero decir, Niclas no iba a matar a su propia hija, ¿verdad?
Patrik no respondió. Tras unos minutos de silencio, le dijo:
– ¿Y Niclas no mencionó qué pensaba hacer aquella mañana?
– No.
– ¿Y a usted no se le ocurre nada?
Una vez más, ese gesto suyo de indiferencia.
– Supongo que se tomó la mañana libre. Trabaja mucho y su mujer siempre está encima exigiéndole que ayude en casa y todo eso, aunque ella se pasa los días allí, así que seguramente pensó que necesitaba algo de tiempo libre.
– ¿Y por qué iba a arriesgar su matrimonio pidiéndole a usted que le proporcione una coartada sólo para tomarse unas horas libres? -preguntó Patrik, esforzándose por penetrar en la expresión impasible de Jeanette, aunque en vano.
El único indicio de algún tipo de sentimiento por su parte era el nervioso tamborileo de sus largas uñas contra la taza de café.
– Y qué sé yo -respondió impaciente-. Pensaría que, entre dos alternativas negativas, era mejor que lo pillaran con la amante y no que lo consideraran sospechoso de haber matado a su hija.
A Patrik le sonó rebuscado, pero la gente podía reaccionar de las formas más extrañas cuando estaba bajo presión; él había tenido muchas ocasiones de comprobarlo.
– Y si hace dos días le parecía bien facilitarle una coartada, ¿qué la ha hecho cambiar de opinión ahora?
Jeanette no dejaba de repiquetear con las uñas sobre la taza. Las tenía muy, muy cuidadas, incluso Patrik lo notó.
– Pues… He estado reflexionando sobre el asunto todo el fin de semana… y tengo la sensación de que no está bien. Después de todo, han matado a una niña, ¿no? Quiero decir que ustedes deberían saberlo todo.
– Sí, deberíamos -afirmó Patrik.
Dudaba de si debía o no creerse su explicación, pero eso era lo de menos. Niclas no tenía coartada para el lunes por la mañana y, además, le había pedido a otra persona que le proporcionara una falsa. Y eso era suficiente para que saltase una serie de alarmas.
– Bien, le agradezco que haya decidido venir a contárnoslo -dijo Patrik poniéndose de pie.
Jeanette también se levantó y le tendió una mano fina y delicada. Con ella le retuvo la suya algo más de la cuenta mientras se despedían. Patrik se frotó la mano en los vaqueros inconscientemente en cuanto la mujer salió por la puerta. Había algo en aquella joven que empezaba a provocar en él una auténtica aversión. En cualquier caso, gracias a ella, ahora contaban con un hilo concreto del que tirar. Había llegado el momento de investigar más de cerca a Niclas Klinga.
De pronto, Patrik recordó la nota que le había dado Annika. Presa de cierto pánico, se tanteó el bolsillo trasero y, cuando la sacó, se alegró infinitamente de que ni él ni Erica hubiesen tenido fuerzas para poner lavadoras el fin de semana. Leyó con atención el mensaje y se sentó a hacer unas llamadas.
18.
Fjällbacka, 1926.
Los pequeños, ya de dos años de edad, alborotaban detrás de Agnes, que los mandó callar irritada. Jamás había visto niños tan traviesos. Seguro que se debía a tantas horas en casa de los Jansson, seguro que lo habían aprendido de sus mocosos, se decía Agnes optando por ignorar el hecho de que, prácticamente, fue la vecina quien crió a sus hijos desde que tenían seis meses. En cualquier caso, a partir de ahora iban a cambiar las cosas, puesto que se trasladaban al centro del pueblo. Agnes miró atrás satisfecha, sentada sobre los bultos de la mudanza. Deseaba con todas sus fuerzas no tener que volver a ver el miserable barracón. A partir de ahora, estaría algo más cerca de la existencia que se merecía y, al menos, sus días transcurrirían entre gente normal y tendría la oportunidad de ver algo más de vida y movimiento a su alrededor. Cierto que el edificio donde habían alquilado la vivienda no era para dar saltos de alegría, aunque las habitaciones eran más limpias y luminosas e incluso unos metros cuadrados más grandes que lo que les correspondía del barracón, pero al menos estaba en el centro de Fjällbacka. Podría salir del portal sin hundirse en el barro hasta los tobillos y tendría la oportunidad de cultivar amistades mucho más estimulantes que las simplonas de las mujeres de los picapedreros, que no hacían otra cosa que parir hijos. Por fin tendría ocasión de conocer gente con unas miras totalmente distintas. Ahora que pertenecía al grupo de mujeres de picapedreros que tanto despreciaba, prefería no pensar hasta qué punto ella resultaría interesante para esas personas o quizá estaba convencida de que no les pasaría inadvertido que ella era diferente.
– Johan, Karl, tranquilos. Quedaos quietos en el carro; de lo contrario, os vais a caer -les dijo Anders volviéndose a medias hacia los pequeños.
Como de costumbre, Agnes pensaba que era demasiado blando con ellos De haber sido por ella, tendría que haberles gritado mucho mas alto e incluso haber acompañado su reprimenda de una bofetada. Pero sobre ese particular, el parecer de Anders era inquebrantable. Nadie ponía a sus hijos una mano encima En una ocasión, la sorprendió dándole un azote a Johan, y fue tal el sermón que no le quedo valor para volver a hacerlo. En todo lo demás, podía conseguir que Anders se plegase a su voluntad, pero en lo relativo a Karl y Johan, él tenía la ultima palabra. Incluso los nombres de los pequeños fueron elección suya. Si eran buenos para reyes, también lo eran para sus hijos, le dijo. Agnes se rio burlona. Menuda idiotez. Pero a ella le importaba un bledo como se llamasen los niños, así que, si él quería decidir sus nombres, por ella, adelante.
Ante todo, sería un alivio verse libre de la impertinente de la mujer de Jansson. Claro que había resultado muy cómodo que se hiciese cargo de los niños por ella, cualquiera que fuese la razón por la que lo hizo, y además, voluntariamente, pero al mismo tiempo sus miradas de reproche sacaban de quicio a Agnes. ¡Como si ella fuese peor persona solo porque no consideraba que limpiarles el culo a los niños constituyese su cometido en la vida!
No era posible llegar con el carro hasta la misma entrada del edificio, que se encontraba en una de las estrechas cuestas que daban al mar, de modo que hubieron de cargar con sus escasas pertenencias el último tramo. Anders haría un par de viajes más para recoger sus desportillados muebles, pero Agnes fue a saludar al propietario del edificio, es decir, a su casero, antes de entrar en su nuevo hogar. Jamás pensó que dos pequeñas habitaciones en una casa diminuta se le antojarían un ascenso en la vida, pero comparada con la oscura barraca, su nueva vivienda le parecía un palacio
Cruzó el umbral contoneándose con sus faldas y constató satisfecha que el anterior inquilino lo había dejado todo limpio y ordenado. Odiaba que hubiese suciedad a su alrededor, pero en el pequeño cuarto de la barraca no le parecía que tuviese sentido limpiar, y además, tampoco estaba muy dispuesta a ser ella la que se encargase de esa tarea. Pero si lograba insistir lo suficiente como para sacarle al tacaño de Anders un par de bonitas cortinas y una alfombra, la nueva casa podría quedar al menos aceptable.