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Dio un sorbito de café, como para ganar tiempo. Erica no podía resistir la curiosidad. ¿Qué querría de ella?

– Seguro que te preguntas para qué he venido -dijo, como si le hubiese leído el pensamiento.

Erica no respondió. Niclas tomó otro trago de café antes de continuar:

– Sé que Charlotte estuvo aquí hablando contigo…

– Pero no puedo decirte de qué…

Niclas alzó una mano y la tranquilizó:

– No, no he venido para sonsacarte lo que Charlotte te haya contado, sino porque tú eres su amiga más cercana en este pueblo y, por lo que vi cuando estuviste en casa, eres una buena amiga. Y eso es justo lo que Charlotte va a necesitar dentro de poco.

Erica lo miró llena de curiosidad, aunque, al mismo tiempo, tenía el desagradable presentimiento de saber qué iba a contarle. Sintió una manita en la mejilla y miró a Maja, que la observaba satisfecha jugueteando con un mechón de su melena. A decir verdad, no estaba segura de querer saber más. Algo la empujaba a desear mantenerse en la pequeña burbuja en la que había vivido los últimos meses. Aunque a veces esa misma burbuja hubiese estado a punto de asfixiarla, resultaba un lugar seguro y familiar. Pero logró superar el impulso, apartó la mirada de Maja, la dirigió a Niclas y dijo:

– Estoy dispuesta a ayudar en todo lo que pueda.

Niclas asintió, pero parecía dudar. Después de darle varias vueltas a la taza entre las manos, respiró hondo:

– He traicionado a Charlotte. He traicionado a mi familia de la peor manera imaginable. Pero hay otras cosas, cosas que nos han ido carcomiendo, que han hecho que nos apartemos el uno del otro. Cosas a las que ahora debemos enfrentarnos. Charlotte no sabe nada de mi engaño, pero debo contárselo y entonces necesitará tu apoyo.

– Puedes explicármelo -le dijo Erica con serenidad.

Y Niclas empezó a desahogarse con alivio palpable y lo contó todo: un amasijo desagradable, incoherente, sucio.

Era evidente que, al terminar su relato, se sentía mucho mejor. Erica no sabía qué decir. Acariciaba la mejilla de Maja como para defenderse de una realidad demasiado fea y horrible. Una parte de ella sentía deseos de levantarse y gritarle que se fuese al infierno. Y la otra, de abrazarlo y acariciarle la espalda para procurarle consuelo. Finalmente, le dijo:

– Tienes que contárselo a Charlotte. Vete a casa ahora mismo y dile todo lo que me has dicho a mí. Y si me necesita, aquí estoy. Después… -Erica guardó silencio, sin saber cómo expresar lo que quería decir-, después tenéis que retomar las riendas de vuestra vida. Si Charlotte, y sólo si ella te perdona, tendrás que asumir la responsabilidad y esforzarte para que podáis seguir adelante. Lo primero que has de hacer es salir de esa casa. Charlotte estaba a disgusto viviendo con Lilian desde el principio y sé que, después de la muerte de Sara, todo ha ido a peor. Tenéis que haceros de una casa propia, un hogar donde sea posible el reencuentro, donde podáis llorar en paz la muerte de Sara, donde podáis convertiros en una familia.

Niclas asintió.

– Sí, sé que tienes razón. Debería haber arreglado ese tema hace mucho tiempo, pero estaba tan ocupado con mis cosas que no veía…

Inclinó la cabeza hacia la mesa y se quedó mirándola fijamente. Cuando alzó la vista, tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¡La echo tanto de menos, Erica! La echo tanto de menos que siento que todo mi ser se rompe en pedazos. Sara no está, Erica. Hasta ahora no había tomado conciencia de ello. Sara no está.

Las lágrimas corrían por sus mejillas para ir a estrellarse contra la mesa. Niclas temblaba y su rostro se desfiguró hasta el punto de que resultaba irreconocible. Erica extendió el brazo y le tomó la mano.

Y así permaneció largo rato, mientras él lloraba su dolor.

Aquel fin de semana volvió a ocurrir. Habían pasado unos quince días desde la última vez, de modo que él empezó a desear que todo fuese un sueño o que hubiese acabado definitivamente. Pero luego se presentó otra vez. El instante de repugnancia, de negación y de dolor.

Si al menos supiese cómo combatirlo. Cada vez que sucedía, sentía que la abulia paralizaba su cuerpo y, simplemente, se dejaba llevar.

Sebastian se abrazó las piernas, sentado en la cima de Veddeberget. Desde allí podía contemplar la bahía. Hacía frío y mucho viento, pero en cierto modo, era agradable. Así el ambiente exterior era acorde con el que reinaba en su interior. Aunque para que la identidad fuese total, tendría que llover también, porque así se sentía él por dentro, como si una lluvia torrencial arrastrase consigo todo lo que era bueno y estaba entero; como si todo se perdiese por un desagüe gigantesco.

Además, Rune había vuelto a reprenderlo. Encima de lo que ya tenía. Vociferando y gritando, le dijo que a ver qué se había creído, que se daba perfecta cuenta de que no estaba esforzándose lo suficiente. Que tenía que trabajar más. Que no tendría ningún futuro si no trabajaba más duro, porque estaba claro que no tenía cabeza para los estudios. Pero él lo intentó tanto como pudo dadas las circunstancias. No era culpa suya si todo terminaba siempre en desastre.

A Sebastian le ardían los ojos y se secó indignado las lágrimas con el puño del jersey. Lo último que deseaba era ponerse a lloriquear como un niño allí sentado. Cuando, en realidad, todo era culpa suya. Si hubiera sido un poco más fuerte, aquello no habría sucedido ni la primera vez ni la segunda tampoco. No habría sucedido una y otra vez.

Ya le corrían las lágrimas imparables por las mejillas y con tanto ahínco se las secaba en el puño del grueso jersey, que se le llenó el rostro de arañazos.

Por un instante, sintió el impulso de poner fin a todo. Sería tan sencillo. Unos pasos hasta el borde y luego, sólo dejarse caer. En unos segundos habría acabado. De todos modos, a nadie le importaba. Para Rune sería un alivio. Así no tendría que hacerse cargo del hijo de otra persona. Tal vez pudiese incluso conocer a otra mujer y tener hijos propios, puesto que tanto lo deseaba.

Sebastian se levantó. La idea seguía resultándole atractiva. Se acercó despacio al borde de la montaña y miró hacia abajo. Estaba alto. Intentó imaginarse cómo sería: volar por el aire, ingrávido durante un instante, y luego el retumbar de su cuerpo contra el suelo. ¿Sentiría algo en ese momento? Probó a sacar un pie fuera del borde de la roca y lo dejó suspendido en el aire. Después se le ocurrió de pronto que tal vez no muriese en la caída, que podía sobrevivir y quedarse paralítico o algo así. Quedaría como un bulto baboso para el resto de su vida. Eso sí que le proporcionaría a Rune un argumento para quejarse de verdad. Aunque, seguramente, lo llevaría enseguida a alguna residencia.

Vaciló unos segundos más con el pie en el aire. Después volvió a ponerlo en el suelo y retrocedió despacio. Con los brazos cruzados convulsamente, se quedó mirando el horizonte. Mucho, mucho rato.

Ella se le abalanzó tan pronto como lo vio entrar por la puerta.

– ¿Qué ha sucedido? Aina llamó para contarme que la policía había ido a buscarte al trabajo -le dijo con voz quebrada, casi presa del pánico-. No le he dicho nada a Charlotte.

Niclas la tranquilizó con un gesto de la mano, pero Lilian no se dejó disuadir tan fácilmente. Pegada a sus talones, fue siguiéndolo hasta la cocina, bombardeándolo con sus preguntas. Él desoyó sus ruegos, se fue derecho a la cafetera y se sirvió una gran taza de café. La cafetera estaba apagada y el café apenas tibio, pero no le importó. Necesitaba eso o un buen whisky, y pensó que más valía elegir la opción sin alcohol.

Se sentó a la mesa y Lilian lo imitó mientras lo observaba con insistencia. ¿Qué tontería se le había ocurrido ahora a la policía? ¿No sabían que Niclas merecía más respeto, que era médico, un hombre de éxito? Otra vez pensó asombrada en la suerte que había tenido su hija, en el golpe que había dado. Cierto que eran muy jóvenes cuando empezaron a salir, pero Lilian enseguida vio que él era un hombre con un futuro brillante y apoyó su relación. Que Niclas hubiese elegido a Charlotte entre todas las demás chicas que le andaban detrás…, bueno, Lilian consideraba que había sido un golpe de suerte. Claro que, bien mirado, su hija era muy bonita, pero ya en la adolescencia acumuló varios kilos de más y, ante todo, no tenía ambiciones de ningún tipo. Aun así, consiguió lo que Lilian más deseaba. Ella llevaba el éxito de su yerno como se lleva un broche en la solapa, y ahora todo aquello corría peligro. La aterraba pensar en las chismosas del pueblo, que no tardarían en difundir los rumores si llegaba a saberse que la policía había citado a Niclas para interrogarlo. Y venía con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, así que seguro que también había sido duro para él.