Era tal la amargura de su amiga que Erica sintió deseos de abrazarla y mecerla como a una niña. Pero siempre experimentaba cierta incomodidad cuando recurría a un contacto físico tan cercano con la gente, de modo que se contentó con seguir acariciándole la espalda.
– ¿No tienes idea de qué otros motivos podría tener la policía?
¿Fueron figuraciones suyas o por un instante se ensombreció realmente el rostro de Charlotte? La expresión desapareció con tanta rapidez, que Erica se sintió insegura.
Desde luego, la respuesta de su amiga fue rápida y firme:
– No, no tengo la menor idea de qué podría ser.
Luego guardó silencio y tomó un sorbo de té. Estaba más tranquila que cuando llegó y había dejado de llorar, pero su semblante seguía expresando amargura y, si pudiese verse a simple vista un corazón destrozado, tendría el aspecto que ahora mostraba la cara de Charlotte.
– ¿Cómo os conocisteis Niclas y tú? -preguntó Erica más por curiosidad que por ayudar.
– ¡Huy, créeme, eso sí que es una historia!
Por primera vez desde que llegó, la vio sonreír con verdaderas ganas.
– Niclas estaba en el curso superior al mío del mismo instituto. En realidad, yo no me había fijado demasiado en él y me gustaba un compañero suyo, pero, por alguna razón, Niclas empezó a mostrar interés por mí y, poco a poco, él también comenzó a despertar mi interés. Empezamos a salir y la cosa duró un par de meses, hasta que yo me cansé.
– ¿Y rompiste con él?
– ¿Por qué te sorprende tanto? Yo también puedo sentirme ofendida -aseguró entre unas risas que Erica secundó aliviada.
– Por desgracia, no me mantuve firme en mi decisión más de dos meses. Luego, volví a caer otra vez y todo empezó de nuevo. En esta ocasión la cosa duró el verano entero. Después, él se fue de viaje con sus amigos, sólo para emborracharse, ya sabes. Cuando volvió, me largó una historia sobre que tal vez los demás me contasen, decía, que él se había perdido la última noche… Pero la explicación de que había bebido demasiado y se quedó dormido en la barra de un bar no se sostuvo por mucho tiempo. Cuando la verdad salió a la luz, rompimos por segunda vez. Después de aquello me sentí verdaderamente aliviada de haberme librado de él con tan sólo el enfado y unas cuantas lágrimas. Niclas empezó a tantear a todas las chicas de Uddevalla y algunas de las historias que circulaban te resultarían increíbles. He de admitir, para mi vergüenza, que en alguna que otra ocasión mi carne fue más débil que mi espíritu, pero esos incidentes me dejaban siempre muy mal sabor de boca. Y ahora que lo pienso, tal vez hubiese sido mejor que todo hubiese terminado ahí y que Niclas hubiese quedado en un error de adolescencia, pero pese a que yo despreciaba profundamente lo que había hecho y la persona en que se había convertido, lo tuve rondándome la cabeza mucho tiempo. Hasta que, un par de años más tarde, coincidimos por ahí y, bueno, el resto ya te lo imaginas. Así que parece que debí ser más consciente de a qué me arriesgaba, ¿no crees?
– Por lo general, la gente cambia. Su conducta de adolescente no tenía por qué hacerte temer que te engañaría también de adulto. La mayoría de las personas maduran con la edad.
– Pues se ve que Niclas no -observó Charlotte, dominada de nuevo por la amargura-. Al mismo tiempo, no puedo odiarlo sin más. Hemos pasado tantas cosas juntos… Y a ratos atisbo cómo es en realidad. En algunas ocasiones lo he visto vulnerable y abierto, y por esos instantes, no puedo dejar de amarlo. Además, sé todo lo que pasó en su casa y lo que ocurrió con su padre cuando él tenía diecisiete años, y supongo que, en cierto sentido, siempre consideré su pasado como una circunstancia atenuante. De todos modos, me cuesta asimilar que sea capaz de causarme tanto daño.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Erica echando una ojeada a Maja, que la dejó perpleja.
En efecto, la pequeña se había quedado dormida, ella sólita, en su hamaca. Era la primera vez que ocurría tal cosa.
– No lo sé. No tengo fuerzas para pensar en ello ahora. Y en cierto modo, siento que tanto da. Sara está muerta y nada de lo que Niclas haga o diga puede causarme un dolor parecido siquiera. Él quiere que empecemos de nuevo, que busquemos un hogar propio y nos mudemos de la casa de mi madre y Stig cuanto antes. Pero ahora mismo no sé por dónde tirar…
Agachó la cabeza, pero, de repente, se puso de pie.
– Tengo que irme. Mi madre lleva con Albin casi todo el día. Gracias por escucharme un rato.
– Ya sabes que puedes venir cuando quieras.
– Gracias.
Charlotte le dio a Erica un abrazo breve y fugaz, y se marchó tan rápido como se había presentado.
Con paso lento, Erica volvió a la sala de estar y se detuvo admirada ante la hamaquita, observando cómo dormía su pequeña. Tal vez hubiese alguna esperanza, después de todo. Por desgracia, no estaba segura de que Charlotte pudiese decir lo mismo.
Había llegado a su parte favorita del videojuego con el que estaba trabajando. Su cabeza discurría a toda máquina y, según las instrucciones, debía haber un montón de efectos extremos. Sus dedos se movían acelerados sobre el teclado y, en la pantalla, iba surgiendo la escena a la velocidad del rayo. Morgan admiraba y envidiaba de veras a aquellos que eran capaces de escribir las historias que él debía convertir después en realidad virtual. Si algo echaba de menos en su vida, era precisamente la imaginación que poseían algunas personas, esa fuerza que sobrepasaba todos los límites y se desbordaba libremente. Desde luego, lo había intentado. En ocasiones, se vio obligado a intentarlo. Con las redacciones del colegio, por ejemplo. Eran una pesadilla. A veces le daban un tema, otras era una fotografía, y a partir de ahí, se esperaba que tejiese una red de personajes y sucesos. Él nunca llegó más allá de la primera frase. Después era como si su cerebro interrumpiese toda actividad. Se quedaba en blanco. El papel seguía inmaculado sobre la mesa, pidiéndole a gritos que lo llenase de palabras, pero no se le ocurría ninguna. Los profesores lo reprendían. Al menos, hasta que su madre fue a hablar con ellos después de conocer el diagnóstico. A partir de entonces, empezaron a observar sus intentos con mirada curiosa, a considerarlo un ser extraño. Y no sabían hasta qué punto tenían razón. Así era, en efecto, como él se sentía allí sentado con la hoja en blanco sobre el pupitre y el ruido que hacían sus compañeros al escribir: un ser extraño.
Al conocer el mundo de los ordenadores, se sintió cómodo por primera vez en su vida. Era algo que le resultaba fácil, que dominaba. Era como si la rara pieza del rompecabezas que era él, Morgan, hubiese encontrado otra pieza igual de rara, pero con la que encajaba.
Cuando era más joven, se entregó con el mismo impulso maniático al aprendizaje de todo tipo de lenguajes codificados. Estudió cuanto cayó en sus manos sobre el tema y era capaz de repetir lo aprendido durante horas. Había algo que lo atraía en aquellas ingeniosas combinaciones de cifras y letras. Sin embargo, cuando empezó a interesarse por los ordenadores, la fascinación que le inspiraban los códigos se esfumó de un día para otro. Aunque seguía poseyendo aquellos conocimientos y podía recurrir a ellos en cualquier momento, simplemente ya no le interesaban.
La sangre que corría por la hoja de la espada lo hizo volver a pensar en la niña. Se preguntaba si la sangre se le habría coagulado en las venas ahora que estaba muerta; si habría quedado reducida a una masa compacta alojada en sus vasos y arterias. Tal vez se hubiese vuelto marrón oscuro, color que solía adquirir la sangre reseca según había visto cuando, para probar, se había cortado las venas él mismo. Miraba fascinado la sangre que manaba de los cortes hasta que fluía más despacio, se coagulaba y empezaba a cambiar de color.