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Su madre quedó aterrada el día que fue a verlo y lo encontró en aquel estado. Él intentó explicarle que sólo quería ver cómo era eso de morirse, pero ella ni le respondió; simplemente lo obligó a meterse en el coche y lo llevó al centro médico, aunque en realidad no era necesario. Hacerse cortes dolía, de modo que no los hizo muy profundos y ya había dejado de sangrar. Pero ella estaba histérica.

Morgan no comprendía por qué la muerte era un concepto tan desagradable para la gente normal. No era más que un estado, igual que la vida. Y en ocasiones se le antojaba muchísimo más atractiva que ésta. Así que había momentos en los que envidiaba a la niña. Ahora ella sabía cómo era. Conocía la solución del misterio.

Se obligó a concentrarse de nuevo en el juego. A veces, la idea de la muerte lo hacía perder varias horas sin sentir. Y eso arruinaba su horario.

Ernst se sentó sereno frente a él. Se negaba a mirarlo a los ojos y, para ello, se concentró en escrutar sus zapatos sin lustrar.

– ¡Responde de una vez! -vociferó Patrik-. ¿Te llamaron de Gotemburgo por un asunto de pornografía infantil?

– Sí -respondió Ernst con acritud.

– ¿Y por qué no nos hemos enterado de nada?

A esta pregunta siguió un largo silencio.

– Repito -insistió Patrik en voz baja y tono ominoso-: ¿por qué no nos informaste de ello?

– No creí que fuese tan importante -repuso Ernst evasivo.

– ¿No creíste que fuese tan importante? -repitió Patrik con voz gélida dando tal puñetazo en la mesa que hizo saltar el teclado.

– No -se reafirmó Ernst.

– ¿Y por qué?

– Pues…, teníamos tantas otras cosas de que ocuparnos en aquel momento… Y, además, me pareció un tanto inverosímil. Quiero decir que es ese tipo de cosas de las que se ocupan en las grandes ciudades.

– No digas estupideces -atajó Patrik sin poder ocultar su desprecio. Ni se había molestado en sentarse, sino que se mantuvo de pie, amenazante, delante del escritorio. La ira le permitía ver más allá-. Sabes perfectamente que la pornografía infantil no depende de la geografía. Se da exactamente igual en pueblos y ciudades. Así que deja de mentir y dime cuál fue la verdadera razón. Y créeme, si es lo que sospecho, te has buscado un buen problema.

Ernst alzó la vista de sus zapatos y le dedicó a Patrik una mirada llena de rencor, pese a ser consciente de que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

– Simplemente, no me pareció verosímil. Quiero decir que yo conozco al tipo y no me pareció que fuese propio de él. Pensé que los polis de Gotemburgo habrían cometido algún error y que, si informaba de ello, un inocente sufriría las consecuencias. Ya sabes cómo son estas cosas -dijo airado-. Luego, si volvieran a llamar diciendo «perdón, nos equivocamos, así que olvidad aquel nombre que os dimos», ya no serviría de nada, el tipo estaría perdido y su prestigio arruinado en el pueblo. Así que pensé que era mejor esperar un poco y ver qué pasaba.

– ¡Esperar un poco y ver qué pasaba! -Patrik estaba tan fuera de sí que tuvo que obligarse a articular para no tartamudear.

– Sí, claro. Admite que es absurdo. Es un personaje conocido por su trabajo con los jóvenes. Y hace muchas cosas buenas, por si no lo sabes.

– ¡Me importa un rábano lo que haga por los jóvenes! Si los colegas de Gotemburgo llaman para decirnos que su nombre ha aparecido en un caso de pornografía infantil, hemos de comprobarlo. Es nuestro trabajo, ¡joder! Y si sois amigos a muerte…

– No somos amigos a muerte -masculló Ernst.

– … o sólo conocidos o lo que coño sea, eso carece de importancia, ¿lo entiendes? ¡Tú no puedes ponerte a valorar lo que es digno de investigación según conozcas o no al implicado!

– Después de tantos años como llevo en la profesión…

Ernst no pudo terminar la frase, pues Patrik lo interrumpió.

– ¡Después de tantos años como llevas en la profesión, deberías saber hacer bien las cosas! ¿Y ni siquiera pensaste en decir nada cuando su nombre apareció relacionado con una investigación de asesinato? ¿No debería ser ésa una buena razón para informarnos? ¿Eh?

Ernst volvió a estudiar sus zapatos sin molestarse en intentar responder siquiera. Patrik lanzó un suspiro y se sentó. Cruzó las manos y, muy serio, se puso a escrutar el rostro de Ernst.

– En fin, ya no podemos hacer mucho por remediarlo. Tenemos todos los datos de Gotemburgo y vamos a llamarlo a interrogatorio. Además, tenemos una orden de registro. Ya puedes ir rogando para que no se haya enterado y no haya ocultado el material. Y, por cierto, Mellberg está informado y estoy seguro de que querrá intercambiar unas palabras contigo.

Ernst se levantó sin decir una palabra. Era consciente de que, a buen seguro, aquélla era la peor metedura de pata de toda su carrera lo que, en su caso, no era poco…

– Mamá, si una promete guardar un secreto, ¿cuánto tiempo tiene que guardarlo?

– No sé -respondió Veronika-. En realidad, los secretos no deben contarse nunca, ¿no?

– Mmmm -repuso Frida pensativa mientras describía círculos con la cuchara en el yogur.

– No juegues así con la comida -la reprendió Veronika, que limpiaba irritada la encimera de la cocina.

De pronto se detuvo y se volvió hacia su hija.

– Pero ¿por qué lo preguntas?

– No sé -respondió Frida encogiéndose de hombros.

– Claro que lo sabes. Venga, cuéntamelo. ¿Por qué lo preguntas?

Veronika se sentó en una de las sillas, junto a su hija, y la observó pensativa.

– Si los secretos no deben contarse en absoluto, tampoco puedo decirte nada, ¿no? Pero…

– Pero ¿qué?, dime -la animó Veronika persuasiva.

– Si la persona a la que le has prometido guardar el secreto ha muerto, ¿hay que mantener la promesa de todos modos? Porque imagínate que lo dices y la persona que está muerta vuelve y se enfada muchísimo.

– Hija, ¿fue Sara quien te pidió que le guardases un secreto?

Frida seguía describiendo círculos en el cuenco de yogur.

– Ya hemos hablado de eso antes y, créeme, yo lo siento muchísimo, pero Sara no volverá. Sara está en el cielo y allí se quedará para siempre, siempre.

– ¿Para siempre, siempre, por toda la eternidad? ¿Mil millones de millones de años?

– Sí, mil millones de millones de años. Y en cuanto al secreto, estoy segura de que Sara no se enfadaría si sólo me lo cuentas a mí.

– ¿Estás segura? -Frida miró preocupada el cielo gris que se veía por la ventana.

– Completamente segura -respondió Veronika al tiempo que posaba su mano sobre el brazo de Frida para transmitirle tranquilidad.

Tras unos minutos de silencio durante los que se dedicó a sopesar las palabras de su madre, Frida dijo aún algo insegura:

– Sara estaba muerta de miedo. Un hombre malo la había asustado.

– ¿Un hombre malo? ¿Cuándo?

Veronika aguardaba expectante la respuesta de su hija.

– El día antes de que se fuese al cielo.

– ¿Estás segura de que fue entonces?

Indignada al ver que cuestionaban su certeza, Frida frunció el ceño y respondió:

– Pues claro que estoy segura. Yo me sé los días de la semana. No soy ningún bebé.

– No, no, desde luego que no, tú eres una niña mayor; claro que sabes qué día era -se apresuró a confirmar Veronika para calmarla.

Con mucho tiento, intentó sonsacarle más información. Frida seguía enfurruñada por la falta de confianza de que había dado muestra su madre, pero la tentación de compartir con ella el secreto era demasiado fuerte.

– Sara dijo que el hombre era muy espantoso, que vino a hablar con ella mientras jugaba cerca del agua y que era malo.

– ¿Te dijo por qué era malo?

– Mmmm -formuló Frida por toda respuesta, como considerando que así contestaba a la pregunta de su madre. Veronika insistió paciente.