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– Eso dice la gente. Y a mí me parecía que sí. Sara podía resultar intratable, así que o bien era por eso, o bien nadie se había molestado en educarla debidamente.

Se estremeció al oírse hablar a sí misma de aquella manera sobre una niña que acababa de morir y bajó enseguida la mirada. Acto seguido volvió a concentrarse con más ahínco en romper la servilleta, de la que pronto no quedaría mucho.

– ¿De modo que no ha visto a Sara esta mañana? ¿Ni tampoco ha sabido de ella por teléfono?

Veronika negó con la cabeza.

– Y está segura de que Frida tampoco, ¿no?

– Mi hija ha estado en casa todo el tiempo y, si hubiese hablado con Sara, me habría dado cuenta. Además, estuvo enfurruñada un buen rato porque Sara no había venido, así que estoy completamente segura de que no han hablado.

– Ya, bueno, en ese caso no tengo mucho más que añadir.

Con voz temblorosa, Veronika preguntó:

– ¿Cómo está Charlotte?

– Como es de esperar dadas las circunstancias -fue lo único que Patrik pudo decirle.

En los ojos de Veronika vio abrirse el abismo que deben de vivir todas las madres que, por un instante, se imaginan que la desgracia se ceba en sus propios hijos. Sin embargo, también vio el alivio porque esa desgracia había recaído sobre el hijo de otra persona y no sobre el suyo. Y no se lo reprochaba. Él mismo había pensado en Maja más de una vez durante las últimas horas y la visión de su blando cuerpo inerte le paraba el corazón. También él sentía una gratitud inmensa ante la idea de que fuese el hijo de otro y no el suyo. No era muy digno, pero sí humano.

2.

Strömstad, 1923.

Efectuó una experta estimación de por dónde partir la piedra con menos esfuerzo y dejó caer el martillo en la cuña. En efecto, el granito se quebró justo donde él había calculado. Era algo que le había enseñado la experiencia de tantos años, pero también podía atribuirse a un talento natural. Se tenía o no se tenía.

Anders Andersson amaba la montaña desde el primer día en que, siendo un niño, tuvo ocasión de trabajar en la cantera. Y la montaña lo amaba a él, aunque era una profesión que desgastaba a cualquier hombre. El polvo de la piedra iba destrozando los pulmones a medida que pasaban los años y las lascas que saltaban de la roca podían dañar la visión un día entero o dejarla borrosa para siempre. En invierno pasaban frío y, puesto que no podían hacer bien el trabajo con guantes, se les congelaban los dedos hasta el punto de que sentían que se les caerían de las manos; y en verano sudaban a mares al sol ardiente. Pese a todo, no había nada que prefiriese hacer. Ya fuese picar adoquines o «dos centimillos», como también llamaban a las piedras que servían para hacer carreteras, o ya fuese la posibilidad de dedicarse a algo más complicado, amaba cada duro y doloroso minuto, pues sabía que estaba haciendo aquello para lo que había nacido. A la edad de veintiocho años ya le dolía la espalda y tosía como un loco al menor indicio de humedad, pero si se concentraba en la misión que tenía ante sí, olvidaba los dolores y sólo sentía en los dedos la angulosa dureza de la roca.

Para él el granito era la piedra más hermosa. Anders Andersson llegó a Bohuslän de Blekinge, como tantos otros picapedreros habían hecho desde siempre. El granito de Blekinge era mucho más difícil de trabajar que el de las regiones limítrofes con Noruega; de ahí que los picapedreros de Blekinge gozasen de muy buena fama, por la habilidad que habían desarrollado al verse obligados a trabajar con un material mucho más odioso. Tres años llevaba allí y el granito lo atrajo desde el primer momento. Había algo que lo embelesaba en el contraste del rosa con el gris y en el ingenio necesario para partirlo correctamente. A veces incluso hablaba con él mientras lo trabajaba, y lo acariciaba amorosamente si se dejaba hacer y resultaba suave como una mujer.

No era que le hubiesen faltado ofertas de las mujeres de verdad. Al igual que los demás picapedreros solteros, se corría sus aventuras cuando se le presentaba la ocasión, pero ninguna mujer lo había atraído tanto como para hacerle saltar el corazón en el pecho. Por lo tanto, mejor de aquel modo, Se las arreglaba bien él solo y los demás muchachos del equipo lo apreciaban, así que solían invitarlo a casa y de esta manera disfrutaba igualmente de un plato cocinado por una mujer. Y, ante todo, tenía la piedra, que era más hermosa y más fiel que la mayoría de las mujeres a las que había conocido, y hacía con ella una buena pareja.

– Oye, Andersson, ¿puedes venir un momento?

Anders interrumpió su trabajo con el gran bloque que tenía entre manos y se dio la vuelta. Era el capataz quien lo llamaba y, como siempre, sintió una mezcla de esperanza y de temor. Cuando el capataz te requería, podían ser tanto buenas como malas noticias: o bien más trabajo, o bien que podías marcharte a tu casa y dejar la cantera. Aunque Anders confiaba más en la primera alternativa. Sabía que era bueno en su oficio y, desde luego, había otros que merecían el despido más que él en el supuesto de que quisieran reducir la plantilla; pero, por otro lado, en esas cosas no siempre regía la lógica. La política y los abusos de poder habían enviado a casa a muchos buenos picapedreros, de modo que uno nunca podía estar seguro. Además, su actitud comprometida con el movimiento sindical lo convertía en un personaje vulnerable cuando el patrón necesitaba deshacerse de gente. Los picapedreros políticamente activos no se cotizaban mucho.

Echó una última ojeada al bloque de piedra antes de ir al encuentro del capataz. Trabajaban a destajo y cualquier interrupción significaba menos ingresos. Por aquel trabajo le pagaban dos céntimos por piedra, de ahí su nombre de «dos centimillos», y tendría que trabajar duro para recuperar el tiempo perdido si el capataz se extendía mucho.

– Buenos días, Larsson -saludó Anders inclinándose con el gorro entre las manos.

El capataz se ajustaba al máximo al protocolo y no mostrarle el respeto de que se consideraba acreedor había resultado ser una razón más que suficiente para el despido formal.

– Buenos días, Andersson -masculló el hombre regordete mesándose el bigote.

Anders aguardaba tenso a que continuase.

– Pues, verás, nos ha entrado un pedido de Francia. Quieren un gran bloque para una estatua y hemos pensado ponerte a ti a picarlo.

El corazón le martilleaba de alegría, pero al mismo tiempo sintió un destello de terror. Era una gran oportunidad que te encargasen extraer la materia prima de una estatua: podía dar mucho más dinero que el trabajo habitual y era más interesante y estimulante, pero al mismo tiempo entrañaba un gran riesgo. En efecto, él sería el responsable hasta que se fletase el material y, si algo iba mal, no le pagarían ni un céntimo por el trabajo realizado.

Contaban la historia de un picapedrero al que le habían encargado la piedra para dos estatuas y, justo cuando estaba a punto de terminar el trabajo, se equivoco y las malogró las dos. Decían que fue tal su desesperación que se quitó la vida y dejó mujer y siete hijos. Pero esas eran las condiciones. Él no podía hacer nada y era una ocasión demasiado buena como para rechazarla.

Anders se escupió en la mano y se la tendió al capataz, que lo imito y le dio un firme apretón. El acuerdo estaba cerrado. Anders dirigiría los trabajos con el bloque.

Le preocupaba ligeramente lo que dijesen los compañeros de la cantera. Muchos llevaban más años que él en el oficio y, seguramente, alguno que otro protestaría a sus espaldas pensando que el trabajo debería haberle tocado a cualquiera de ellos que, además y a diferencia de él, tenían familias a las que mantener y el dinero que les reportaría el encargo habría sido un buen extra de cara al invierno. Al mismo tiempo, todos sabían que Anders era el mejor picapedrero del grupo, pese a ser tan joven, lo que acallaría la mayor parte de las críticas. Además, Anders tendría que elegir a varios de sus compañeros para que le ayudasen en el trabajo y ya había demostrado en ocasiones anteriores que sabía sopesar quién era bueno y quién necesitaba más el dinero.