– ¿Dónde está la niña más bonita de su papá? ¿Ha tenido mi tesoro un buen día? ¿Es ésta la niña más linda del mundo entero? -iba preguntándole con la cara muy cerca de la de Maja.
De pronto, la cara de la pequeña se contrajo, se puso muy roja y se oyeron un par de resoplidos de las regiones bajas justo antes de que una espesa pestilencia se difundiese en torno a la mesa. Erica se levantó como por un resorte para solucionar el problema.
– Ya me encargo yo -dijo Patrik.
Ella volvió a sentarse llena de gratitud
Cuando Patrik apareció de nuevo con un bebé limpio y con el pijama puesto, Erica le habló con gran entusiasmo del éxito obtenido meciendo a Maja para que se durmiera sola.
Patrik la miró escéptico.
– ¿Estuvo llorando cuarenta y cinco minutos? ¿Y tú crees que eso es bueno? En el hospital nos dijeron que si lloraba había que darle el pecho. ¿De verdad crees que está bien que llore tanto rato?
Su falta de empatía y de comprensión indignó a Erica.
– Por supuesto que no es lo ideal que se pase cuarenta y cinco minutos llorando. Se supone que dentro de un par de días llorará menos, pero, por lo demás, si tú piensas que no es buena idea, quédate en casa con ella. Claro, no eres tú el que se pasa las veinticuatro horas sentado dándole de mamar, así que comprendo que no te parezca necesario introducir ningún cambio.
Dicho esto, se echó a llorar y subió corriendo las escaleras en dirección al dormitorio. Patrik se quedó sentado en la cocina. Se sentía como un idiota. ¿Por qué no se lo pensaba dos veces antes de abrir la boca?
23.
Fjällbacka, 1928.
Dos días después su padre llegó a Fjällbacka. Agnes estaba esperando con las manos cruzadas sobre las rodillas en la pequeña habitación donde le habían dado cobijo. Al verlo entrar, constató que las habladurías eran ciertas, tenía un aspecto lamentable. Había perdido mucho más pelo de la coronilla y, en tanto que antes lucía una redondez saludable, ahora estaba obeso y jadeaba al respirar. El esfuerzo había teñido su rostro de un rojo brillante, pero debajo se atisbaba un color grisáceo que se negaba a sucumbir al rojo. Parecía enfermo.
Cruzó el umbral vacilante, con una expresión de incredulidad al comprobar lo pequeña y oscura que era la habitación, pero cuando vio a Agnes, se apresuro a cruzar los pocos pasos que los separaban y la abrazó con todas sus fuerzas. Ella lo dejó hacer, pero sin corresponder al abrazo, sino con las manos aún sobre las rodillas. Su padre la había traicionado y nada cambiaría ese hecho.
August intento que respondiese a su muestra de cariño, pero abandonó enseguida y la soltó. Pese a todo, no pudo evitar acariciarle la mejilla. Ella se apartó como si la hubiese golpeado.
– Agnes, Agnes, mi pobre Agnes.
Su padre se sentó en la silla que había a su lado, aunque evitando tocarla. La compasión que denotaba el rostro de August le producía náuseas. A buenas horas. Cuatro años atrás sí que lo necesitaba y necesitaba sus atenciones paternales. Ahora era demasiado tarde.
Se negó conscientemente a mirarlo mientras él le hablaba con voz ya emocionada, ya entrecortada.
– Agnes, comprendo que me equivoqué en mi modo de actuar y que nada de lo que diga ahora cambiará esa circunstancia, pero permíteme que te ayude en esta difícil situación. Regresa conmigo a casa y deja que te cuide. Las cosas pueden volver a ser como antes, todo puede volver a ser como antes. Es terrible lo que ha ocurrido, pero si estamos juntos, puedo ayudarte a olvidarlo.
El tono de su voz ascendía y descendía en oleadas suplicantes que se estrellaban contra la dura coraza de Agnes. Sus palabras sonaban ridículas.
– Por favor, vuelve a casa. Tendrás todo lo que quieras.
Ella vio por el rabillo del ojo que le temblaban las manos y su tono de súplica le proporcionó una satisfacción mucho mayor de lo que nunca pudo imaginar. Y desde luego que se lo había imaginado, lo había soñado muchas veces durante los tristes años pasados.
Muy despacio, volvió el rostro hacia su padre August lo tomó por una respuesta positiva a sus ruegos y, ansioso, intentó cogerle la mano, pero Agnes la apartó sin pestañear.
– Me marcho a América este viernes -anunció disfrutando de la consternación reflejada en su semblante ante tal noticia.
– A… a… América -balbució August.
Su labio superior empezó a cubrirse de sudor. Desde luego, el hombre esperaba cualquier cosa menos aquello.
– Anders había sacado billetes para los cuatro. Soñaba con labrar allí un futuro para la familia. Yo pienso honrar su deseo e irme sola -dijo con dramatismo histriónico, dejando de mirar a su padre y centrándose en la ventana.
Sabía que la hermosura de su perfil quedaría más patente a contraluz y que el negro del luto realzaría la palidez que con tanto esmero había mantenido.
La gente llevaba dos días andando de puntillas a su alrededor y habían puesto a su disposición aquella pequeña sala con la promesa de que podía quedarse cuanto fuese necesario. Todas las habladurías que circulaban a su espalda, todo el desprecio con que la habían tratado, se esfumó por completo. Las mujeres le llevaban comida y ropa, y lo que ahora vestía era prestado o regalado. No había quedado nada de sus cosas.
Los compañeros de cantera de Anders también la visitaron. Vestidos con sus mejores ropas y limpios en la medida de lo posible, todos pasaron con la gorra entre las manos y la mirada en el suelo para transmitirle unas palabras de consuelo y murmurar algo positivo sobre Anders.
Agnes no cabía en sí de impaciencia, pues nada deseaba tanto como verse libre de aquella panda de pobretones curtidos y harapientos.
Ansiaba que llegase el día de subir a bordo del barco que la llevaría a otro continente dejar que la brisa marina le arrancase la suciedad y la degradación que sentía como una membrana sobre su piel. Durante un par de días más tendría que soportar la compasión de aquella gente y sus patéticos intentos de mostrar buena voluntad. Luego se marcharía sin mirar atrás. No obstante, antes de su partida, quería conseguir algo de aquel gordo rubicundo que tenía a su lado y que de forma tan cruel la había abandonado hacia cuatro años. Se encargaría de que pagase lo que le hizo, y muy caro, por cada uno de los cuatro años transcurridos.
August seguía balbuciendo, aun conmocionado por la noticia que ella acababa de darle.
– Pero… pero ¿de que vas a vivir allí? -le pregunto preocupado, enjugándose el sudor de la frente con un pequeño pañuelo que saco del bolsillo.
– No lo sé -respondió ella con un suspiro hondo y dramático, y el rostro levemente ensombrecido por la angustia.
Fue una sombra breve, pero lo suficiente como para que su padre lo advirtiese.
– ¿No querrás cambiar de idea, cariño? Quédate con tu viejo padre, por favor.
Ella meneó la cabeza con decisión a la espera de que él le hiciese otra propuesta. Y a este respecto, su padre no la defraudó. Los hombres resultaban tan fáciles de manipular.
– En ese caso ¿por que no me permites que te ayude con algo de dinero para iniciar tu nueva vida y una pensión para que puedas sobrevivir? De lo contrario, me moriré de preocupación por ti, allí sola, tan lejos.
Agnes fingió reflexionar un instante y August se apresuro a añadir.
– Y seguramente podré procurarte mejor billete para el viaje. Con camarote propio, en primera clase ¿No es mejor que hacer la travesía apretujada entre un montón de gente?
Agnes asintió magnánima y, tras un segundo de silencio, respondió:
– Bueno, supongo que eso sí podría permitirlo. Puedes darme el dinero mañana, después del entierro -añadió.