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Patrik entró resuelto en su despacho dispuesto a encargarse de las tareas del día. El pesado del comisario podía pensar lo que quisiera, pero él no iba a bailar a su son. Cierto que el hallazgo de la cazadora de Sara en la cabaña de Morgan también lo había movido a sacar conclusiones; pero algo, el instinto, la experiencia o simplemente la desconfianza, lo hacían pensar que las cosas no eran lo que parecían.

24.

Fjällbacka, 1928.

De espaldas a la costa sueca, cerró los ojos y sintió el viento en los párpados. Así era, pues, el sentimiento de libertad.

El barco zarpó hacia América desde Gotemburgo a la hora prevista y el muelle estaba lleno de gente que, con tanta esperanza como tristeza, había acudido a despedir a sus familiares. No sabían si volverían a verse. América estaba tan lejos, era un continente tan remoto, que la mayoría de los que viajaban hasta allí no regresaban jamás y sólo mandaban noticias por carta.

Pero nadie fue a despedirse de Agnes. Exactamente lo que ella quería. Abandonó tras de sí todo lo anterior y partió hacia una nueva vida. Además, con el cheque de su padre en el bolsillo y un buen camarote en primera clase, sintió que por primera vez en mucho tiempo estaba en el buen camino.

Por un instante, su mente la llevó a pensar en Anders y los niños. La iglesia estaba a rebosar durante el funeral y los sollozos llenaron el templo como un coro lastimero. Ella, en cambio, no lloró. Protegida por el velo del sombrero, contempló los tres ataúdes expuestos en el coro. Uno grande, dos pequeños blancos, con montones de flores y coronas alrededor. La más grande era de su padre. Ella le había prohibido asistir.

No hubo mucho que depositar en los ataúdes. El fuego lo había aniquilado todo, de modo que los féretros sólo contenían un exiguo vestigio de los cuerpos. Dado el estado de los restos mortales, el sacerdote había propuesto que se los enterrase en urnas, pero Agnes prefirió ataúdes. Tres ataúdes que ocultar bajo tierra.

Varios de los compañeros de trabajo de Anders tallaron la lápida. Una para los tres, con sus nombres bellamente grabados.

Fueron las únicas víctimas del incendio. Por lo demás, sólo hubo daños materiales, aunque muy graves. Toda la parte inferior de Fjällbacka, la más próxima al mar, había quedado carbonizada. No quedaba una casa en pie y, donde antes hubo muelles, no se veían ya más que maderos ennegrecidos flotando en el agua. Sin embargo, casi nadie se lamentó de la pérdida de su hogar. Cada vez que sentían deseos de llorar por lo que habían perdido, pensaban en Agnes y lo que el incendio le había arrebatado. Como un solo hombre, todos acudieron al entierro y, al evocar la imagen de los dos pequeños de cabellera rubia caminando de la mano de su padre, se les partía el corazón.

Su madre, en cambio, no derramó una lágrima. Una vez terminado el entierro, ella se retiró a su morada provisional a embalar lo poco que le habían dado. Beneficencia. El hecho de verse obligada a aceptar limosna le provocaba tal repulsión que le escocía la piel, pero jamás volvería a verse en esa necesidad.

En efecto, nadie que la viese ahora en la cubierta superior del barco pensaría que, hasta hacía unas horas, había vivido en la pobreza. Se apresuró a hacerse con nuevas ropas y el equipaje era el más elegante que se podía comprar. Acarició con fruición la sedosa tela de su vestido ¡Qué diferencia en comparación con las ropas desgastadas y descoloridas que le había tocado llevar durante cuatro años!

Lo único que le quedaba de su vida anterior iba en una caja de madera pintada de azul que había colocado con sumo cuidado en el fondo del baúl. Lo más importante no era la caja en sí, sino su contenido. La noche anterior a su partida salió a hurtadillas para llenarla. El contenido tenía que recordarle algo: jamás debía permitir que nadie se interpusiese en su camino para alcanzar la existencia que merecía. Había cometido el error de confiar en un hombre y le había costado cuatro años de su vida. Ninguno volvería a traicionarla como su padre. Y ella se encargaría de que lo pagase caro. La soledad era el precio más alto, pero también pensaba lograr que el dinero de August fuese a parar a su bolsillo. Se lo había ganado a pulso. Además, sabía perfectamente qué hilos manipular para mantener vivos sus remordimientos. Los hombres eran tan fáciles de manejar.

Un carraspeo la arrancó de su cavilar de forma tan abrupta que dio un respingo

– ¡Oh, lo siento! Espero no haberla asustado, señora.

Un hombre elegantemente vestido le sonreía complaciente al tiempo que le tendía la mano con la intención de presentarse.

Agnes lo estudió con pericia y rapidez antes de corresponder a su sonrisa y posar su mano enguantada en la de él. Un costoso traje hecho a medida y unas manos que jamás habían conocido el trabajo pesado. De unos treinta años de edad y de aspecto agradable e incluso atractivo. Sin anillos. Aquel viaje podía resultar mucho más grato de lo que ella esperaba.

– Agnes, Agnes Sjernkvist. Y el título es señorita, no señora.

* * *

Dan vino de visita. Pese a que habían hablado por teléfono un par de veces, aún no había ido a conocer a Maja. Por fin, su enorme figura invadió el vestíbulo de casa y, con mano experta, tomó al bebé de los brazos de Erica.

– Hola, chiquitina. ¡Qué preciosidad de niña tenemos aquí! -le decía levantándola hacia el techo.

Erica tuvo que controlar el impulso de arrebatarle a su hija, pero Maja no parecía estar a disgusto con la situación. Y habida cuenta de que Dan tenía tres hijas, cabía esperar que supiese lo que hacía.

– ¿Y cómo está la mamá, eh? -le preguntó a Erica al tiempo que le daba uno de sus temibles abrazos.

Hubo un tiempo, hacía ya muchos años, en que fueron pareja; ahora eran sólo buenos amigos. Cierto que su amistad sufrió un duro golpe dos inviernos atrás cuando, en circunstancias bastante desagradables, ambos se vieron involucrados en un asesinato. Sin embargo, el paso del tiempo era capaz de reparar casi cualquier cosa. Desde que se separó de su mujer, Pernilla, apenas habían tenido contacto; Dan se zambulló en la vida de soltero con todas sus consecuencias, mientras que Erica se encaminaba en el sentido contrario. Él había ido pasando por una serie de novias, a cual más extraña, pero ahora estaba libre y suelto como un pájaro y hacía tiempo que Erica no lo veía tan satisfecho. La separación le afectó muchísimo y le dolía no poder estar con sus hijas más que cada dos semanas, pero después empezó a acostumbrarse, claro, y pudo seguir adelante.

– Pensaba proponerte un paseo -le dijo Erica-. Maja empieza a estar cansada y, si caminamos un poco, se dormirá en el cochecito.

– Pero muy corto, ¿eh? -protestó Dan-. Fuera hace un frío espantoso y, la verdad, tenía ganas de entrar y calentarme un poco

– Sólo hasta que se duerma -se apresuró a tranquilizarlo Erica.

Aunque a disgusto, Dan volvió a ponerse los zapatos.

Ella cumplió su promesa. Diez minutos después, ya estaban de nuevo en el vestíbulo y Maja dormía fuera tranquilamente, bajo el protector impermeable del cochecito.

– ¿Tienes alguna alarma por si se despierta? -preguntó Dan.

Erica meneó la cabeza.

– No, tendré que salir a echar un vistazo de vez en cuando.

– Si lo hubieras dicho, habría mirado en casa por si aún tenemos la nuestra guardada en algún sitio

– Bueno, ahora vienes más a menudo -observó Erica-. Puedes traerla la próxima vez.

– Sí, siento haber tardado tanto en visitaros -se excusó-. Pero sé cómo son los primeros meses, así que…

– No debes disculparte -lo interrumpió Erica-. Tienes toda la razón. Hasta ahora no he empezado a sentirme preparada para recibir a la gente.