– Baja mañana a la oficina y concretaremos los detalles le dijo el capataz retorciéndose el bigote. El arquitecto no vendrá hasta que se acerque la primavera, pero ya tenemos los planos y podemos empezar los planes preliminares.
Anders hizo una mueca de disgusto. Seguramente les llevaría un par de horas revisar los planos, lo que significaba otra interrupción en el trabajo que en aquel momento estaba realizando. Ahora necesitaba cada céntimo, pues el trabajo con los bloques se cobraba después, cuando todo estaba listo. Y ello implicaba que debía hacerse a la idea de prolongar sus jornadas laborales más aún e intentar compaginar el trabajo habitual picando adoquines con el nuevo encargo. Sin embargo, la interrupción involuntaria no era la única razón por la que la visita a la oficina no despertaba en él el menor entusiasmo. Por alguna razón, siempre se sentía incómodo allí dentro Las personas que trabajaban allí eran delicadas, tenían las manos blancas y se movían con moderación en sus elegantes trajes de oficina, mientras que él se sentía como una grotesca mole. Y pese a que cuidaba mucho la limpieza, la mugre se le había incrustado en la piel sin remedio. En cualquier caso, tenía que hacerlo y lo haría. Tendría que bajar a la oficina y zanjar la cuestión antes de volver a la cantera, donde se sentía como en casa.
– Bien, nos vemos mañana, pues le dijo el capataz balanceándose adelante y atrás. Hacia las siete. No llegues tarde le advirtió el capataz.
Anders asintió sin más. No había riesgo alguno, pues una oportunidad como aquélla no se presentaba a menudo.
Con paso ligero, volvió a la piedra que estaba trabajando en aquellos momentos. Estaba tan contento que la cortaba como si fuese mantequilla. La vida le sonreía.
Daba vueltas en el espacio. Caída libre entre planetas y cuerpos celestes que difundían un suave resplandor a su alrededor cuando ella pasaba a su lado. Escenas oníricas se mezclaban con leves destellos de realidad. En sus sueños veía a Sara. Sonrió. Su pequeño cuerpo de bebé era perfecto. Blanco como el alabastro, manitas de largos dedos. Ya durante sus primeros minutos de vida agarró el índice de Charlotte y lo retuvo como si fuese lo único capaz de sujetarla a aquel nuevo mundo aterrador. Y quizá fuese así, pues ella sintió que, al agarrarle el dedo con tanta energía, se aferraba a su corazón con una firmeza aún mayor que duraría toda la vida.
Ahora pasaba junto al sol, camino de la bóveda celeste y su intenso resplandor le hizo pensar en el cabello de Sara. Rojo como el fuego. Rojo como el mismo diablo, como alguien dijo con una broma que, según recordó en el sueño, ella no apreció lo más mínimo. No había nada de demoníaco en el bebé que ella sostenía en sus brazos Ni en el cabello rojizo que al principio tenía encrespado y tieso, como si fuese una pequeña adepta a la moda punk, y que con los años fue creciendo más abundante y largo sobre sus hombros.
Ahora las pesadillas ahuyentaban tanto la sensación de los dedos del bebé en torno a su corazón como la visión del rojo cabello en movimiento mientras la pequeña corría llena de vida. Ahora lo veía oscurecido por el agua, flotando alrededor de la cabeza de Sara como un halo deforme. Lo veía ondeando sobre el agua de aquí para allá y, bajo la melena, largos brazos de algas que se extendían para alcanzarlo. También al mar le complacía el cabello de su hija y lo reclamaba para sí. En sus pesadillas veía el blanco de alabastro oscurecerse y convertirse en azul y morado, y los ojos cerrados y muertos. Muy despacio, su hija giraba en el agua con los pies apuntando al cielo y las manos cruzadas sobre el pecho. Luego, la velocidad iba en aumento, cada vez más, y cuando ya giraba tan rápido que empezaban a formarse pequeñas ondas en las grises aguas, los brazos verdes se apartaban de ella. La niña abría los ojos. Los tenía totalmente blancos.
El grito que la despertó parecía provenir de un profundo abismo. Cuando sintió las manos de Niclas sobre sus hombros zarandeándola enérgicamente, comprendió que lo que había oído era su propio grito. Por un instante, sintió un alivio indecible. Aquella desgracia había sido una pesadilla. Sara estaba sana y salva, sus sueños le habían jugado una mala pasada. Pero entonces miró a Niclas a los ojos y lo que vio en ellos le generó otro grito en el pecho. Él se adelantó y la apretó contra sí, de modo que el alarido se transformó en profundos lamentos y resuellos. El jersey de Niclas estaba mojado y Charlotte sintió el poco familiar olor de sus lágrimas.
– Sara, Sara -gimió Charlotte mientras él la mecía y le hablaba con la voz quebrada-. ¿Dónde has estado? -sollozó ella en voz baja.
Pero él seguía arrullándola y acariciándole el cabello con mano temblorosa.
– Shhh, ya estoy aquí. Duerme un poco más.
– No puedo…
– Sí, claro que puedes. Shhh…
Y siguió arrullándola rítmicamente hasta que la oscuridad y los sueños volvieron a adueñarse de ella.
La noticia se había difundido por la comisaría mientras ellos estaban fuera. No era frecuente que tuviesen casos de niños muertos, tan sólo algún que otro accidente a intervalos de muchos años, y nada era capaz de impregnar aquella casa de una tristeza tan profunda como ese tipo de trágicos sucesos.
Annika miró inquisitiva a Patrik cuando éste pasó con Martin ante la recepción, pero él no tenía fuerzas para hablar con nadie, sólo deseaba entrar en su despacho y cerrar la puerta. Se cruzaron por el pasillo con Ernst Lundgren, que tampoco dijo nada, de modo que Patrik se escurrió al interior de su pequeño refugio y Martin hizo lo propio. No existía una sola asignatura en la formación policial que los preparase para este tipo de situaciones. Dar la noticia de una muerte se contaba entre las misiones más repugnantes de la profesión, y dar la noticia de la muerte de un niño a sus padres era lo peor del mundo. Iba contra toda lógica y toda decencia.
Nadie debería verse obligado a transmitir un mensaje de esa naturaleza.
Patrik se sentó ante el escritorio, apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Enseguida volvió a abrirlos, pues lo único que veía tras sus párpados cerrados era la piel lívida de Sara y sus ojos sin vida clavados en el cielo. Tomó el portarretratos que tenía a su lado y lo apretó contra su mejilla. La primera fotografía de Maja. En el hospital, reposando en brazos de Erica, cansada y amoratada. Fea, pero hermosa al mismo tiempo, con esa belleza que sólo comprenden quienes ven a su hijo por primera vez. Y Erica, agotada y exhausta, sonriente pero con la espalda erguida con una nueva altivez y el orgullo de haber realizado una hazaña que sólo podía describirse como un milagro.
Patrik era consciente de que se estaba comportando de un modo sentimental y patético, pero a aquella hora del medio día empezaba a comprender el alcance de la responsabilidad que había asumido al nacer su hija y el alcance del amor y del miedo que implicaba. Cuando vio a la niña ahogada tendida como una estatua sobre la cubierta, deseó por un instante que Maja no hubiese nacido, pues ¿cómo vivir con el riesgo de perderla un día?
Dejó la fotografía en su sitio sobre la mesa y se retrepó en la silla con las manos cruzadas en la nuca. Continuar con las tareas que estaba realizando antes de la llamada de Fjällbacka de pronto se le antojaba totalmente absurdo. En realidad, quería irse a casa, meterse en la cama, taparse hasta la cabeza y quedarse allí el resto del día. Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su lúgubre cavilar. Respondió «¡Entra!» y apareció Annika empujando tímidamente la puerta.
– Hola, Patrik, disculpa que te moleste, sólo quería decirte que llamaron del Instituto Forense para comunicarnos que ya tienen el cadáver y que recibiremos el informe de la autopsia pasado mañana.