Se sentaron en el sofá. Ella había preparado café y dulces, y Dan se abalanzó de buena gana sobre los bollos calentitos, recién salidos del horno.
– Mmmm -exclamó-. ¿Los has hecho tú? -preguntó.
No pudo evitar que su voz denotase cierta duda.
Erica lo miró enojada.
– Si así fuera, tampoco tendrías por qué mostrarte tan sorprendido. Pero no, no los hice yo; los hizo mi suegra cuando estuvo aquí de visita -se vio obligada a admitir.
– Ya me lo figuraba yo. Estos no están lo bastante quemados como para ser tuyos -la provocó.
Ella no halló respuesta más terminante que un sucinto «¡Bah!». Después de todo, Dan tenía razón. La repostería no era lo suyo.
Tras unos minutos de jovial conversación en los que se pusieron al corriente de las últimas novedades, Erica se levantó.
– Voy a ver cómo está Maja.
Con mucho sigilo, entreabrió la puerta de la calle y miró en el interior del carro. «¡Qué raro! Maja debe de haberse escurrido hacia los pies.» Soltó el protector para la lluvia haciendo el menor ruido posible y levantó la mantita. El pánico se apoderó de ella al instante. ¡Maja no estaba en el cochecito!
A Martin le crujieron los huesos de la espalda al sentarse y estiró los brazos sobre la cabeza para redisponer las vértebras. Se sentía como un anciano. Había pasado el fin de semana de mudanza, acarreando muebles y cajas de cartón. De pronto, cayó en la cuenta de que unas horas de gimnasio no habrían sido una mala idea, pero, claro, a buenas horas. Por otro lado, Pia le había confesado que le gustaba su cuerpo escuálido y larguirucho, y no había visto razón para cambiarlo. Sin embargo, ¡joder, cómo le dolía la espalda!
En cualquier caso, debía admitir que les había quedado muy bonito. Fue Pia quien decidió dónde iría cada cosa y resultó mucho mejor de lo que él había conseguido en cualquiera de sus pisos de soltero. No obstante, le habría gustado poder conservar más de sus antiguas pertenencias. Sólo habían quedado el equipo de música, el televisor y una estantería Billy que redimió la crítica mirada de Pia. El resto acabó en la basura sin piedad. Lo más triste fue tener que despedirse del viejo sofá de piel que tenía en la sala de estar. Cierto que no podía por menos de admitir que el sofá había conocido tiempos mejores, pero los recuerdos… ¡Qué recuerdos!
Claro que, bien mirado, tal vez justo por eso Pia insistió con tanta resolución en que aquel sofá debía desaparecer en la basura y ser sustituido por uno de IKEA, modelo Tomehlla. También pudo conservar una mesa de cocina de pino macizo, pero ella no tardó en hacerse de un tapete con el que cubrió cada centímetro.
En fin, no eran más que pequeños escollos en el engranaje. Hasta el momento, no hallaba nada negativo en la vida en pareja. Le encantaba llegar a casa y encontrársela cada noche, acurrucarse en el sofá y ver algún programa lamentable de la tele con la cabeza de Pia en sus rodillas, acostarse en la nueva cama de matrimonio y dormirse con ella. Todo era tan maravilloso como él lo había soñado. Sabía que el fin de sus alegres días festivos de soltería tal vez debiera provocarle más congoja, pero en realidad los añoraba tanto como una buena resaca. Y Pia…, bueno, era simplemente perfecta.
Martin se obligó a borrar de su rostro la ridícula sonrisa del enamorado y buscó el número de teléfono de la familia Florin. Lo marcó con la esperanza de que no le respondiese la vieja arpía que era la madre de Charlotte. Aquella mujer le recordaba a las caricaturas típicas de las suegras.
Tuvo suerte porque fue Charlotte quien contestó. Al oír el timbre apagado de su voz, sintió un punto de compasión.
– Hola, soy Martin Molin, de la comisaría de Tanumshede.
– ¿Cuál es el motivo de la llamada? -preguntó ella con desconfianza.
Martin comprendía de sobra que las llamadas de la policía despertasen tantas dudas como esperanzas, así que continuó sin dilación:
– Verá, nos gustaría comprobar unos datos con usted. Nos han hecho saber que Sara sufrió las amenazas de un tipo el día antes de su… -el policía se atascó antes de concluir la frase- muerte.
– ¿Amenazas? -preguntó Charlotte con tal sorpresa que Martin casi podía imaginar su expresión-. ¿Quién ha dicho tal cosa? Sara no nos contó nada al respecto.
– Su amiga Frida.
– ¿Pero por qué Frida no ha dicho nada sobre el tema hasta ahora?
– Sara la hizo prometer que no lo haría. Frida decía que era un secreto.
– Pero… ¿quién?
Charlotte parecía despertar de su letargo y empezaba a formular las preguntas adecuadas.
– Frida no sabía quién era, aunque describió al sujeto como un hombre mayor con el cabello gris y vestido de negro. Y al parecer, llamaba a Sara «fruto del Diablo». ¿Conocen a alguien que coincida con esa descripción física?
– Desde luego que sí -aseguró Charlotte muy serena-. Desde luego que sí.
En los últimos días, el dolor se había intensificado. Era como un animal hambriento que le despedazaba el estómago con sus garras.
Stig se puso de lado muy despacio. Ninguna postura le resultaba realmente cómoda. Como quiera que se acostase, algo le dolía. Pero donde más dolor sentía era en el corazón. Pensaba en Sara continuamente, en las largas conversaciones que habían mantenido acerca de miles de temas: la escuela, los amigos, sus reflexiones demasiado maduras sobre las cosas que sucedían a su alrededor… Stig estaba convencido de que los demás no tuvieron tiempo de descubrir ese lado de la pequeña. Sólo se centraron en su hosquedad, en los gritos, en lo problemático. Y Sara reaccionó a la imagen que tenían de ella comportándose de un modo más problemático, discutiendo más aún, rompiendo cosas. Un círculo vicioso de frustración del que ninguno de ellos supo cómo salir.
Pero en los momentos que pasaba con él, la pequeña encontraba la calma. Y la echaba tanto de menos que su ausencia le partía el corazón. Había en ella tanto de Lilian, de su fortaleza y su resolución… La misma hosquedad bajo la que escondía todos aquellos gestos de cuidados amorosos.
Lilian entró en la habitación como si le hubiese leído el pensamiento. Stig estaba tan inmerso en sus recuerdos que no oyó sus pasos subiendo la escalera.
– Te traigo el desayuno, he salido a comprar pan fresco -le dijo ella en tono cantarín.
A Stig se le revolvieron las tripas sólo de ver lo que había en la bandeja.
– No tengo hambre -aseguró intentando convencerla, aun a sabiendas de lo infructuoso que sería.
– Si quieres reponerte, tienes que comer -respondió Lilian con su tono autoritario de enfermera-. Venga, yo te ayudo.
Se sentó en el borde de la cama con un tazón de yogur agrio en la mano. Muy despacio, le llevó la cuchara a la boca. Él la abrió a disgusto y se dejó alimentar. La sensación del yogur bajando por la garganta le produjo arcadas, pero la dejó hacer. Su intención era buena y, en principio, sabía que Lilian tenía razón. Si no comía, no sanaría jamás.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Lilian mientras tomaba uno de los bocadillos de queso y mantequilla y se lo llevaba a la boca para que él diese un mordisco.
Stig tragó antes de responder con una sonrisa forzada:
– La verdad, creo que un poco mejor. Esta noche he dormido muy bien.
– ¡Estupendo! -exclamó Lilian dándole una palmadita en la mano-. No hay que jugar con la salud y has de prometerme que, si te sientes peor, me lo dirás. Lennart era como tú, terco como una mula, y se negó a que lo examinasen hasta que fue demasiado tarde. A veces me pregunto si, de haber sido mayor mi insistencia, no seguiría con vida…
Se quedó con la cuchara en el aire, a medio camino de la boca de Stig, y con la mirada perdida.
Él le acarició la mano y le dijo con dulzura:
– No tienes nada que reprocharte, Lilian. Sé que hiciste todo lo posible por Lennart mientras estuvo enfermo, porque tú eres así. No has de culparte lo más mínimo por su muerte. Y estoy mejor, te lo aseguro. Ya me he recuperado por mí mismo en otras ocasiones, y si puedo descansar, me recuperaré también esta vez. Seguro que sólo es el agotamiento ése del que tanto hablan a todas horas. No te preocupes, tienes otras cosas más importantes en las que ocupar tu pensamiento.